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Homilía en la Misa de inicio del Año pastoral en la Arquidiócesis

Itatí, 1 de marzo de 2020

Hemos venido desde diversas comunidades de nuestra Iglesia particular, como lo venimos haciendo en los últimos años, para iniciar el Año pastoral junto a nuestra tierna Madre de Itatí. Este año conmemoramos cuarenta años de la elevación de la casa de nuestra Madre a basílica menor por nuestro querido papa san Juan Pablo II, quien en el decreto dijo que “abrigaba la firme esperanza de que el nuevo honor tributado a la Santísima Virgen María acreciente en los corazones el amor y la gratitud hacia la madre de Dios”. A ella nos encomendamos, con ella nos sentimos seguros, y en ella ponemos nuestra esperanza, para ser “servidores de la esperanza”, como reza el lema que eligieron para esta jornada. Y lo hacemos junto a todos los peregrinos y devotos que han venido de otros lugares y que ahora participan con nosotros en esta Eucaristía, y a quienes les damos la más cálida bienvenida.

El pasado 8 de diciembre estuvimos aquí para dar inicio oficial al Año Mariano Nacional, oportunidad extraordinaria que nos brinda la Iglesia para acercarnos más a Dios y aprender, mirando a María y confiados en su auxilio, a darle el lugar central que le corresponde a su Hijo Jesús en nuestra vida personal, familiar y comunitaria. El primer Domingo de Cuaresma, que corresponde a este día, nos estimula aún más a enderezar resueltamente aquello que está torcido y que no corresponde a nuestra condición de hombres y mujeres cristianos. Y como no podemos poner en orden nuestra vida sin la ayuda de María, a ella le suplicamos que nos dé un gran amor a su divino Hijo Jesús, para que él nos haga ver y sentir con qué extremada pasión espera darnos el abrazo de su misericordia y perdón.

 El primer episodio de la vida de María de Nazaret que se conoce es precisamente el de la Anunciación. Allí observamos a la Virgen abierta a la Palabra de Dios, dispuesta a escucharla, y decidida a llevarla a la práctica. Sigamos su ejemplo con la Palabra que acabamos de escuchar y tratemos de comprenderla para hacerla luego vida en lo cotidiano. La primera lectura narra la creación del hombre y el pecado de los primeros padres. ¿En qué consistió ese pecado? En transgredir el límite que Dios les había puesto: no extender la mano hacia el fruto del árbol del conocimiento del bien y del mal; con otras palabras, en la tentación de decidir sobre la propia vida sin tener en cuenta de quien la hemos recibido como don. Una vez convertidos en dueños absolutos de la propia vida, el paso siguiente es sentirse con derechos a decidir sobre la vida de los demás, entre ellos, de la vida de los que no pueden defenderse por sí mismos. A este pecado se lo llamó soberbia, y está entre los primeros pecados llamados capitales porque abre la puerta a otros vicios que deshumanizan e impiden los vínculos fraternos entre las personas y el desarrollo integral de la comunidad.  

El tiempo de Cuaresma, que hemos iniciado el miércoles pasado con la imposición de la ceniza, es una ocasión providencial para volver a Dios y para darnos cuenta de las graves consecuencias a la que nos lleva una vida de pecado. El pecado desquicia la vida entera de una persona y de la comunidad: sus vínculos con Dios, con los otros y con las cosas. Se empieza a vivir de espaldas a Dios, en conflicto permanente con los otros, y volcados desordenadamente sobre las cosas materiales. Así, el corazón humano vacío de Dios, se convierte en esclavo del dinero, del poder, y del placer, con los que pretende satisfacer su anhelo de felicidad. Cae en el mismo engaño que los primeros padres, encandilados por la maligna, pero seductora propuesta del tentador: “No morirán, Dios sabe muy bien que cuando ustedes coman de ese árbol, se les abrirán los ojos y serán como dioses, conocedores del bien y del mal” (Gen 3,5). Las consecuencias no se hicieron esperar: la primera, fue acusar a otro de la desgracia que le sucede a uno. Así lo hizo Adán acusando a su mujer y ésta a la serpiente. Rotos los vínculos, ambos quedan expulsados del paraíso, es decir, del lugar de la alianza, del diálogo, del encuentro y de la paz.

También Jesús fue tentado, tal como lo escuchamos narrado en el evangelio de hoy (cf. Mt 4,1-11). La tentación se presenta siempre atrayente y con apariencia de bien. Frente a ella, una persona irreflexiva reacciona diciéndose a sí misma: «La verdad que está bueno», y así empieza a dialogar con el tentador, en una relación asimétrica, es decir, sola y ya debilitada, frente al que se presenta como el fuerte. Jesús nos enseña cómo se supera esa voz mentirosa y nos revela quién es en verdad el que tiene más poder. Veamos cómo actúa Jesús frente a la tentación. Ante todo, no discute las propuestas que le hace el tentador, sino que le responde inmediatamente con la Palabra de Dios. A la primera tentación, Jesús responde: «El hombre no vive solamente de pan, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios»; a la segunda: «También está escrito: “No tentarás al Señor tu Dios”»; y a la tercera: “Retírate, Satanás, porque está escrito: «Adorarás al Señor, tu Dios, y a él solo redirás culto»”. Jesús nos enseña a no dialogar con el padre de la mentira, sino a vencerlo con el poder de la Palabra.

El Año Mariano nos coloca delante de María, Madre del Pueblo, esperanza nuestra. Jesús nos dejó a su Madre como Madre nuestra junto a la cruz. A propósito, el papa Francisco, al final de su carta programática, escribe: “Jesús nos dejaba a su madre como madre nuestra (…) Al pie de la cruz, en la hora suprema de la nueva creación, Cristo nos lleva a María. Él nos lleva a ella, porque no quiere que caminemos sin una madre, y el pueblo lee en esa imagen materna todos los misterios del Evangelio” (EG. 285). Y así, de la mano de ella, vamos seguros al encuentro de su Hijo. Santa María, Madre de Dios, Madre nuestra, enséñanos a creer, esperar y amar contigo.

Les propongo que durante este año nos dejemos guiar por ella y nos ayudemos entre todos a hacerlo realidad en la predicación, en la catequesis, en las novenas patronales, en las reuniones de los diversos consejos parroquiales y diocesanos, en la reflexión y oración de los grupos de jóvenes, en los movimientos e instituciones, en las misiones, en las visitas casa por casa; y, en toda la vida pastoral de nuestras comunidades, tengamos presente las cuatro actitudes que, según el santo papa Pablo VI, distinguieron a María: Virgen Oyente, Virgen Orante, Virgen Madre, y Virgen Oferente (cf. Marialis cultus 17-20). La Virgen es oyente porque ora; la Virgen es orante porque escucha; la Virgen es Madre porque engendra y ofrece; en esas cuatro actitudes de María tenemos un hermoso y profundo itinerario espiritual, a través del cual podemos aprender con ella a ser buenas personas, mejores discípulos de Jesús, y misioneros más audaces del Evangelio en los ambientes en los cuales nos movemos diariamente.

En este santo tiempo de Cuaresma y acompañados de nuestra Madre, seamos oyentes atentos de la Palabra de Dios y dediquemos más tiempo a la oración y a las buenas obras. Entre esas obras, hagamos todo lo posible por acortar distancias y creando lazos de amistad, ejercitándonos en la paciencia, perdonando las ofensas y rechazando cualquier sentimiento de rencor o de venganza. Seamos más generosos con los pobres, los afligidos y los que están solos. En tus manos, tierna Madre de Itatí, nos confiamos como peregrinos de este año pastoral que hemos iniciado; y, junto con las demás comunidades diocesanas diseminadas por el país, en este año dedicado especialmente a tu presencia entre nosotros, deseamos conocerte y quererte más, para que contigo aprendamos a ser servidores de la esperanza en todas partes, con todos, y siempre.

†Andrés Stanovnik OFMCap

Arzobispo de Corrientes