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Homilía en la consagración del Centenario
Itatí, 14 de febrero de 2010

Hemos venido hasta la Casa de María de Itatí, a quien con amor invocamos Tiernísima Madre de Dios y de los hombres. Esa hermosa invocación nos hace sentir que estamos en familia, congregados en torno a nuestra Madre. Ella, la Virgen Peregrina, nos acompañó en la reciente apertura del Jubileo Arquidiocesano, junto a la Cruz de los Milagros, ofreciéndonos un marco imponente a la celebración que vivimos en la explanada junto al puente General Belgrano. Hoy estamos aquí, como peregrinos, para encomendarle a ella, ante la Cruz fundacional de nuestro pueblo, el Año centenario. Nos encomendamos a María, nuestra Madre, para que ella nos enseñe a consagrarnos totalmente a Dios y a estar al servicio de nuestros hermanos.
En realidad, nos consagramos a Dios, porque él se “consagró” totalmente a nosotros. Consagrar quiere decir dedicar algo total y exclusivamente para un determinado fin. Dios Padre se entregó totalmente por amor a nosotros en su Hijo Jesucristo. En este sentido, podríamos decir, que Jesús se “consagró” enteramente por nosotros, hasta el extremo de dar la vida. Así, vemos que el acto de consagrar es un acto de amor. La consagración se comprende solamente en la lógica del amor. Por eso, decimos que realizamos esta consagración ante la Cruz de los Milagros, porque en ella vemos el signo más claro del Amor que Dios nos tiene. Nuestra consagración es así una respuesta de amor al Amor de Dios, que se nos reveló en Jesucristo. La Virgen Madre fue el camino más corto que eligió Jesús para llegar hasta nosotros y revelarnos su amor. También para nosotros, ella es el camino más corto para que podamos llegar a Jesús y expresarle a él nuestro amor. Por eso, hoy hemos venido aquí como peregrinos para responder al amor de Cristo que se hizo peregrino por amor a nosotros. Y en María de Itatí, junto a la Cruz, encontramos el lugar más significativo y bello, para consagrarle nuestro Centenario.
Iluminados por la palabra del profeta Jeremías, que nos advierte sobre los peligros de olvidar a Dios y de creer que el hombre puede salvarse por sí mismo, confiando sólo en sus propias fuerzas, queremos ser más bien como el árbol plantado a la orilla del río, que recibe el agua a su tiempo. O mejor aún, como discípulos atentos que escuchan la Palabra de Dios, confían totalmente en ella y la ponen en práctica. Colocar a Jesús en el centro de nuestra vida, como lo hizo María, perfecta discípula de su Hijo, significa que estamos dispuestos a creer lo que él nos dice. El 3 de febrero, al inaugurar el Año jubilar, proclamamos gozosos que Jesucristo es nuestro jubileo. Creer en él y descubrirlo como la verdadera razón de la propia vida, exige orientar toda la existencia por su Palabra, con la certeza de saber que eso es lo mejor para nosotros.
En el evangelio que escuchamos hoy, Jesús nos propone el camino para ser felices. ¿Quién no quiere ser feliz? ¿Hay alguien que no busque la felicidad?, pero ¿cuántos son los que realmente la encuentran? Muchos confunden el placer y la satisfacción con la felicidad. En algo se parecen y por eso es muy fácil engañarse. Hay muchas personas que viven satisfechas pero no son felices. Sin embargo, hay personas que renuncian a una vida placentera y encuentran la felicidad. Por eso, la propuesta de Jesús responde a esa contradicción alabando al que no acumula riquezas y lo que tiene lo vive en la lógica del compartir; llama felices a los que tienen hambre, lloran y son odiados, porque no tienen vergüenza de llamarse y de vivir como cristianos. En cambio, se lamenta profundamente de aquellos que confían en sus riquezas, buscan el placer y se ilusionan con la fama: la única recompensa que les queda es la satisfacción inmediata y pasajera. Estos nunca podrán “alegrarse y saltar de gozo” como los que aceptan el camino de Jesús, porque viven tristes y sepultados por sus riquezas, porque la fama y el placer se les escapan de las manos.
El Centenario, que vamos a encomendar a la Virgen, es un tiempo en el que Dios está más cerca de su pueblo y nosotros más sensibles a su presencia, decíamos el día de la apertura. Es un tiempo para dejar que el Espíritu Santo afiance nuestra amistad con Jesús. Así como la amistad humana se fortalece mediante la cercanía y el trato frecuente con el amigo, así también se fortalece la amistad que estamos llamados a vivir con Dios. En ese sentido, al consagrarnos a nuestra Madre, le vamos a pedir principalmente dos cosas: primero, que ella nos acerque más a Jesús y nos conceda un gran amor a su Divino Hijo, como le rezamos en la oración Tiernísima Madre; y segundo, que nos enseñe el camino de la Iglesia, donde aprendemos a compartir ese amor y a participar activamente en la comunidad, para dar un testimonio creíble en la sociedad de que Dios ama entrañablemente a todos los hombres y mujeres.
En el primer pedido, donde le suplicamos a María que nos enseñe crecer en el amor a Jesús, queremos tener presente a todos los catequistas, a los responsables de comunidades, asociaciones y grupos, a los integrantes de consejos, a los misioneros y misioneras, y, en fin, a todos aquellos que de alguna manera cooperan para que Jesucristo sea más conocido, encontrado, seguido, amado, adorado, anunciado y comunicado a todos, no obstante todas las dificultades y resistencias, como nos dijo el Papa en Aparecida. En la segunda intención, donde le pedimos a María que nos enseñe el camino de la Iglesia, queremos presentarle a nuestros sacerdotes y, con ellos a todos los que sirven al altar: diáconos permanentes, acólitos, lectores, seminaristas y monaguillos, para que la gracia del Año sacerdotal, nos dé un corazón “puro, humilde y prudente”, conforme rezamos en la oración a la Virgen de Itatí. Puro, para que el sacerdote esté totalmente orientado hacia Dios y esté en comunión viva con él; humilde, para que esté cerca y escuche a la gente; prudente, para que sea un hombre que siempre busque la verdad, sea razonable, justo y, sobre todo, misericordioso con todos.
Ante la Cruz de Jesús y el tierno amor de su Madre, queremos renovar nuestro anhelo de ser santos, porque esa es la voluntad de Dios, nuestra santificación (cf. 1Tes 4,3). El Jubileo es un tiempo extraordinario para que nuestra Iglesia arquidiocesana sea más santa y crezca no por proselitismo, sino por ‘atracción’: como Cristo ‘atrae todo a sí’ con la fuerza de su amor”. La Iglesia “atrae” cuando vive en comunión, pues los discípulos de Jesús serán reconocidos si se aman los unos a los otros como Él nos amó (cf. Rm 12, 4-13; Jn 13, 34), nos dijo el Santo Padre en Aparecida. La felicidad que buscamos la vamos a encontrar en la medida en que dejemos que el Espíritu Santo nos lleve por el camino de la santidad. La persona, que deja actuar al Espíritu Santo en su vida, mientras ama cumplir la voluntad de Dios y se esfuerza por ser un buen ciudadano, con su testimonio coherente promueve, aun en la sociedad terrena, un nivel de vida más humano (LG 40). El amor a Dios no se puede separar de los compromisos que tenemos en nuestra vida privada y de las obligaciones civiles que tenemos como ciudadanos.
Al acercarnos al altar y preparar el sacrificio de toda la Iglesia, recordemos la invitación que María dirigió a los servidores en las Bodas de Caná: Hagan lo que él les diga. Hoy, con ojos de misericordia, esa invitación la dirige a nosotros. Como buenos servidores, presentemos junto al pan y al vino, la vida de nuestra Iglesia y, en particular, el acontecimiento del Centenario, para que el Espíritu Santo nos convierta en ofrenda agradable a Dios Padre. Así sea.
Mons. Andrés Stanovnik
Arzobispo de Corrientes

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