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Homilía para el Miércoles de Ceniza

Iglesia Catedral, 26 de febrero de 2020

Con el Miércoles de Ceniza iniciamos el tiempo cuaresmal durante el cual nos preparamos para celebrar la Pascua. La ceniza que se nos impone en la frente es una señal que nos indica cómo debemos prepararnos a la fiesta de la Pascua de Resurrección. Nos cubrimos de ceniza, por así decir, para tomar conciencia de que lo único que verdaderamente importa especialmente en este tiempo, y en la vida toda entera, que no debemos perder de vista hacia dónde peregrinamos: caminamos hacia el encuentro de Jesucristo resucitado. Más aún, recordamos que no estamos peregrinando hacia un lugar desconocido, todo lo contrario, caminamos como bautizados, movidos por el amor de Dios y hacia el encuentro con él. Podríamos decir que partimos de una experiencia que nos ha movilizado tanto que deseamos ir más a fondo en ella.

¿Cuál es esa experiencia? Es la experiencia del Amor de Dios que ha sido derramado en nuestros corazones (cf Rm 5,5), y por eso nos sentimos amados por él, perdonados y abrazados de nuevo. Ese amor es tan fuerte y hermoso que deseamos profundizar más en él. La cuaresma es una oportunidad que nos brinda la Iglesia para que, durante cuarenta días, purifiquemos nuestra vida de todo aquello que nos fue alejando de Dios y de los hermanos, y volvamos a Él de todo corazón, como lo hemos escuchado hoy en la primera lectura del profeta Joel: “Vuelvan a mí de todo corazón…, vuelvan al Señor, su Dios, porque él es bondadoso y compasivo, lento para la ira y rico en amor” (cf. Jl 2,12-13).

Entonces, al colocarnos en la fila para recibir la ceniza en la frente, vamos como hombres y mujeres que desean renovar su fe y su confianza en la bondad y el perdón de Dios. Y, a la vez, están dispuestos a arrepentirse de corazón por haberse apartado de él, como nos sugiere el profeta Joel: “Desgarren su corazón y no sus vestiduras”. El pecado no debe alejarnos aún más de Dios sino todo lo contrario, la memoria de un Dios bondadoso y compasivo, nos atraerá de nuevo hacia él con la única condición de desearlo y reconocer humildemente nuestras faltas. Si lo hacemos de esa manera, tengamos la certeza de que recibiremos inmediatamente el perdón y el abrazo misericordioso de nuestro Dios.

“Déjense reconciliar por Dios”, les dice san Pablo a los cristianos de la comunidad de Corinto, como lo acabamos de escuchar en la segunda lectura (2Cor 5,20ꟷ6,2). “Déjense”, no se resistan, no endurezcan el corazón, son palabras que muestran a un Dios deseoso de llevar él mismo a cabo la tarea de reconciliarnos con él. A nosotros se nos pide que lo dejemos actuar, que no pongamos obstáculos a su obra, y que no descuidemos la oportunidad que se nos brinda hoy, “Porque él nos dice en la Escritura: «En el momento favorable te escuché, y en el día de la salvación te socorrí». Este es el tiempo favorable, éste es el día de la salvación”.

¿Qué tenemos que hacer para aprovechar bien este tiempo favorable? Sigamos las recomendaciones que nos hace Jesús en el evangelio de hoy, resumidas en tres palabras: limosna, oración y ayuno. Pero, atención: la motivación por la cual nos disponemos a compartir más generosamente, estamos decididos a orar más, y resueltos disciplinar nuestro cuerpo, no es para que los demás nos vean, tampoco para satisfacer nuestro espíritu, o para buscar alguna recompensa. El motivo que nos mueve para practicar la limosna, la oración y el ayuno, es el mismo que motivó a Jesús, y que a su vez nos recomienda como práctica para vivir mejor y ayudar a que también otros puedan hacerlo: Jesús lo hacía por amor a su Padre y ese amor se hacía visible mediante la entrega generosa de su vida a los hermanos; se expresaba en el tiempo prolongado de oración y diálogo íntimo con Dios, su Padre; y con el ayuno, para que ninguna inclinación desordenada y posesiva de personas y cosas, perturbara su vínculo con Dios, con los otros y con el mundo material.

El llamado de volver a Dios y dejarnos reconciliar con él nos da esa fuerza interior que necesitamos para perseverar en el bien, a pesar de las contrariedades de la vida. El papa Francisco, en la carta sobre la santidad, nos recuerda que, “esa solidez interior que se apoya en Dios también puede ser fiel frente a los hermanos, no los abandona en los malos momentos, no se deja llevar por su ansiedad y se mantiene al lado de los demás aun cuando eso no le brinde satisfacciones inmediatas”. Seamos más pacientes y mansos en nuestra vida cotidiana: en el matrimonio y la familia, con los parientes y vecinos; en nuestras comunidades parroquiales, movimientos e instituciones de Iglesia; en la vida pública y en el ejercicio de la política. La mansedumbre evangélica no está reñida con la justicia, ni se rinde ante la corrupción sea del signo que fuere. La verdadera mansedumbre se la distingue por la paciencia y la constancia en hacer el bien siempre.

Que la ceniza que recibiremos en nuestra frente nos ayude a tomar conciencia, ante todo, de que Dios nos ama apasionadamente, y que si nosotros amamos a Dios es porque él nos amó primero (cf. 1Jn 4,19); esa experiencia de sentirnos amados nos dará la disponibilidad para “dejarnos reconciliar por Dios”, porque no lo podemos hacer apoyándonos solo en nuestra propia fuerza. Encomendemos a María, tierna Madre de Dios y Madre nuestra, el camino de conversión que hoy iniciamos, para prepararnos a vivir con profunda alegría la Pascua de Resurrección.

 

†Andrés Stanovnik OFMCap

Arzobispo de Corrientes