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De la adicción a la adhesión
Reflexión con ocasión del Encuentro Nacional de las Madres del Paco
Corrientes, 27-29 de marzo de 2010

Comparto el dolor de las Madres del Paco por el drama, tantas veces convertido en tragedia, que viven con sus hijos, sometidos a esta tremenda plaga que es la droga. Por extensión, debemos mencionar el amplio espectro de adicciones que domina un número cada vez mayor de personas: el alcohol, el juego, el sexo, el poder, el dinero, “la pantalla”, la violencia.

Comparto con ellas también la preocupación por buscar y encontrar caminos de salida a esta gran tribulación. Me preocupa la calma y lentitud de los organismos estatales en reaccionar ante un fenómeno de destrucción familiar y social tan grave, que afecta especialmente a los niños, los adolescentes y los jóvenes. Quisiera decirles a la Madres, y a los demás organismos empeñados en esta tarea, que el “Equipo arquidiocesano para la Pastoral de Adicciones” está trabajando y está dispuesto a colaborar en todo lo que está a su alcance para prevenir, acompañar y detener este mal.

Con el permiso de ustedes, me gustaría compartir una reflexión sobre lo que considero como la causa principal que produce la enfermedad de la adicción en el ser humano. Nosotros observamos los síntomas, pero con cierta dificultad logramos discernir las causas. Es común que la adicción se atribuya a factores de orden psicológico, familiar, social, cultural, y que con frecuencia también la legitiman. Sin embargo, las consecuencias de destrucción que produce tanto en la persona que consume, como en su entorno familiar y social, nos hace ver que estamos ante un fenómeno cuyas proporciones parecen superar el límite de lo humano. Quien ha tenido trato con un enfermo adicto, se da cuenta de la destrucción progresiva y rápida que se opera en su persona y la enorme dificultad que tiene para salir de esa situación. La adicción despierta un dinamismo extraño y contradictorio en el ser humano. Por una parte, busca desesperadamente el objeto de su adicción y, por otra lo aborrece intensamente. Mientras tanto, destroza los vínculos familiares y desata respecto de sus seres queridos una violencia que supera la medida de lo humano.

La Biblia ofrece varias narraciones de alto valor simbólico y de profunda significación pedagógica para comprender el oscuro dinamismo que desencadena la adicción en la naturaleza humana. El relato más antiguo y más gráfico lo encontramos en el primer libro de la Biblia –el Génesis– en los tres primeros capítulos. La primera pareja humana –varón mujer– que representa la condición humana de todos los tiempos, se describe en el texto bíblico como una existencia de relaciones interpersonales armoniosas, en correspondencia cercana y cordial con su Creador, y en armonía con las cosas creadas.

Pero todo cambia cuando en medio de esas relaciones se introduce un factor externo que provoca confusión. Ese elemento extraño está representado por la serpiente, el más astuto de los animales, dice el texto. Astucia no es lo mismo que sabiduría, es habilidad para engañar. El engaño aparece camuflado en la maliciosa pregunta: “¿Así que Dios les ordenó que no comieran de ningún árbol del jardín?” (Gen 3,1). En realidad, si ponemos atención, ése no fue el límite que Dios había establecido, sino algo muy distinto: Dios les dejó que comieran de los frutos de todos los árboles del jardín, menos el que representaba el conocimiento del bien y del mal (cf. Gen 2,16). El engaño y la confusión estaban instalados. Bastaba sólo con sugerir que se transgrediera el límite y se apoderara de la ciencia de Dios, para ser como él. Y así sucedió.

En efecto, la serpiente da el golpe final: “No, no morirán. Dios sabe muy bien que cuando ustedes coman de ese árbol, se les abrirán los ojos y serán como dioses, conocedores del bien y del mal” (Gen 3,4-5). Esa es la fantasía que acecha al ser humano desde sus orígenes: ser todopoderosos y felices sin tener que realizar un camino y, sobre todo, sin tener que dar cuenta a nadie. Es la tentación de quitarse de encima todo vínculo que exija responder ante otro de lo que somos y tenemos. El engañoso espejismo sugiere que es posible hacerlo y que hay una vía muy corta: arrebatar todo el poder y “ser como dioses”. Se trata de arrebatarle a Dios su poder y convertirse en todopoderosos. En ese terreno de la conciencia hay que buscar la causa más profunda de las adicciones en la que cae el ser humano.

De allí que la adicción al poder, cuando éste deja de estar al servicio del bien común y a favor de la vida, es la que mayores estragos produce en la humanidad. Las demás adicciones destruyen individuos y familias, y si la comunidad se descuida, puede llegar a extenderse peligrosamente, cosa que nos sucede actualmente. Ante este flagelo, el individuo no puede luchar sólo, tampoco lo podrá hacer la familia por sí misma. La contención deberá ser una tarea conjunta entre la familia y la comunidad, con un apoyo explícito y efectivo del estado.

El camino para superar la adicción en su raíz más honda, la propone Jesucristo. El precio es muy alto: se trata del camino de la cruz. Allí está la clave de la sabiduría de Dios, por la que es posible restablecer los vínculos con él, con los otros y con las cosas. Es necesario acompañar al adicto para que pueda realizar esa penosa y sacrificada travesía de la adicción a la adhesión: de la adicción desesperada a objetos-ídolos, a la adhesión esperanzada con Dios, con los otros y con las cosas. En la práctica, los centros de recuperación de adictos que logran tener buenos resultados son los que aplican el método de Jesús: oración, ayuno y limosna (cf. Mt 6,1-18). Es decir, un camino para restablecer en la persona enferma sus vínculos fundamentales. Para eso es muy importante la contención comunitaria: el trabajo en equipo, con sentido de responsabilidad social (limosna); la renuncia a la seducción del poder (ayuno); y ayudar a recuperar la dimensión trascendente de su persona (oración). Cuando a Jesús le trajeron una persona “adicta” es decir, alguien que estaba sometido a una fuerza exterior maligna y destructora, y sus discípulos le preguntaron porqué ellos no habían podido curarlo, Jesús les respondió que esa clase de demonios se cura con la oración (cf. Mc 9,28-29). Es decir, restableciendo el vínculo principal y más hondo que confiere dignidad a la persona: su relación con Dios, que luego permite encauzar las relaciones con su semejantes y con las cosas: un hombre sano, libre y capaz para hacer el bien.

Mons. Andrés Stanovnik
Arzobispo de Corrientes

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