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Homilía en la Solemnidad de San José, esposo de la Virgen María

Saladas, 19 de marzo de 2020

No sé si los saladeños recuerdan que alguna vez se haya suspendido la celebración pública de la solemnidad en honor de San José. Sin embargo, hoy nos toca vivir circunstancias inéditas, que nos impiden concentrarnos para festejar juntos a nuestro patrono. Tampoco José, el esposo de la Virgen María, se había imaginado que debería tomar tan pronto a María y al Niño, y huir a Egipto para salvar su vida y la de su familia. Como nosotros hoy, para cuidarnos y cuidar a los otros, debemos acatar religiosamente las indicaciones que nos vienen de las autoridades civiles y religiosas, aun cuando ello suponga suspender actividades que son tan propias nuestras y que las sentimos como una parte fundamental e identitaria de la cultura religiosa de nuestro pueblo.

San José nos enseña muchas cosas importantes para los tiempos de crisis. De nuestro santo podemos aprender tres cosas fundamentales para la vida: escuchar, obedecer y actuar. Pero vayamos, como seguramente lo hizo José con frecuencia, a la palabra de Dios en la lectura del segundo libro de Samuel. Allí se nos narra la promesa, que recibió el profeta Natán de parte de Dios, en la que se le promete un reino que duraría eternamente y su trono sería estable para siempre (cf. II Sam 7,4-5a. 12-14a. 16). Para nosotros, la promesa cumplida es Jesucristo: en él alcanza la plenitud nuestro ansiado anhelo de vida y de felicidad. Hoy, en medio de esta crisis, necesitamos escuchar de nuevo que Dios no nos abandona, que nos ama y exhorta a no apartarnos de sus mandamientos, que son espíritu y vida.

También San Pablo, en la segunda lectura de hoy, recuerda la promesa que Dios le hizo a Abraham y a su posteridad, aclarando que esa herencia se recibe por la fe, no por la ley, es decir, esa herencia no la fabricamos nosotros, no es el resultado de alguna construcción humana, sino que la recibimos como don de Dios. Nos equivocamos si pretendemos construir nuestra vida al margen de Dios, es decir, lejos del amor que él desea infundir en nuestros corazones. Hoy nos brinda una nueva oportunidad para dirigir nuestra mirada hacia él y renovar nuestra fe y nuestra esperanza.

En el texto del Evangelio escuchamos cuál fue el origen de Jesucristo y qué misión les cupo a María y a José en ello. Es conmovedor, profundo y sumamente sobrio el relato sobre la actitud que tomó José al conocer el embarazo de su prometida. Y al mismo tiempo, impactan las palabras sencillas y transparentes para describir lo que sucedió en María: “concibió un hijo por obra del Espíritu Santo”. No se describen fenómenos extraños y espectaculares en torno a esa concepción. Simplemente se afirma que es obra del Espíritu Santo. Y en seguida se pasa a la conducta noble, respetuosa y justa de José, quién, también advertido de que se trata de una obra de Dios, sencillamente “hizo lo que el Ángel le había ordenado”. Ambos, María y José, se destacan por su capacidad de escuchar, obedecer y actuar. Que esa actitud inspire también hoy nuestro compromiso de ser mejores cristianos.

Hoy, tanto en nuestras comunidades como en la sociedad civil, necesitamos redescubrir el valor imprescindible de esas tres actitudes si queremos sobrevivir dignamente como familia humana. Escuchar, como sabemos, no es simplemente oír, sino que es poner atención a la palabra que me llega de la otra persona. Escuchar supone, entonces, la capacidad de colocarse en el lugar del otro y hacer el esfuerzo por comprenderlo en lo que me desea comunicar. La persona que realmente escucha, también acoge, es decir, recibe, ante todo, al otro como persona, que siempre es mucho más de lo que él pretende decir. Así es posible establecer una verdadera comunicación entre personas. Entre ellas se establece un vínculo de obediencia, que nada tiene que ver con la obsecuencia o sumisión. Obedecer, en el sentido genuino de la palabra, es precisamente la capacidad de escuchar y comprender al otro, y establecer lazos de amistad para poder desarrollar una convivencia fundada en el diálogo constante, en el respeto y aprecio por las diferencias, y en el cuidado conjunto por el lugar que habitamos.

San José, el esposo de María, escucha, confía y obedece la palabra recibida, y obra inmediatamente, aun cuando esa palabra no coincide con sus expectativas personales, pero como intuye que es un bien para María, no duda en comprometerse a cuidar tanto de ella como del hijo que lleva en sus entrañas. Hoy necesitamos mirar a José y a María cuidando y defendiendo la vida concebida en circunstancias poco comprensibles para ambos, sin embargo, los dos la reconocen como don de Dios y ponen todo de su parte para que nada ni nadie la dañe o menoscabe. En el momento que nos toca vivir debemos cumplir las normas que se establecen para protegernos y proteger a nuestros familiares, amigos y vecinos.

Una cultura cada vez menos sensible a la vida del otro y desordenadamente preocupada por satisfacer el placer inmediato, busca por todos los medios suprimir cualquier obstáculo que se interponga para poder lograr una realización individual que no suponga compromisos con otras personas. Poco importa que ese obstáculo sea un niño apenas concebido o a pocos días de nacer, o los hijos que padecen esas rupturas familiares que se podrían superar con algo más de diálogo, de escucha, de paciencia y de perdón. El aumento de la violencia social que venimos observando desde ya varias décadas tiene, ciertamente, diversos factores que la provocan y favorecen, pero la causa primera es el deterioro de los vínculos familiares, que es el ambiente natural donde las personas aprendemos a relacionarnos con los demás, a amar y ser amados, a ser tolerantes, a compartir, a perdonarse y a soñar juntos. Ese espacio familiar es insustituible y debería ser mucho más cuidado, sostenido y acompañado por políticas públicas aplicadas a la pareja humana y a la familia, conformada por un varón y una mujer, abiertos a la vida, experiencia ampliamente mayoritaria en toda la comunidad humana, y una atesorada herencia de la cultura correntina, que se distinguió por amar y valorar la familia, a sus propios hijos y cuando fuera necesario se hacía cargo de los hijos de sus parientes y aún de extraños, con un fuerte arraigo a su tierra y amando el lugar que habita.

Celebrar a nuestro santo Patrono, que es además Patrono universal de la Iglesia y celoso guardián de la vida de Jesús y de la vida de María su esposa, nos ayude a cuidarnos unos a otros, empezando por los esposos y en la familia, y siguiendo luego en los diversos ámbitos de nuestra convivencia social. En particular hoy se nos pide una responsabilidad social que tenga en cuenta al otro y a la comunidad para detener tanto el dengue, como al coronavirus.

Propongámonos en este tiempo de Cuaresma a hablar menos y escuchar más; a dedicar más tiempo al encuentro con el Señor en la oración y la lectura de la Palabra de Dios; a atender más generosamente a las necesidades de los que menos tienen; y a cumplir con las prohibiciones y recomendaciones que nos vienen, sea de las autoridades civiles, sea de las eclesiales, para detener el contagio de la enfermedad, inspirándonos en San José, esposo de María, que de inmediato “hizo lo que el Ángel le había ordenado”.

†Andrés Stanovnik OFMCap
Arzobispo de Corrientes



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