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Homilía en la Misa de la solemnidad de la Inmaculada Concepción y clausura del XXIV Encuentro del Pueblo de Dios

Corrientes, 8 de diciembre de 2020

Llenos de gratitud y de gozo nos reunimos hoy para celebrar la Eucaristía, porque solo en ella sentimos colmado nuestro deseo de agradecer a Dios tantos beneficios que nos trae esta jornada del 8 de diciembre. Por Jesús, que vino a nosotros en la Pura y Limpia Concepción, y acompañados por Ella, nuestra acción de gracias alcanza su plenitud. A pesar de las restricciones que nos impuso la pandemia y gracias a los medios de comunicación y redes sociales, podemos encontrarnos virtualmente y así disminuir, aunque sea un poco, el efecto devastador que provoca la pandemia.

El motivo diocesano que nos convoca en torno a la Mesa del Altar, es la celebración del XXIV Encuentro del Pueblo de Dios, para el cual nos estuvimos preparando durante varios meses con reuniones, reflexión y oración en las comunidades parroquiales y en diversas áreas pastorales. En realidad, el lugar que habíamos elegido antes de la pandemia para este Encuentro fue la localidad de Concepción, porque allí coincide hoy el Bicentenario patronal, en conmemoración del primer bautismo que se había registrado allí y, simultáneamente, ese registro es el documento más antiguo que testimonia el nombre de la Pura y Limpia Concepción, de la que el pueblo tomó su nombre: Concepción del Yaguareté Corá. A ese, nuestro querido pueblo, nos unimos desde la Catedral, dado que aquí contamos con mayores posibilidades de conectividad para poder llegar a tantas hermanas y hermanos peregrinos y devotos de la Virgen, que nos acompañan virtualmente.

A eso se suma la clausura del Año Mariano Nacional que se realiza hoy desde Catamarca, con el lema que acompañó las actividades de este año: María, Madre del Pueblo, esperanza nuestra que, a su vez, inspiró el camino de preparación de nuestro Encuentro del Pueblo de Dios. Y, con toda la Iglesia celebramos hoy, 8 de diciembre, una fecha que despierta sentimientos de amor muy hondos a la Inmaculada Concepción y nos hace vibrar en comunión con la Iglesia en el mundo entero. Y para los viejos y no tan viejos, hoy es también un aniversario más de la primera comunión, que nos trae tan lindos recuerdos de aquel primer encuentro con Jesús en la Eucaristía.

Antes de retomar la Palabra de Dios que acabamos de proclamar, hagamos memoria del lema que nos acompañó en nuestra reflexión, oración e intercambios durante la preparación al Encuentro del Pueblo de Dios. Inspirados en el Año Mariano y movidos por nuestro amor a la Virgen de Itatí, elegimos este lema: María, Pura y Limpia, ilumina nuestra esperanza. Y así, en medio de algunos obstáculos que nos impuso la pandemia, pero con la ayuda y la creatividad de los jóvenes nos fuimos preparando durante varios meses con momentos fuertes de oración y adoración; hemos meditado y compartido los temas que nos ayudaron a comprender mejor porqué María es la pura y limpia por excelencia; y, finalmente, esta mañana, mediante las posibilidades que nos da la tecnología, hemos compartido nuestras conclusiones.

La Palabra de Dios es un foco de luz muy potente sobre nuestra vida y sobre la historia de la humanidad. La primera lectura del libro del Génesis (cf. 3,9-15.20) y el texto del Evangelio (cf. Lc 1,26-38) nos coloca ante un fuerte contraste: en el Génesis se nos presenta a Adán y Eva decididos a vivir de espaldas a Dios y preferir hacer su propia voluntad; y la lectura del Evangelio, María, aún sin comprender la propuesta del Ángel, se dispone plenamente a vivir de acuerdo con lo que Dios quiere: “Yo soy la servidora del Señor, que se haga en mí según tu Palabra” (Lc 1,38). La historia de los hombres y de cada persona es, por una parte, un permanente combate entre vivir como si Dios no existiera, haciendo de todo para hacerlo desaparecer, o si no, al menos, privatizarlo para que su presencia no moleste en la vida pública; y por otra parte, felizmente comprobamos también con mucho consuelo y alegría el testimonio sereno, gozoso y valiente de muchos niños, jóvenes y adultos que desean hacer lo que Dios quiere y viven en su presencia, lo celebran en las fiestas, y le suplican que no nos deje solos, que nos acompañe como peregrino hasta el final de nuestra vida y nos lleve luego al encuentro con Él.

También nosotros nos encontramos permanentemente en esa encrucijada de caminos: hacer lo que Dios quiere y vivir en amistad con Él; o vivir prescindiendo de Dios, sin importar si lo que vivo y cómo lo vivo está de acuerdo con lo que Dios, al crearme, ha soñado de mi vida. Renovemos hoy nuestra fe, unidos a los sentimientos de gratitud que escuchamos en la Carta de san Pablo a los cristianos de Éfeso: “Bendito sea Dios, el Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en Cristo con toda clase de bienes espirituales en el cielo, y nos ha elegido en Él, antes de la creación del mundo, par que fuéramos santos e irreprochables en su presencia, por el amor” (Ef 1,3-4).

La vida nueva, que recibimos en el bautismo, es una vida pura y limpia, esa María experimentó en su total pureza y transparencia. A Ella le cabe plenamente la bienaventuranza de Jesús: “Felices los que tiene el corazón puro, porque verán a Dios” (Mt 5,8). Y añadimos: lo verán hoy y luego lo contemplarán plenamente en el cielo. El que tiene un corazón puro ve a Dios, lo descubre en el prójimo, en la familia, en la comunidad. Por eso, renovar hoy nuestro bautismo es comprometerse a trabajar por la unidad, en la que caben todos sin excepción, con audacia misionera y deseosos de que todos experimenten el gozo de pertenecer a la familia de los hijos de Dios.

Al contemplar hoy a María Pura y Limpia, sintamos también que en su corazón de Madre late el intenso deseo de acercarnos a su Hijo Jesús. Ella no tiene otro interés que el de engendrarnos como hijos e hijas que se reconozcan hermanos y hermanas de Jesús y con Él hijos de Dios Padre. Por eso con razón la llamamos Madre del Pueblo, de un pueblo de hijos y de hermanos, donde nadie quede marginado o fuera de su abrazo maternal. Y ese es también su programa como madre educadora: que sus hijos, como ella, cultiven una gran docilidad a la palabra de Dios, y trabajen sin desfallecer en crear lazos de amistad con todos, cuidando siempre a los más débiles y atentos a los que están más alejados de Dios.

Qué bendición son los altares familiares, en los que tenemos entronizada la imagen de nuestra Tierna Madre de Itatí, porque nos recuerdan que la vida sin Ella pierde brillo y la esperanza queda huérfana de horizonte. En cambio, si le hacemos un lugar destacado en nuestra vida y en la vida de nuestras familias, su presencia alimenta y sostiene nuestra esperanza. Con ella aprendemos a escuchar y orar; a acoger al otro y a ponernos a su servicio; y a mirar todo desde Dios, como lo hizo Ella, anhelando siempre cumplir su voluntad. Así, en María, la esperanza se hace comunidad y misión. De Ella aprendemos que para caminar juntos y trabajar en unidad con todos, es necesario dejar que el Espíritu Santo nos transforme, como lo hizo con ella y los apóstoles.

Hoy queremos confesar abierta y decididamente que María es esperanza nuestra, porque en ella se cumplió la bienaventuranza de los limpios de corazón, promesa que nos asegura el cumplimiento de esos mismos anhelos que Dios ha sembrado en nuestros corazones. Por eso, e Ella le suplicamos que nos dé un corazón puro, humilde y prudente, y nos sostenga en la paciente tarea de gestar un mundo en el que nos miremos con los ojos de Jesús, nos tratemos con los sentimientos de amistad que Él desea tener con nosotros, y juntos nos cuidemos entre nosotros y el lugar que habitamos. ¡María, pura y limpia, ilumina nuestra esperanza! Amén.

Andrés Stanovnik OFMCap

Arzobispo de Corrientes