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Homilía para la Misa de Apertura del Centenario
Corrientes, 3 de febrero de 2010

La asamblea quedó inmóvil bajo el impacto que produjo la lectura del profeta Isaías. El evangelio de hoy narra que el sábado [Jesús] entró como de costumbre en la sinagoga y se levantó para hacer la lectura. Luego, Jesús cerró el Libro, lo devolvió al ayudante y se sentó. Todos en la sinagoga tenían los ojos fijos en él (Lc 4,20) –anotó el evangelista–. Los hombres y mujeres, que estaban allí expectantes, esperaban una palabra. También nosotros, reunidos en esta explanada, emocionados por los cien años de nuestra Iglesia diocesana, que se cumplen hoy, miramos a Jesús y le oímos decir lo mismo que dijo aquella vez: El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha consagrado por la unción. Él me envío a llevar la Buena Noticia a los pobres, a anunciar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, a dar la libertad a los oprimidos y a proclamar un año de gracia del Señor. El impacto y la expectativa de la gente quedaron colmados cuando Jesús empezó a decirles: Hoy se ha cumplido este pasaje de la Escritura que acaban de oír.
Queridos hermanos y hermanas: ha concluido el tiempo de espera, Dios nos ha abierto definitivamente la puerta del cielo y nos ha visitado mediante la humanidad de Jesús. En la segunda lectura, san Pablo, reflexiona así sobre esa visita: Él, que era de condición divina, tomando la condición de servidor se hizo semejante a los hombres y se humilló hasta aceptar por obediencia la muerte y muerte de cruz. Por eso, Dios lo exaltó y le dio el Nombre que está sobre todo nombre, para que al nombre de Jesús, se doble toda rodilla en el cielo, en la tierra y en los abismos, y toda lengua proclame para gloria de Dios Padre: «Jesucristo es el Señor» (cf. Ef 2,6-11). Dios visita hoy a nuestra Iglesia para atraerla más hacia sí y hacerla más santa. Para eso, le pone delante de sus ojos la Cruz de Jesús y la ternura de su Madre, para que se sienta segura y dichosa de ser amada, y feliz de poder anunciar la Buena Noticia. Con este Jubileo, nuestra Iglesia, ahora centenaria, celebra el amor fiel de Dios hacia ella, ininterrumpidamente desde aquel 3 de febrero de 1910, cuando el Papa san Pío X la declaró madura y la constituyó Diócesis de Corrientes a perpetuidad.
Jesús fue a Nazaret, donde se había criado. También nosotros elegimos un lugar histórico para celebrar el Año Jubilar Arquidiocesano. Aquí se plantó hace más de cuatro siglos la cruz de urunday y, en torno a ella, con la protección de María de Itatí, fue criándose un pueblo nuevo. Este pueblo, bautizado en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, creció confesando su fe en Jesucristo, muerto y resucitado, y se identificó como hijo de la Iglesia. Peregrino de la Virgen Morena, profesó un amor incondicional a la Tiernísima Madre de Dios y de los hombres. Por eso, en el mapa genético de este pueblo está la Santísima Cruz de los Milagros y la Pura y Limpia Concepción de Nuestra Señora de Itatí, cuyas imágenes honran y embellecen la apertura de nuestro jubileo. La vigencia de estos signos tradicionales –nos decía Mons. Castagna al iniciar la preparación del jubileo– concuerda con el mismo contenido de la fe católica que han profesado nuestros antepasados y nosotros hemos recibido. Recuperar su gravitación social es un deber ineludible de esta Iglesia Particular de Corrientes.
Contemplando esos “dos amores”, que nos acompañaron desde los primeros tiempos de la evangelización, como aquellos hombres y mujeres en la sinagoga de Nazaret, fijos nuestros ojos en Jesús, proclamamos gozosos: Jesucristo es nuestro jubileo. Es providencial que la apertura del año jubilar coincida con la memoria de san Blas y la bendición de las gargantas. Con esta bendición Dios quiere desatar la garganta de su pueblo y liberarlo de todos los miedos: ante todo, de no tener vergüenza de ser y de manifestar su felicidad de creer en Jesucristo y de pertenecer a esta Iglesia, cuyas raíces llegan hasta la misma fundación de este pueblo; quiere hacerlo capaz de anunciar con valentía el evangelio de la vida y de la familia, y sentirse eternamente agradecido por haber nacido en esta tierra y haber recibido una preciosa herencia de valores humanos y cristianos. Con razón, Mons. Luis María Niella –correntino y primer obispo de la recién creada diócesis de Corrientes– escribió proféticamente que esta provincia argentina, fundada por la Virgen i por el famoso portento de la Cruz parece haber sido destinada por la Divina Providencia a grandes cosas.
La puerta del jubileo, que se abre hoy simbólicamente en este lugar, es una oportunidad extraordinaria para que nos reconciliemos con Dios y con los hermanos. Yo soy la puerta. El que entra por mí se salvará (Jn 10,9) dijo Jesús. Él es la puerta que se abre para hacernos sentir la misericordiosa ternura de nuestro Dios (cf. Lc 1,78). Atravesemos esa puerta de la mano de María, “puerta del cielo siempre abierta”, como la nombra una de las oraciones más antiguas a la Virgen, y dejémonos alcanzar por ese amor indulgente y amplio que Dios tiene reservado para nosotros. Ese perdón amplio y condescendiente se nos ofrece a través de las indulgencias. Por medio de la indulgencia, Dios nos libera de las consecuencias negativas que dejó el pecado en nuestra vida y nos une más íntimamente a Cristo; esa amistad con Jesús nos da un corazón “puro, humilde y prudente”; nos hace más compasivos ante el dolor humano y nos acerca a los pobres y a los pequeños; y, sobre todo, nos fortalece para el amor servicial hasta el don total de la propia vida. Gracias a ese maravilloso misterio de comunión, que existe entre todos los que creemos en Cristo, podemos aplicar las indulgencias también a nuestros difuntos y ayudarles a alcanzar la plena felicidad en el cielo. El Santo Padre nos concedió la gracia de otorgar la indulgencia plenaria con la bendición, al finalizar esta Santa Misa. Además, como saben, las indulgencias se podrán obtener durante todo el Año Jubilar.
El que se reconcilia con Dios y con el prójimo recobra la paz y la alegría, que nos vienen de él y que se reciben por contacto, por cercanía. Esa vida en Cristo se distingue porque se parece mucho al modo en que Jesús se relacionaba con Dios, con los otros y con las cosas. Esa vida nueva no se puede ocultar o disimular, o vivir sólo en grupos de amigos, sino que se comparte con todos, sin exclusiones. Por ello, el jubileo es también una puerta que se abre a la misión. El verdadero jubileo se convierte así en servicio al prójimo, en cercanía y respeto hacia todos. En ese espíritu, continuaremos con la visita de la Cruz y de la Virgen a todas las instituciones y hogares que deseen recibirla. Quisiéramos que esta visita nos lleve a participar más activamente en la vida de la comunidad, nos acerque al sacramento de la Confesión y a la Misa dominical, y nos haga personas más responsables en la familia y en la sociedad.
El jubileo es un tiempo en que Dios está más cerca de su pueblo y nosotros más sensibles a su presencia. Es un tiempo propicio para rezar más y dejar que el Espíritu Santo afiance nuestra amistad con Jesús. Para ayudarnos a rezar juntos durante este año santo, se distribuyeron unas hermosas estampas con las oraciones Ante la Cruz de los Milagros y A la Virgen de Itatí. Exhortamos vivamente a rezarlas todos los días. Los niños las aprenderán de memoria si las escuchan en sus casas, en los encuentros de catequesis y en las escuelas. Hoy muchos chicos y jóvenes no saben las oraciones porque no las escucharon rezar… Regalemos a nuestros hijos lo que nuestros padres y abuelos nos regalaron a nosotros: el amor a Jesús, cuando nos hacían la señal de la cruz sobre nuestra frente, y la oración a la Virgen de Itatí, cuando la rezaban delante de nosotros todos los días.
Durante este año jubilar, queremos vivir las peregrinaciones en toda su intensidad espiritual. Peregrinar nos hace más semejantes a Dios, que en Cristo se hizo peregrino por amor a nosotros, invitando a todos que lo sigan. Como peregrinos de la Virgen, queremos destacar los santuarios como lugares que simbolizan la vocación trascendente del hombre. Ellos revelan, en todo su esplendor, la dignidad y belleza de la condición humana cuando se abre a Dios y se deja tocar por él. Peregrinar como amigos de Jesús, nos recuerda que la vida es pasajera, que los bienes materiales sirven sólo en cuanto nos ayudan a ser más personas y más amigos con todos. Hoy queremos manifestar nuestra profunda solidaridad con aquellos que más sufren, especialmente con el dolor que vive nuestro pueblo hermano de Haití. Hacia ellos dirigimos nuestro afecto y nuestra oración, y para ellos pedimos la más amplia y generosa ayuda que se puede materializar a través de Caritas u otros organismos dispuestos para ese fin.
El Año jubilar debe hacernos más sensibles, participativos, creativos y eficientes para atender dignamente las urgentes necesidades de nuestra gente y, en particular, de los más pobres de nuestra ciudad y de sus contornos. En el “Acuerdo de gobernabilidad” se dijo que es necesario “repensar la Provincia deseada, a partir de la realidad actual, difícil, crítica, con innumerables dificultades, por ello es imprescindible la formulación de Políticas de Estado (…) que tengan como fin a todo el hombre y a todos los hombres”. En vista del Bicentenario de nuestra patria, nos haría mucho bien si en nuestra provincia retomáramos el texto de ese acuerdo, que el año próximo cumplirá una década desde que se firmó, y le dedicáramos algunas jornadas para releerlo a la luz de la Constitución provincial y, a partir de la realidad actual, nos comprometiéramos nuevamente –como se dijo entonces– a “establecer el diálogo y la mediación” como la metodología irrenunciable para la convivencia social y política en nuestra Provincia.
Es emocionante escuchar lo que Dios dijo al pueblo de Israel, acampado en el desierto del Sinaí, frente a la montaña: Ustedes vieron cómo los conduje sobre alas de águila y los atraje hacia mí. Ahora, si escuchan mi voz y observan mi alianza, serán mi propiedad exclusiva entre todos los pueblos. Ustedes serán para mí una nación santa (cf. Ex 19,4-6). A esta propuesta de Dios, el pueblo respondió unánimemente: «Estamos decididos a poner en práctica todo lo que ha dicho el Señor» (Ex 19,8). Ahora bien, también nosotros hemos experimentado que Dios nos condujo y nos atrajo con su entrañable misericordia durante cien años, nos amó hasta el extremo y nos dio a su Madre en la bella imagen de María de Itatí. Nosotros, ¿estamos dispuestos a responder con una sola voz, como aquel pueblo acampado en el desierto, que realmente vamos poner en práctica todos los mandamientos de Dios?
La gracia del Centenario se manifiesta por un renovado impulso hacia la santidad, que el Espíritu Santo quiere imprimir a nuestra Iglesia. Ésa es su vocación y la de cada uno de sus hijos. De los que viven en Cristo se espera un testimonio creíble de santidad y compromiso. Que la celebración del Jubileo despierte aún más esos profundos anhelos de ser santos, hombres y mujeres que se reconozcan por el testimonio valiente de su fe, por vivir alegres en la esperanza y generosos en la caridad. Sintamos en lo más íntimo de nuestro corazón la realidad hermosa de nuestra Iglesia Arquidiocesana de Corrientes y la felicidad de pertenecer a ella. María de Itatí, nuestra tiernísima Madre, nos invita a abrazar de nuevo la Cruz de su Hijo, y sentir en ese abrazo la comunión de tantos hermanos y hermanas, que en el curso de estos primeros cien años han sido testigos fieles del Evangelio y amaron entrañablemente a la Iglesia. En ese abrazo, renovemos con ella la esperanza de encontrarnos un día todos con Cristo en la asamblea gozosa de los Santos en el cielo. Así sea.
Mons. Andrés Stanovnik
Arzobispo de Corrientes

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