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MONS. JOSÉ ADOLFO LARREGAIN

Homilía para la Misa de la Jornada Nacional de Oración por los fallecidos a causa de la pandemia de Covid-19

23 de julio de 2021, Iglesia Catedral

Queridos hermanos y hermanas, estamos celebrando la jornada nacional de oración por los fallecidos a causa de la pandemia de Covid-19, por el eterno descanso de las víctimas, el consuelo y fortaleza de sus familiares y amigos. Especialmente tenemos presente a los que han muerto solos, sin la caricia y compañía de su familia, de sus seres queridos. También encomendamos en el recuerdo agradecido a los que han dado la vida por servir a los enfermos cumpliendo la altísima vocación de servicio y entrega generosa identificándolos con el Maestro que nos dice: “no hay mayor amor que dar la vida”.

Siempre es difícil la partida de seres queridos, amigos, compañeros de trabajo, vecinos, familiares. Como un espejo nos confronta con nosotros mismos: aunque muchas veces lo pensemos nunca estamos preparados hasta que no llega el momento. La fe en Cristo muerto y resucitado, por un lado, renueva nuestra esperanza y nos fortalece en esta dura situación, nos consuela en el dolor por la pérdida e infunde confianza en la misericordia de Dios. Por otro, nos invita a vivir bien el día a día, responder al presente, mirarnos hacia dentro, hacer un viaje silencioso introspectivo hacia la casa interior en la cual pueden aparecer heridas, luces, sombras, cosas pendientes, temas por resolver, que se juegan en el ejercicio cotidiano de nuestra libertad.

La muerte no es fácil de afrontar, es un momento único, requiere mucha fe. En este tiempo de pandemia, no poder acompañar a nuestros seres queridos durante la enfermedad o no tener la posibilidad de los rituales que tradicionalmente celebramos –viajar, acompañar, realizar velatorio, honras fúnebres, novena familiar, etc.-, la pérdida agudiza el dolor.

El dolor por la pérdida de un ser querido siempre requiere ser atendido y escuchado, se necesita hacer el duelo o se corre el riesgo de dejar un proceso sin cerrar. Algunas veces esta situación nos acompañará siempre y saldrá a relucir del modo menos adecuado y en el momento menos inesperado. El aislamiento, confinamiento, búsqueda de protección desarticulan nuestros vínculos. Para vivir el duelo necesitamos que otros nos acompañen, el duelo no se vive solo, la pérdida no es solo mía, sino de toda la familia, el grupo, la comunidad. Se requiere que nos abramos a los otros para compartir nuestros sentimientos, pensamientos y creencias. Estamos viviendo una educación emocional inédita, introduciendo lo espiritual en lo central de nuestras casas y familias.

Es muy importante la creatividad que se ha originado para acompañar a los dolientes generando nuevas formas y ritos que vinculen al proceso, dando la posibilidad de la despedida a los que nos dejan.  De este modo es posible expresar el afecto y dolor por su partida en un contexto de esperanza. Tener presente que ese vínculo no se pierde sino que se transforma y que en un futuro nuevamente nos volveremos a reencontrar. Sabemos que todos somos mortales y que no tenemos una morada estable, que somos peregrinos, que la vida del creyente no termina con la muerte porque nos espera la Vida eterna. La antigua frase latina: “Memento Mori: recuerda que morirás,” nos hace caer en cuenta de la importancia que tiene el vivir bien nuestro presente.

Es importante hablar de la trascendencia y del propósito de la vida para que cada mañana nos preguntemos: ¿para qué me levanto todos los días?, ¿cuál es el sentido de mi vida?, ¿qué quiero hacer con ella?, ¿cómo quiero vivir mis días?, ¿soy feliz?, ¿tengo sueños pendientes?, ¿qué lugar ocupa Dios en mi vida?. La pandemia nos da la posibilidad de dejarnos conducir a la simplicidad y profundidad de las cosas.

La reflexión sobre la muerte la encontramos en los libros sapienciales del Antiguo testamento como por ejemplo en el libro de la Sabiduría (3,1-9) en el cual dice que “las almas de los justos están en las manos de Dios, que su esperanza está colmada de inmortalidad”, significando el gozo pleno y definitivo que estamos llamados a poseer junto al Señor.

En el Nuevo testamento se nos dice: “No sabemos ni el día ni la hora” (Mt 25,13); la conclusión de la parábola del hombre rico que planeaba construir graneros más grandes que su cosecha: “insensato, esta misma noche te pediré la vida. Y lo que has preparado ¿De quién será? (Lc 12,20) nos enseña a vivir más livianos y ágiles. También “¿De qué vale al hombre ganar el mundo si pierde su alma?” (Mt 16,26) si nada de lo material nos llevaremos. La presente calamidad ha venido a recordarnos lo poco que depende del hombre proyectar y decidir su propio futuro porque nuestras vidas están en las manos de Dios.  Quizás es tiempo de hacer cambios importantes en la vida, tiempo de conversión, de amigarnos con la muerte, de no dejar conversaciones pendientes con los afectos, de mayor flexibilidad, paciencia, confianza, gratitud, gratuidad, compromiso.

El Evangelio que hemos proclamado nos recuerda cuando Jesús fue a casa de Marta y María al morir su hermano Lázaro. El retorno de Lázaro a la vida constituye un signo que Jesús es la “Resurrección y la Vida” (Jn 11,25) y lleva a unos a la fe –expresado en las palabras de Marta: “creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios” (Jn 11,27) y a otros el endurecimiento del corazón.  

La Hermana muerte invita a la apertura del corazón, es una maestra de la vida y para la vida. Siempre va dos pasos detrás de nosotros, hasta que un día nos alcanza. La hermana muerte enternece el corazón, enseña la importancia de vivir reconciliados con nosotros mismos, los hermanos, la realidad circundante y la creación; pensar en ella ayuda a tener un corazón flexible, no apegarnos a las cosas, tener presente lo que nos dice un salmo: “cuando muere no se lleva nada consigo, ni desciende con el su gloria” (Sal 49,18). Ella es una hermana mayor, bondadosa y exigente pedagoga que enseña a quedarnos con lo esencial de la vida y descubrir que sólo nos llevaremos aquello que supimos dar, entregar y hacer por los demás.

Jesús libera del miedo a la muerte cuando nos dice “Yo Soy la Resurrección y la Vida”. “La muerte segunda no les hará mal”, nos dice el Apocalipsis y repite el Seráfico Francisco de Asís finalizando el Cántico de las creaturas. Esta muerte segunda es la única que merece el nombre de muerte, porque no es un tránsito, una pascua, sino un doloroso final del camino que nos abre a la misericordia de Dios. Nuestra vida no termina aquí, no termina en el cementerio, en el cinerario o con una placa. Nuestra vida se transforma y al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo, como nos dice una bella canción: “más allá del sol yo tengo un hogar, hogar dulce hogar, más allá del sol”.

Qué bien nos hacen las palabras de san Agustín: “Nos hiciste para Ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti” (Las confesiones I.1.1). En estas palabras está la síntesis de toda su vida. Qué el Señor nos ayude a tener siempre esa mirada de fe ante todas las circunstancias de nuestra vida, especialmente en estas que estamos transitando.

Mons. José Adolfo Larregain

Obispo Auxiliar de Corrientes

 

NOTA: A la derecha de la página, en Archivos, el texto como Homilia Jornada de Oración por los difuntos, en formato de Word.