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Homilía Solemne Vigilia Pascual
Sabado 3 de Abril de 2010, Iglesia Catedral "Nuestra Señora del Rosario"

Esta noche, nuestra Iglesia centenaria y jubilosa, proclama en comunión con todas las Iglesias del mundo: ¡Aleluya, Cristo resucitó y vive para siempre! Él es la luz verdadera que ilumina nuestras vidas. La noche del pecado y de la muerte no nos permitía ver, no nos dejaba respirar, nos mantenía alejados y aislados unos de otros. En cambio ahora, la larga noche de humanidad se iluminó con el gozoso anuncio de la resurrección de Nuestro Señor Jesucristo. La verdadera luz brilló e hizo retroceder las tinieblas. Era muy bello ver los rostros que se iluminaban con el resplandor del cirio pascual, con el cual encendíamos nuestros cirios, mientras ingresábamos al templo y cantábamos alegres “ésta es la luz de Cristo”.

Luego, la proclamación del Pregón pascual, un antiguo y hermoso himno que exalta la victoria de Cristo sobre la muerte, preparó el clima espiritual para escuchar y meditar la Palabra de Dios. Unos textos bíblicos –bien escogidos– nos ayudaron a recordar las maravillas que Dios hizo para salvar al primer Israel. A continuación, oímos varios relatos que mostraban cómo Dios fue actuando en la historia de los hombres, hasta llegar a la plenitud de los tiempos. Esa plenitud se manifestó cuando “Dios envió a su Hijo al mundo, para que el mundo se salve por él” (Jn 3,17) y tenga vida. El Evangelio narra el momento en que las mujeres fueron de madrugada al sepulcro, el lugar donde dejaron el cuerpo del Señor Jesús, pero no lo hallaron (cf. Lc 24,1-3). Allí, donde estaba la muerte, Dios les sale al encuentro con un anuncio inaudito: No está aquí, ha resucitado. Y las mujeres recordaron sus palabras –dice el texto bíblico–. La vida, la libertad, el amor son señales que Dios deja a su paso. Por donde él pasa deja vida. Ésa es la memoria viva de la Iglesia, memoria que ella predica, celebra y vive en esperanza hasta llegar al encuentro definitivo con el Resucitado.

Pero, en realidad, ¿de qué vida estamos hablando? Lo primero que debemos descartar es que no se trata de una vida sujeta al desgaste del tiempo o a la decadencia de la corrupción. Para eso no hacía falta hacer nada, bastaría con vivir y dejar que el paso de los años hiciera lo suyo. San Pablo no exagera cuando escribe a los corintios: “Si nosotros hemos puesto nuestra esperanza en Cristo solamente para esta vida, seríamos los hombres más dignos de lástima” (1Cor 15,19). Pero no es así, Cristo resucitado es nuestra esperanza para esta vida y para la vida eterna. Se trata de la vida nueva en él, por él y con él, como decimos al final de la plegaria eucarística. Por eso, esta noche los que hemos renacido a una vida nueva en Cristo, vamos a renovar las promesas bautismales y cuando nos pregunten si creemos en el Espíritu Santo, en la santa Iglesia católica, en la comunión de los santos, en el perdón de los pecados, en la resurrección de la carne y en la vida eterna, todos responderemos con firmeza y convicción: Sí, creemos. Creemos que por el bautismo fuimos engendrados a la vida nueva de los Hijos de Dios. Por donde Dios pasa lo deja todo nuevo. Y hoy sentimos la alegría del paso de Dios que nos renueva y nos acerca más a él.

Esta noche muchos signos y gestos nos hablan de esa vida nueva en Cristo: la luz, el agua, la renovación gozosa de nuestra fe, las letanías que nos ponen en comunión con todos los santos y, sobre todo, la Palabra de Dios y la Eucaristía. Esa vida nueva toca toda nuestra existencia, la sana, la fortalece y la hace más humana. Vida en Cristo que nos hace participar ya ahora en la vida de amor de la Trinidad, vida que llegará a su plenitud en la resurrección final. Es vida divina que vivimos en nuestra frágil condición humana, como pecadores reconciliados, llamados a ser discípulos de Jesús para comunicar a todos que ser amados por Dios nos llena de paz y compromete toda nuestra existencia a la tarea de construir en nuestras familias y en la sociedad una cultura de la vida.

Hay muchos rostros sufrientes en nuestra sociedad que interpelan una respuesta de amor y de vida, sobre todo de parte de los que creemos en la vitalidad de la resurrección de Cristo: rostros de niños en situación de calle y sin escuela; cuerpos desnutridos de criaturas en situación de abandono; niños, adolescentes y jóvenes enfermos por diversas adicciones, muchos de ellos arrastrados a la violencia y al delito, sin estudio y sin trabajo; rostros de hombres y mujeres con la pobreza pegada a la piel, como una maldición heredada y una fatalidad que a su vez dejan como herencia. Son rostros en los que Cristo continúa padeciendo y esperando que la radicalidad del amor cristiano se manifieste en gestos de cercanía y de amistad; de gente que se sienta querida, escuchada y acompañada. El que es amigo de Jesús vive la vida nueva en él y procura reflejarla en actos de amor solidario; está siempre dispuesto a dialogar y a encontrarse con todos; no se aísla ni se cierra en sus propios negocios; es sensible, diligente y se preocupa de aliviar y dignificar la vida de aquellos a quienes siempre les toca sufrir más. Cuando el ser humano se abre a Dios, el encuentro con él lo hace más hombre y más fraterno con sus semejantes. En cambio, cuanto más lejos se está de Dios, más escalones se desciende en humanidad.

El Papa Benedicto recordó en su encíclica Caritas in Veritate que “la caridad en la verdad, de la que Jesucristo se ha hecho testigo con su vida terrenal y, sobre todo, con su muerte y resurrección, es la principal fuerza impulsora del auténtico desarrollo de cada persona y de toda la humanidad”. Esa fuerza impulsora y vital nos viene de Jesús Resucitado, a quien invocamos en la Oración ante la Cruz de los Milagros: ¡Jesucristo, vida y esperanza nuestra! En él nos reconocemos que somos una realidad comunitaria de la cual surge también una fe y una esperanza común. Ante el inmenso amor de Dios que se revela en Jesucristo, los seres humanos jamás podrán considerarse un rejunte de seres vivos, donde a unos se los incluya y a otros deliberadamente se los descarte. El amor de Dios nos hizo con vocación de llegar a ser una verdadera familia humana. ¡Dichoso el pueblo que nació al pie de una cruz, a orillas del Paraná, hace más de cuatro siglos! Ese pueblo nació con vocación de familia; pueblo bañado por la sangre amorosa de Jesucristo, que ahora resucitado y peregrino camina con nosotros hacia el encuentro definitivo con Dios.

Al celebrar el Centenario de la creación de nuestra Diócesis, como lo expresé en el Mensaje de Pascua, comparto con todos ustedes la dicha de pertenecer a un pueblo que cree en Dios, que tiene su esperanza puesta en Jesucristo y se siente animado por el Espíritu Santo a crecer como familia y a cuidar de todos sus hijos. Es maravilloso poder decir que Dios existe y que nos ama. Nos llena de paz y de gozo sentirlo tan cercano y tan definitivamente comprometido con nuestra condición humana. María de Itatí, con su ternura de madre, nos lo hace aún más cercano. A ella le pedimos que nos enseñe a amarlo más y a comunicarlo a los otros con alegría y, sobre todo, con el testimonio de nuestra vida. Así sea.
Mons. Andrés Stanovnik

Arzobispo de Corrientes



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