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Homilía para la Ordenación Sacerdotal
del diácono Cristian Alejandro Correa
Tabay, 9 de abril de 2010

Cuando nos reunimos los creyentes nos alegramos porque Jesús, que entregó su vida por amor hasta el extremo, está vivo en medio de nosotros.
Él nos perdonó y nos reconcilió con Dios y con los hermanos. Es el puente seguro para atravesar la vida en medio de las dificultades y no perder el rumbo. Es el Camino, la Verdad y la Vida. “Todo lo podemos en él que nos fortalece”.
El Evangelio de hoy narra una de las apariciones de Jesús resucitado. Los discípulos son testigos de la presencia viva de Jesús y de lo que hizo: partió el pan y se los dio. Igual que en la Última cena. Y les dijo que lo hagan siempre en su conmemoración, y que vivan como gente que se sienta a la misma mesa y comparte el mismo pan; y que nunca se aíslen ni cierren la puerta a nadie. Al contrario, vayan a buscar a todos y hagan una sola familia humana que peregrine hacia el encuentro definitivo con Dios. Para eso, Dios puso sacerdotes en medio de su pueblo. Para que hagan las veces de Jesús, sean mediadores entre Dios y los hombres, les enseñen las cosas de Dios y los guíen hacia él.
Hoy vamos a consagrar a un hijo de esta tierra como sacerdote de la Iglesia Católica en nuestra centenaria arquidiócesis de Corrientes. Es el primer fruto sacerdotal de este pueblo, bendición de Dios, y esperamos que contagie a otros esta hermosa vocación y, al mismo tiempo, anime a muchos a acercarse a la Iglesia, y a colaborar en hacerla una comunidad viva y solidaria, por la santidad de sus miembros.
Consagrar o ungir quiere decir lo mismo. Ungir significa “atar”. Atar para siempre. Atarlo a Cristo es separarlo de todos los demás, pero no para aislarlo. “Vengan ustedes solos a un lugar aparte…”, les dijo Jesús a sus discípulos, pero no para quedar apartados y no regresar nunca. “Los llamó para «estar con él», pero no para desvincularlos de los demás. Los llamó para estar con él y para enviarlos a predicar. Los llamó para atarlos a él, para hacerlos sus amigos, “amigos ungidos” para un ministerio muy especial y que sólo ellos podrán hacer: perdonar los pecados y celebrar la Eucaristía en nombre de Cristo.
Querido Cristian: el lema que elegiste para tu sacerdocio: “Todo lo puedo en aquel que me fortalece”, revela la conciencia que debe acompañar siempre al sacerdote: su fortaleza no está en él mismo, sino en aquel a quien fue “atado”. Somos apoderados de él no de nosotros mismos. Por eso, el sacerdote tendrá que ser un hombre de Dios, porque sólo quien conoce a Dios podrá conducir a los otros al encuentro con él.
Un hombre de Dios es aquel que está con Dios y que se le nota después que estuvo con él, sobre todo por su manera de vivir y de tratar a la gente. Entonces podrá ser un buen mediador, es decir un puente seguro para hablarle a Dios de la gente y para hablarle a la gente de Dios. Un puente es un servicio entre dos orillas, un servicio humilde, porque se pone debajo para que lo crucemos todas las veces que tenemos necesidad de hacerlo. El sacerdote es un puente entre la orilla de Dios y la orilla de los hombres.
Para ese cruce –un cruce crucificado– se necesita, sobre todo, el alimento de la Palabra y de la Eucaristía, y también de los demás sacramentos. El sacerdote es ministro de los sacramentos, maestro y guía de la comunidad, para que pueda realizar felizmente esa travesía con la gente que le fue confiada y sortear todos los peligros.
La Iglesia te llama, Cristian, para ser ministro de Cristo y no de vos mismo. Por eso te incorpora a la comunión con el Obispo y su Presbiterio y te confía la función de santificar en nombre de Cristo. Esta función la cumplirás sobre todo en la celebración de la Misa. Ten conciencia de lo que haces e imita lo que conmemoras. En el Año Sacerdotal, nos hace bien recordar algunas cosas de los sacerdotes que fueron santos. Por ejemplo, San Carlos de Borromeo dirigió a sus sacerdotes unas palabras muy sabias que ahora voy a leer para vos y también para nosotros: “... nada es tan necesario a los eclesiásticos como la meditación que precede, acompaña y sigue todas nuestras acciones. (...) Si administras los sacramentos, hermano, medita lo que haces. Si celebras la Misa, medita lo que ofreces. Si recitas los salmos en el coro, medita a quién y de qué cosa hablas. Si guías a las almas, medita con qué sangre han sido lavadas; y todo se haga entre ustedes en la caridad (1Cor 16,14). Así podremos superar las dificultades que encontramos cada día, que son innumerables. Por lo demás, esto lo exige la misión que se os ha confiado. Si así lo hacemos, tendremos la fuerza para engendrar a Cristo en nosotros y en los demás”.
Finalmente, recuerda que has sido elegido de entre los hombres y puesto al servicio de los hombres en las cosas que se refieren a Dios.
Si María de Itatí es tiernísima Madre de Dios y de los hombres, lo es de un modo muy especial del sacerdote. Que ella te acompañe y te cuide para que en tu vida y tu ministerio sacerdotal siempre puedas reflejar el corazón del Buen Pastor, que con un corazón lleno de misericordia carga sobre sus hombros las ovejas que Dios pone en su camino y la Iglesia le confía. Así sea.
Mons. Andrés Stanovnik
Arzobispo de Corrientes

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