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MONS. ANDRES STANOVNIK

Homilía en la Misa de la Vigilia de Pentecostés

Corrientes, 4 de junio de 2022

La vigilia nos pone en tensión hacia algo importante que está por llegar, algo que nos mantiene despiertos, atentos y a la espera. Una vigilia está orientada hacia el amanecer, por eso está cargada de esperanza, de vida. Precisamente eso significa la palabra vigilia. De ella se derivan palabras como vigilar, vigilancia, vela, velar, etc. La vigilia se convierte así en una espera atenta a un nuevo nacimiento, vida nueva, vida en el Espíritu, Espíritu de Amor, que vive para siempre. “En el bautismo volvimos a nacer y fuimos renovados por el Espíritu Santo que Dios derramó sobre nosotros por Cristo Jesús, nuestro Salvador”, nos recuerda San Pablo en la carta que le escribió a su discípulo Tito (cf. Tt 3,6).

En el origen, la palabra vigilia se relacionaba con vigor, vitalidad. Podríamos decir que los seres humanos somos existencias en permanente vigilia, creados para un amanecer que esperamos ansiosos. ¿Acaso no nos cuesta conciliar el sueño cuando esperamos algo muy importante, como si nuestra misma naturaleza se resistiera a quedarse dormida y perderse así lo que está por venir? También en esto nos parecemos a Dios, a cuya semejanza fuimos creados, un Dios que es un permanente amanecer, vida plena, felicidad sin límites, en una palabra: Amor. Vayamos ahora a la Palabra de Dios, que es siempre luz en el camino de nuestra vida, nos anima y llena de esperanza.

Así lo escuchamos esta noche en la profecía de Joel (cf. Jl 3,1-5) en la primera lectura. Ubiquemos rápidamente el contexto histórico de ese profeta. Nos encontramos unos cinco siglos antes de Cristo. Israel, el pueblo elegido, estaba en ruinas y destrucción producidas por pueblos invasores. La situación era desesperada. En medio de la angustia, se escucha la palabra del profeta Joel que anuncia un tiempo de profunda renovación para los que permanecerán fieles a Dios: “Así habla el Señor: Yo derramaré mi espíritu sobre todos los hombres (…) Todo el que invoque el nombre del Señor se salvará”. Imaginemos cuánto alivio y esperanza habrá sido esa palabra del profeta para un pueblo que ya no esperaba sino su definitiva desaparición. Dios siempre está cerca, y mucho más cuando estamos atravesando tiempos difíciles.

En el Evangelio (cf. Jn 7,37-39) de hoy vemos a Jesús presente en el último día de una fiesta importante. Se pone de pie y exclama: “El que tenga sed venga a mí; y beba el que cree en mí. De sus entrañas brotarán manantiales de agua viva”. Y enseguida el evangelista aclara que Jesús se refería al Espíritu Santo que debían recibir los que creyeran en él. La fiesta en la que se encontraba Jesús era la fiesta llamada de los Tabernáculos, de las Chozas o de la Cosecha. Era la fiesta más importante de los judíos en el tiempo de Jesús. Era la fiesta de la alegría, porque daban gracias a Dios por la cosecha de la que dependía la vida de la gente. Pentecostés es también hoy para nosotros la fiesta de la alegría por el don del Espíritu Santo que se derrama en los corazones de sus fieles, los llena de gozo, de paz, y los fortalece con nuevo vigor para caminar juntos y anunciar la Buena Noticia de Jesús.

El Espíritu Santo es el amor de Dios que actúa en la historia. Las señales de su presencia se distinguen allí donde reina el amor, la justicia y la paz. Y no tiene lugar donde hace estragos el odio, la injusticia y la guerra. La actuación viva del Espíritu Santo la podemos celebrar en tantos hermanos y hermanas que dedican su tiempo a colaborar en la comunidad, sin hacer ruido y sin juzgar a nadie, siempre alegres y dispuestos a dar una mano donde se necesita; estos se encuentran tanto en las iglesias y capillas, como en los barrios, las instituciones civiles, en los centros de salud y en los establecimientos educacionales. Las podemos encontrar en los barrios más humildes, como también en lugares económicamente más acomodados. Son personas accesibles, amigables en el trato con todos, irradian paz y da gusto tratar con ellas.

En cambio, las consecuencias más crueles de la ausencia del Espíritu Santo la podemos lamentar en el permanente enfrentamiento que vivimos los argentinos y que, inevitablemente causa un aumento constante de personas y familias que sufren porque no les alcanza para vivir dignamente. La división, que surge del enfrentamiento y éste, de permanecer, lo agrava, agranda la brecha en la que siempre pierden los más débiles. En una familia o en cualquier grupo humano, en la que los miembros están en permanente conflicto, son los más frágiles que más padecen las consecuencias de ese constante enfrentamiento. Así sucede en todos los niveles de convivencia social. El mal actúa engañando muy sutilmente, haciendo creer que la culpa de los males está siempre en el sector que consideramos opuesto al propio. Por el contrario, la acción del Espíritu Santo tiende siempre a unir sin descartar a nadie, tarea que no es nada fácil, pero la única que puede salvarnos de no caer en la ruina del despotismo inhumano o de la degradación humana que provoca el sometimiento.

Pidamos diariamente y en todo momento que el Espíritu Santo se derrame en nuestros corazones. Permanezcamos despiertos y atentos a sus inspiraciones. Solo con Él es posible caminar en comunión y misión, como dice el lema de nuestra fiesta de Pentecostés. Y san Pablo, en la carta a los cristianos de Roma (cf. 8,22-27), nos asegura que el mismo Espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad e intercede con gemidos inefables. Dejemos, entonces, que el Espíritu Santo vaya ampliando el lugar en nuestro interior para iluminarlo y limpiarlo de todo aquello que nos impide caminar juntos, nos dé sabiduría para incluir, escuchar e integrar a todos. Y que la llena del Espíritu Santo, nuestra Tierna Madre de Itatí, nos tome de su mano, nos cuide de los peligros que hay en el camino, y nos conduzca a todos al gozoso encuentro con Dios en su reino de amor y de paz. Así sea.

 

†Andrés Stanovnik OFMCap

Arzobispo de Corrientes


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