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Homilía en la fiesta de Nuestra Señora de La Merced

Corrientes, 24 de septiembre de 2021

“María, enséñanos a ser obedientes como San José”, es el lema que inspiró la reflexión, oración y compromiso durante los días de la novena, que hoy concluimos con la celebración de la Eucaristía en la fiesta de la patrona jurada de nuestra ciudad: Nuestra Señora de la Merced. Los invito a preguntarse si de veras estamos dispuestos a aprender a ser obedientes como San José, y si el verbo obedecer nos resulta lo suficientemente interesante como para dedicarle nuestro esfuerzo. Si no nos entusiasma ser obedientes, porque nos parece que obedecer es incompatible con ser libre, entonces sería muy útil preguntarnos qué entendemos por obediencia y qué por libertad.

Y al hacernos esa pregunta, no estamos fuera del contexto espiritual de esta conmemoración patronal, porque la advocación de la Merced está íntimamente vinculada a la libertad tanto en sus orígenes, como en la historia de nuestra patria y, en particular, con nuestra provincia. Empecemos por disipar un mal entendido: obedecer no es “hacer caso a la fuerza”. Esa no es la experiencia que tuvieron María y José de la obediencia. El modo de obedecer de ambos los hizo libres de sus proyectos individuales y los abrió horizontes más amplios. Obedecer, en el sentido riguroso del término es escuchar, como requisito indispensable para luego entender y discernir lo que está bien y lo que está mal, lo que conviene hacer y lo que es necesario evitar, en fin, ver por dónde va el camino verdadero.

Judit, esa extraordinaria mujer de la que hemos oído hablar en la primera lectura, canta alabanzas a Dios, y es reconocida y homenajeada por su pueblo, porque Dios salva a su pueblo con un instrumento aparentemente tan débil como es la mano femenina. Y, sin embargo, Judit pone toda su confianza en Dios y un poderoso ejército es derrotado. El mensaje es profundo: la confianza en Dios vence todos los obstáculos. Obedecer a Dios, escucharlo y seguir sus inspiraciones confiere esa fortaleza que es más fuerte que el mal y que la muerte, y que otorga vigor para perseverar en el camino del bien.

Es conmovedora la escena que relata el Evangelio de hoy. María es la mujer que está de pie junto a la cruz de su Hijo para aprender, mediante el sufrimiento, que el amor es entrega de sí y no posesión del otro; que es perdón y no odio ni venganza; que es justicia porque recupera y restaura; que apuesta a la vida siempre y jamás cataloga a los seres humanos como viables o inviables; pertenecientes a tal o cual credo, con tal o cual orientación sexual o afiliados a este o a aquel partido político. Allí está el ser humano amado por lo que es. Y ése es el amor que sana, renueva y pone de pie a la persona y a un pueblo.

En los orígenes de la advocación de Nuestra Señora de la Merced, que se remontan al siglo XIII, está presente esa fuente de vida nueva que brota del Evangelio. Un caballero, llamado Pedro Nolasco, se sintió fuertemente conmovido por el alto número de cristianos que padecían cautivos bajo el poder del enemigo y, movido por su profunda devoción a la Virgen, recibió de ella la inspiración de crear la “Orden de Santa María de la Merced Redención de Cautivos”. La grandeza de este hombre se manifestó en su capacidad de escuchar y responder con una acción solidaria en la noble misión de rescatar cautivos. El que aprende a escuchar, obedece las mociones interiores más profundas que siempre impulsan a comprometer todos los esfuerzos por el bien de los demás.

Ya en nuestro suelo correntino, recordemos que el 13 de septiembre de 1660, el Cabildo, nombró a Nuestra Señora de las Mercedes “Patrona y Auxiliadora de todos nuestros trabajos y pestes y demás calamidades que nos afligen”, según se lee en el acta de dicho acontecimiento. Luego hubo varios juramentos más, hasta culminar con la sanción por parte de la Legislatura Provincial de la Ley por la cual reconoce a Nuestra Señora de la Merced “Patrona de la ciudad y sus contornos”. Un juramento de esta naturaleza revela su autenticidad cuando esa devoción se convierte en conducta sensible, atenta y servicial hacia los otros, especialmente en favor de los más postergados.

Más tarde, en el año 1812, el general Manuel Belgrano, luego de la decisiva victoria de la guerra de Tucumán, dio la orden de realizar una procesión con la imagen de la Virgen de la Merced, y de acuerdo con los cronistas de la época, el General se desprende de su bastón de mando y lo coloca en las manos de la imagen, ante la conmoción universal que produjo ese gesto. No atribuirse a sí mismo las victorias, sino reconocer que son un don de Dios, como lo es la vida misma, es un gesto de humildad y de verdadera grandeza a la vez; es reconocer que no solo él, sino todos sus compañeros fueron protagonistas de la libertad, de la mano de María, la Madre de Jesús, quien se asoció con ellos para alcanzarla.

Hoy, la profunda piedad de nuestro pueblo a María, la Madre de Dios, nos tiene que seguir interpelando para continuar transitando con humanidad y solidaridad la pandemia. Como hemos actuado a tiempo y con profesionalidad para disponer los recursos humanos y materiales para auxiliar a los enfermos y acompañar a sus familiares, también debemos actuar con resolución ante las pandemias crónicas que afectan a quienes no llegan las oportunidades básicas de trabajo, de educación y de salud. Nada debe interponerse a las prioridades de los que más sufren y nada justifica que se posterguen. Para ello es imprescindible aprender a ser obedientes, es decir, a escuchar el clamor de los más pobres y no demorarse en caminar con ellos para encontrar las mejores soluciones. La pandemia nos tiene que hacer mejores para colocarnos junto a los que sufren, dejando atrás todo aquello que disminuye la grandeza de corazón y paraliza el sano desarrollo tanto espiritual como material de una comunidad.

La verdadera devoción a la Virgen siempre libera y compromete, es superadora de conflictos, y creadora de lazos fraternos y de actitudes solidarias. Si no se manifiesta así, la devoción no pasa de ser un sentimiento pasajero sin incidencia concreta en la vida cotidiana y en la convivencia social. En nuestra historia, María, tierna Madre de Dios y de los hombres, fue siempre una presencia superadora de los enfrentamientos tantas veces sangrientos por los que atravesamos para ser independientes y para preservar los valores cristianos que configuran la identidad de nuestro pueblo. Pedirle a ella que nos enseñe a ser obedientes como San José, es suplicarle la gracia de aprender a escucharnos, de colocarnos en el lugar del otro, de aceptarlo en su modo diferente de ser y de pensar, y no por ello armarse para hacerlo desaparecer de nuestro horizonte. Para ello se necesita mucha humildad y paciencia, virtudes indispensables para ejercer la autoridad ya sea en la familia, en las diversas instituciones, pero sobre todo debe brillar ejemplarmente en la función pública.

Recurramos confiadamente a nuestra Patrona con un corazón agradecido por tanto bien que recibimos a través del generoso y heroico desempeño de todos los que prestaron sus servicios en nuestros hospitales aliviando, acompañando y curando a los enfermos, y sosteniendo la esperanza de sus familiares. Encomendamos a la infinita misericordia de Dios a nuestros difuntos y estemos cerca de los que han perdido a sus seres queridos y no han podido despedirse de ellos. María, enséñanos a ser obedientes como San José, a escuchar y buscar los caminos para avanzar juntos, a cuidar la vida humana siempre y en cualquier circunstancia, a promover todo aquello que favorece a una convivencia pacífica, fundada en la justicia y la amistad social. Te pedimos que cuides a nuestros gobernantes e inspires en ellos el bien obrar en beneficio de todos; con ellos y con todo nuestro pueblo, nos confiamos a tu maternal cuidado y protección. Amén.

†Andrés Stanovnik OFMCap.

Arzobispo de Corrientes

 

 

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