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Corrientes, 3 de mayo de 2024
Los invito a renovar juntos nuestra mirada y nuestro corazón frente a la Cruz de los Milagros. Ese signo, que se plantó en nuestras orillas hace más de cuatro siglos, es una profunda y luminosa señal para continuar descubriendo quiénes somos y qué tenemos que hacer. Para comprender la verdadera dimensión de este signo, es indispensable que miremos al que clavaron en la cruz: Jesús de Nazaret. El valioso madero que conservamos celosamente adquiere significado solamente en cuanto representa el signo sobre el cual Jesús, el Hijo de Dios, entregó su vida por amor a la humanidad y a toda la creación. Despojado del crucificado, el madero no representa más que un despreciable signo de tortura. En cambio, revestido de amor de Dios entregado hasta el extremo, se convierte en un verdadero camino de encuentro para todos.
Esa cruz es para nosotros memoria, presente y futuro. No solo memoria que nos retrotrae a los orígenes de nuestra existencia como pueblo con vocación e identidad propias. Sino también como presente, porque hoy somos lo que hemos heredado, no para repetir el pasado sino para ir transformándolo creativamente y haciéndolo cada vez más verdadero, bueno y bello. El futuro es cautivante cuando tiene raíces en el pasado y desde ellas forjarse en el presente, solo así es historia verdadera que abre esperanzas de humanidad y de fraternidad abierta y acogedora para todos. Este madero es una escuela permanente donde aprendemos a humanizar nuestras relaciones con Dios y con los demás en la Casa Común que habitamos.
Contemplemos, entonces, a Jesús crucificado y tratemos de comprender qué hay en su mirada y qué siente por el ser humano. Él sube voluntariamente a la cruz y carga sobre sí toda la basura y la perversión de la que somos capaces los hombres. Sin embargo, no condena a nadie, sino que aún ve que hay algo bueno para rescatar y redimir, como lo acabamos de escuchar en el Evangelio: “Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él” (Jn 13,17). Esa es la mirada y el corazón que Dios tiene sobre la humanidad: lo primero que ve en nosotros es algo bueno y por eso sigue apostando amorosa y pacientemente por la humanidad que salió de sus manos. Esa es también la mirada y el corazón que debe tener el cristiano sobre sí mismo y sobre los demás. Apliquemos esto a los vínculos que tenemos en la familia y en la sociedad, y agradezcamos de corazón la valiosísima herencia que hemos recibido en el signo de la Cruz de los Milagros.
Necesitamos volver a mirar la cruz, detener en ella nuestra mirada, a abrir el corazón, y dejar que el Crucificado nos interpele. “¿Por qué la Cruz?, se preguntó el papa Francisco al inicio de su pontificado haciendo referencia a una reflexión del papa Benedicto XVI, quien respondía a así a esa pregunta: porque Jesús toma sobre sí el mal, la suciedad, el pecado del mundo, también el nuestro, el de todos nosotros, y lo lava, lo lava con su sangre, con la misericordia, con el amor de Dios.
Pero miremos a nuestro alrededor, añade el Santo Padre: ¡cuántas heridas inflige el mal a la humanidad! Guerras, violencias, conflictos económicos que se abaten sobre los más débiles, la sed de dinero, que luego nadie puede llevarse consigo, debe dejarlo. Amor al dinero, al poder, la corrupción, las divisiones, los crímenes contra la vida humana y contra la creación. Y también -cada uno de nosotros lo sabe y lo conoce- nuestros pecados personales: las faltas de amor y de respeto a Dios, al prójimo y al lugar que habitamos. Y Jesús en la cruz siente todo el peso del mal, y con la fuerza del amor de Dios lo vence, lo derrota en su resurrección. Este es el enorme regalo que Jesús nos hace: poder abrazar la cruz con amor, que jamás conduce a la tristeza, sino a la alegría de ser salvados.
Nadie se salva solo y tampoco la humanidad se salva por sus propios medios, por más que estemos encantados con los maravillosos avances tecnológicos, que despiertan nuevas fantasías de que el hombre puede prolongar su vida hasta el infinito. El ser humano se salva por un encuentro, porque también de un encuentro obtiene el don de la vida y así lo capacita para abrirse a la trascendencia. Y esa transcendencia no es un sumergirse en la nada o en una especie de océano de paz y plenitud total. La trascendencia para el cristiano tiene rostro, es palabra, es Jesucristo, Dios que nos abraza y nos capacita para caminar juntos.
No le tengamos miedo, digámosle: “Señor, enséñanos a orar”, como reza el lema que iluminó esta novena y fiesta patronal. Jesús mismo nos anima a confiar y a dejarnos abrazar por Él. Pongámonos confiadamente en los brazos de nuestra Tierna Madre de Itatí, ella nos hace amigable la cruz de su Hijo, con la cual es posible continuar construyendo espacios de encuentro, de paz y de fraternidad, y abriendo un futuro de esperanza para todos. Amén.
+Andrés Stanovnik OFMCap
Arzobispo de Corrientes
NOTA: A la derecha de la página, en Archivos, el texto como 24-05-03 Homilía fiesta de la Cruz de los Milagros, en formato de PDF.