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2019-10-24 | CORRIENTES, 21 DE NOVIEMBRE DE 2014

Pensar y actuar ‘acercando distancias’

Conferencia inaugural en el Primer Simposio Correntino de Filosofía y Política

Nuestra realidá vital es grandiosa y nuestra realidá pensada es mendiga (1).
J. L. Borges



Este primer Simposio Correntino de Filosofía y Política lleva como título: “Perspectivas filosóficas de lo político, desde lo teórico y desde lo práctico: acercando distancias”. La propuesta del Simposio es sumamente atrayente y provocadora, sobre todo porque convoca a los presentes a pensar en clave de ‘acercando distancias’. En esa feliz expresión advierto una profunda necesidad de acercamiento y de encuentro. Y como se trata de un Simposio Correntino, esa necesidad de acercar distancias está predicada para la comunidad correntina.
Al mismo tiempo, en ese deseo de acercar distancias, percibo la nostalgia que produce en el alma correntina el distanciamiento y la marginación. El espíritu correntino –acogedor por naturaleza y tan bien plasmado en la danza y el canto–, siente que es algo ajeno a su espíritu discriminar o excluir a otros, ya se trate de individuos o de grupos sociales. Sin embargo –y es la condición dramática de la existencia humana– la realidad nos enfrenta al sufrimiento que provocamos unos sobre otros sin poder explicar por qué lo hacemos.
Detenerse a pensar y hacerlo juntos, con la convicción de que todos tenemos algo bueno para aportar, es un buen punto de partida, sobre todo cuando se trata de compartir perspectivas filosóficas en vista de la acción política, que por su misma naturaleza tiene el cometido de acercar distancias.

I. Pensar ‘acercando distancias’
Siempre fue decisivo y determinante para el ser humano el hecho de tener que elegir el ‘lugar’ desde donde partir. No es lo mismo cualquier lugar. Elegir el punto de partida adecuado para abordar los grandes temas que hacen a la existencia del hombre y de la sociedad es un imperativo, que de ningún modo se debe dar por supuesto. Menos aún en el momento que nos toca vivir, en el que se desvanece la concepción integral del ser humano, se debilitan los vínculos interpersonales, y su dimensión trascendente se disuelve en una vaga subjetividad. Todo ello como resultado de una cultura, en la cual cada uno quiere ser el portador de una propia verdad subjetiva, lo cual dificulta que las personas se entusiasmen con un proyecto común, en cual involucrarse más allá de sus propios intereses (2). En un contexto así, ¿cómo pensar un punto de partida que efectivamente favorezca acercar distancias?
Acercar distancias es comprometerse a desarrollar una cultura del encuentro en una pluriforme armonía (3). La pregunta que hoy no debemos soslayar es si creemos realmente que los seres humanos podemos desarrollar esa cultura y soñar con una familia humana, cuyos pueblos convivan en paz y fraternidad. ¿Cuáles deberían ser los presupuestos fundamentales para pensar juntos y soñar con esa posibilidad? ¿Es posible pensar un proyecto común a partir de un pensamiento, cuyo punto de partida entiende que todo es relativo?, ¿un pensamiento donde no hay certezas, sino sólo dudas?, ¿solo preguntas y tantas respuestas cuantas personas y grupos son los que las formulan? ¿Existe la verdad?, ¿o sólo existe una multiplicidad infinita de verdades? El ser humano, ¿puede encontrarse con la verdad? Cuando Pilatos le preguntó a Jesús qué es la verdad, no obtuvo respuesta. La pregunta del gobernador romano estuvo mal formulada. Si hubiese preguntado quién es la verdad, entonces estaría mejor dispuesto para encontrarse con ella y tal vez no hubiese sentido la necesidad de lavarse las manos.
Puesto que adhiero al pensamiento cristiano y estoy comprometido en la construcción de una cultura, cuyo punto de partida es el acontecimiento histórico de la persona de Jesús, comparto con ustedes la deslumbrante sorpresa provocada por la irrupción gratuita de Dios en la historia de los hombres. Dios irrumpe en nuestra historia y lo hace en forma personal, anunciándose ‘desde antiguo’ y construyendo, podríamos decir ‘codo a codo’ con el pueblo elegido la historia de su revelación, hasta que esa irrupción culmina visibilizándose en la persona de Jesús de Nazaret, el Verbo hecho carne.
De allí que pensarse, pensar la condición humana y pensar la realidad del mundo desde la perspectiva cristiana o pensarla fuera de esa perspectiva no es lo mismo. El pensamiento cristiano no parte de una idea o de un sistema conceptual teórico, sino que parte de la experiencia de un encuentro. Esto lo ha dicho magistralmente Benedicto XVI en su encíclica Deus Caritas Est: “Hemos creído en el amor de Dios: así puede expresar el cristiano la opción fundamental de su vida. No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva” (4). No es lo mismo haber conocido a Jesús que no conocerlo (5), afirmará el Papa Francisco en el mismo tono existencial que su predecesor.
A partir de esa experiencia fundamental, el cristiano desarrolla un pensamiento que está sustancialmente marcado por ese encuentro, experiencia que configura la concepción humanista y cristiana de Dios y del mundo. Y de esa concepción deriva una determinada praxis política. Por eso, un pensador cristiano jamás podría situarse ante la realidad como un individuo solitario y aislado, puesto que se concibe a sí mismo ontológicamente como un ser en relación y, en consecuencia, un ser humano abierto, fraterno, amigo del diálogo y del debate, y con una invencible pasión de incluir a todos.
A esta altura podríamos preguntarnos ¿cómo se hace para que el pensamiento de los hombres produzca frutos de paz, de encuentro y de progreso entre las personas? Y por otra parte, ¿cómo identificar la fuente que segrega esos pensamientos que enfrentan a las personas y los grupos entre sí? La historia de los hombres ¿tiene acaso su origen en la dominación del poderoso sobre el débil? ¿Será ese el primer acto de la existencia del hombre? ¿Las categorías de amo y esclavo son las únicas desde donde partir para repensar nuestra historia? Esas categorías, ¿producen un pensamiento que estimule la práctica de acercar distancias? ¿Es posible pensar desde otro punto de partida?

II. Cuatro principios para acercar distancias
A propósito de las cuestiones precedentes, quisiera ofrecer a la reflexión de ustedes los cuatro principios que rigen el pensamiento del Papa Francisco, y que él mismo propone como criterios universales para pensar la política. Y pensarla de tal modo que el ejercicio de la misma se oriente efectivamente hacia una praxis, cuyo objetivo sea la construcción de la paz social y la búsqueda sincera del encuentro entre todos los ciudadanos.
El texto que voy a comentar se puede leer en el capítulo cuarto de la Exhortación Evangelii Gaudium. En ese contexto, hay un apartado que, a mi juicio, es de capital importancia para todo aquel que se siente con vocación para trabajar en el campo social, donde la acción política tiene un lugar preeminente. El apartado de referencia se encuentra comprendido entre los números 217-237, enmarcado con el título: “El bien común y la paz social”.
Allí podemos leer que, para avanzar en la construcción de un pueblo en paz, justicia y fraternidad, hay cuatro principios relacionados con tensiones bipolares propias de toda realidad social: el tiempo es superior al espacio; la unidad prevalece sobre el conflicto; la realidad es más importante que la idea; el todo es superior a la parte (6). Son principios que orientan específicamente el desarrollo de la convivencia social y la construcción de un pueblo donde las diferencias se armonicen en un proyecto común. Se puede observar que los cuatro principios tienen un hilo conductor que los vincula entre sí, de tal modo que no se puede aislar uno sin que se menoscabe los otros.

El tiempo es superior al espacio (222-225)
En la existencia humana hay una tensión bipolar entre la plenitud y el límite. La plenitud provoca la voluntad de poseerlo todo, y el límite es la pared que se nos pone delante. Este principio permite trabajar a largo plazo, sin obsesionarse por resultados inmediatos. Ayuda a soportar con paciencia situaciones difíciles y adversas, o los cambios de planes que impone el dinamismo de la realidad. Es una invitación a asumir la tensión entre plenitud y límite, otorgando prioridad al tiempo.
Uno de los pecados que a veces se advierten en la actividad sociopolítica consiste en privilegiar los espacios de poder en lugar de los tiempos de los procesos. Darle prioridad al espacio lleva a enloquecerse para tener todo resuelto en el presente, para intentar tomar posesión de todos los espacios de poder y autoafirmación. Darle prioridad al tiempo es ocuparse de iniciar procesos más que de poseer espacios.
De aquí surge un primer principio para avanzar en la construcción de un pueblo: el tiempo es superior al espacio. La parábola del trigo y la cizaña (cf. Mt 13,24-30) grafica un aspecto importante de la evangelización que consiste en mostrar cómo el enemigo puede ocupar el espacio del Reino y causar daño con la cizaña, pero es vencido por la bondad del trigo que se manifiesta con el tiempo.

La unidad prevalece sobre el conflicto (226-230)
El conflicto no puede ser ignorado o disimulado. Ha de ser asumido. Ante el conflicto, algunos simplemente lo miran y siguen adelante como si nada pasara, se lavan las manos para poder continuar con su vida. Otros entran de tal manera en el conflicto que quedan prisioneros y pierden horizontes: el foco se reduce a identificar al enemigo, que se convierte en su verdadera obsesión. Pero hay una tercera manera, la más adecuada, de situarse ante el conflicto. Es aceptar sufrir el conflicto, resolverlo y transformarlo en el eslabón de un nuevo proceso. «¡Felices los que trabajan por la paz!» (Mt 5,9).
Es normal que las diferencias provoquen conflictos, pero no es normal que las diferencias provoquen enfrentamientos, divisiones y eliminaciones entre las personas y grupos. Es posible desarrollar una comunión en las diferencias, que sólo pueden facilitar esas grandes personas que se animan a ir más allá de la superficie conflictiva y miran a los demás en su dignidad más profunda. Para que eso sea posible falta postular un principio que es indispensable para construir la amistad social: la unidad es superior al conflicto. No es apostar por un sincretismo ni por la absorción de uno en el otro, sino por la resolución en un plano superior que conserva en sí las virtualidades valiosas de las polaridades en pugna.
Para los creyentes en Cristo, él «es nuestra paz» (Ef 2,14). El primer ámbito donde estamos llamados a lograr esta pacificación en las diferencias es la propia interioridad, la propia vida siempre amenazada por la dispersión dialéctica. Con corazones rotos en miles de fragmentos será difícil construir una auténtica paz social. La diversidad es bella cuando acepta entrar constantemente en un proceso de reconciliación, hasta sellar una especie de pacto cultural que haga emerger una «diversidad reconciliada».

La realidad es más importante que la idea (231-233)

Existe también una tensión bipolar entre la idea y la realidad. La realidad simplemente es, la idea se elabora. Entre las dos se debe instaurar un diálogo constante, evitando que la idea termine separándose de la realidad. Es peligroso vivir en el reino de la sola palabra, de la imagen, del sofisma. Esto supone evitar diversas formas de ocultar la realidad, por ejemplo: los totalitarismos de lo relativo, los proyectos más formales que reales, los fundamentalismos ahistóricos, los eticismos sin bondad, los intelectualismos sin sabiduría.
La idea –las elaboraciones conceptuales– está en función de la captación, la comprensión y la conducción de la realidad. La idea desconectada de la realidad origina idealismos y nominalismos ineficaces, que a lo sumo clasifican o definen, pero no convocan. Lo que convoca es la realidad iluminada por el razonamiento. Hay políticos –e incluso dirigentes religiosos– que se preguntan por qué el pueblo no los comprende y no los sigue, si sus propuestas son tan lógicas y claras. Posiblemente sea porque se instalaron en el reino de la pura idea y redujeron la política o la fe a la retórica. Otros olvidaron la sencillez e importaron desde fuera una racionalidad ajena a la gente.
Este principio –la realidad es más importante que la idea– se hizo efectivo en la encarnación de la Palabra. Dios en Jesús actúa a partir de ese principio al asumir la realidad de nuestra carne. Por ello, la acción evangelizadora y cualquier acción humana debe atender a la realidad concreta de las personas y de su historia, valorarla, abrazarla y transformarla con el concurso participativo de todos.

El todo es superior a la parte (234-237)
Entre la realidad global y la local también se produce una tensión.
Hace falta prestar atención a lo global para no caer en una mezquindad cotidiana. Al mismo tiempo, no conviene perder de vista lo local, que nos hace caminar con los pies sobre la tierra. Las dos cosas unidas impiden caer en alguno de estos dos extremos: uno, que los ciudadanos vivan en un universalismo abstracto y globalizante; otro, que se conviertan en un museo folklórico de ermitaños localistas, condenados a repetir siempre lo mismo, incapaces de dejarse interpelar por el diferente y de valorar la belleza que Dios derrama fuera de sus límites.
El todo es más que la parte, y también es más que la mera suma de ellas. Entonces, no hay que obsesionarse demasiado por cuestiones limitadas y particulares. Siempre hay que ampliar la mirada para reconocer un bien mayor que nos beneficiará a todos. Pero hay que hacerlo sin evadirse, sin desarraigos. Es necesario hundir las raíces en la tierra fértil y en la historia del propio lugar, que es un don de Dios. Se trabaja en lo pequeño, en lo cercano, pero con una perspectiva más amplia. Del mismo modo, una persona que conserva su peculiaridad personal y no esconde su identidad, cuando integra cordialmente una comunidad, no se anula sino que recibe siempre nuevos estímulos para su propio desarrollo.
Allí entran los pobres con su cultura, sus proyectos y sus propias potencialidades. Aun las personas que puedan ser cuestionadas por sus errores, tienen algo que aportar que no debe perderse. Es la conjunción de los pueblos que, en el orden universal, conservan su propia peculiaridad; es la totalidad de las personas en una sociedad que busca un bien común que verdaderamente incorpora a todos. El Evangelio tiene un criterio de totalidad que le es inherente: no termina de ser Buena Noticia hasta que no es anunciado a todos, hasta que no fecunda y sana todas las dimensiones del hombre, y hasta que no integra a todos los hombres en la mesa del Reino. El todo es superior a la parte.

III. Acercar distancias: la fuerza transformadora del amor
Me permito afirmar que para pensar la política como el ejercicio de responder al bien integral de todo el hombre y de todos los hombres, necesita del auxilio de la filosofía y de la teología. La razón y la fe no son enemigas a la hora de pensar el bienestar de la familia humana. Es necesario distinguirlas y aprender a complementarlas. El riesgo es separarlas y enfrentarlas, con lo cual lo único que se consigue es empobrecer la visión y la práctica de la política.
Tanto a la política como a la religión, el mal que permanente las acechan es la división y el enfrentamiento. Eso tiene su réplica también en el orden personal, cuando el individuo no logra integrar suficientemente la razón y la fe. Por eso es determinante el punto de partida. Si uno parte del amor, que es esencialmente integrador, tiene muchas más probabilidades de llegar al amor, a condición de que durante el proceso persevere pacientemente en la opción que diera origen a su punto de partida.
La constancia en el bien, en el amor al prójimo hasta las últimas consecuencias, ¿se podrá alcanzar sólo con las propias fuerzas?
Si la respuesta que damos es afirmativa, entonces el ser humano se construye a sí mismo a partir de sí mismo. En ese caso, ¿quiénes tendrían la autoridad para establecer las pautas de esa construcción? ¿Los poderosos de hoy? ¿O, tal vez, los que mañana aplasten a los de turno y se conviertan en los nuevos dueños de la vida y de la muerte? ¿No estaríamos así en manos de unos amos que deciden quién tiene derecho a vivir y quién no?
¿No es acaso más razonable pensar que esa tendencia natural del ser humano a la trascendencia es realmente socorrida amorosamente por su Creador? Y para que ese auxilio dignificara a su creatura ¿no sería también razonable pensar que el Creador, amando su creatura, se pusiera Él mismo a la altura de ella? ¿Y no sería aún más razonable admitir que el amor del Creador descendiera al nivel de la creatura que está más degradada en su condición humana?
En esta lógica, considero que la trayectoria amorosa del Creador, que se manifiesta en el compromiso amoroso por su creatura hasta las últimas consecuencias, poniéndose en su mismo lugar, abrazando su condición tan bella y tan sucia al mismo tiempo, y con ella superar todas las limitaciones que la esclavizan, una trayectoria así ¿no sería consecuente pensarla también para la creatura como el mejor camino para su liberación?
El secreto para que esos cuatro principios actúen como fuerza transformadora de la realidad, es el amor, que en el ámbito social y político llamamos amistad, compañerismo, cultura del encuentro o globalización de la solidaridad. Apostar por el amor es una opción política de consecuencias enormes y benéficas para toda la familia humana. La fe, por ser levadura de amor y de libertad, abre a las personas y a los pueblos al intercambio pacífico y fraterno, dando fundadas esperanzas de que es posible la utopía de pensar en una verdadera familia humana, constituida por pueblos diversos y plurales, como la que anhelaban los franciscanos del siglo XV y que alcanzaron a plasmar junto con los jesuitas en las famosas misiones, experiencias emblemáticas de convivencia pacífica, de participación democrática en la gestión del bien común, y de preservación y acrecentamiento del patrimonio cultural y religioso de los pueblos guaraníes.
Sin embargo, tanto ayer como hoy, afortunadamente –en realidad, debemos decir gracias a Dios– la unidad y el amor prevalecen sobre el conflicto y el odio. Dios quiera y la Virgen de Itatí nos cuide, para que los argentinos, y los correntinos en particular, actuemos con sabiduría, tengamos la valentía de mirar la verdad de nuestra historia, la pasada y la reciente, con el profundo deseo de acercar distancias entre todos, para que el reencuentro nos conduzca a la verdad que libera, a la paz y a la amistad social tan anhelada por todo hombre y mujer de buena voluntad.

Mons. Andrés Stanovnik
Arzobispo de Corrientes


NOTAS:
(1)
BORGES, Jorge Luis, El tamaño de mi esperanza, 1926.
(2) Cf. FRANCISCO, Evangelii Gaudium, n. 61
(3) FRANCISCO, Evangelii Gaudium, n. 220.
(4) BENEDICTO XVI: Deus Caritas Est, n. 2.
(5) FRANCISCO, Evangelii Gaudium, n. 266.
(6) Cf. FRANCISCO, Evangelii Gaudium, 217-237.

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