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Homilía en la Solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo
Corrientes, 6 de junio de 2010

Estamos reunidos aquí, junto a la Santísima Cruz de los Milagros, celebrando la fiesta del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo. Es el mismo cuerpo y sangre que Cristo entregó por amor a nosotros en la Cruz. Todo lo que sabemos de Dios, porque él lo ha revelado, nos habla de su amor por nosotros. Así lo hemos oído hoy en el corto relato del Génesis, donde el sacerdote Melquisedec alaba a Dios, creador del cielo y de la tierra, porque bendijo a Abrahám librándolo de sus enemigos. ¿Qué hicieron ellos para celebrar esa victoria de Dios? Compartieron pan y vino en señal de hospitalidad y de bendición.

Y a nosotros, ¿qué es lo mejor que nos puede pasar? No hay cosa más linda en la vida que sentarnos alrededor de una mesa y comer juntos, sintiéndonos amigos entre todos. Lo mejor que nos puede pasar es poder reunirnos y compartir el pan que alimenta nuestro cuerpo y, también el otro pan, ese que nutre nuestro espíritu y nos fortalece para querernos, respetarnos y hacer espacio para todos. Por eso, en esta fiesta del Pan de Vida están los chicos que se preparan para la Primera Comunión y otros chicos y jóvenes, con sus catequistas, para alegrarnos juntos, porque Dios se hizo pan para que lo comamos y nos sintamos como miembros de una sola familia.

También el Evangelio nos habla del pan como señal de bendición y de vida. Jesús da de comer a una multitud multiplicando milagrosamente unos pocos panes y pescados, porque era todo lo que tenían. Cuando somos generosos con lo que somos y tenemos, no importa la cantidad sino la calidad y la actitud, Dios realiza el milagro de saciar el hambre de pan y de sentido que late en el fondo de cada hombre y mujer. El pan, cuando se comparte en una mesa abierta a todos, se convierte en verdadera señal de hospitalidad y de bendición, donde alcanza para todos y aún sobra hasta límites que nos asombra: doce canastos, donde inicialmente había alimento sólo para unos pocos. La multiplicación de los panes es un símbolo de la Eucaristía.

En la segunda lectura, san Pablo recoge la memoria de la Última cena y transmite lo que ha recibido del Señor Jesús la noche en que iba a ser entregado. Esa noche, Jesús tomó pan y vino y dijo este es mi cuerpo que será entregado por ustedes y esta es mi sangre que será derramada por ustedes. Hagan esto en memoria mía (cf. 1Cor 11,23-26). Desde entonces la vida plena y la salvación nos vienen del misterio pascual, que se actualiza cada vez que celebramos la eucaristía. Esa celebración no es un mero recuerdo de algo que sucedió hace dos mil años. Es memoria viva: hoy Dios se hace pan. El Pan vivo es Cuerpo de Cristo. El que come de este pan tiene la vida de Dios en él (cf. Jn 6,54-58). Por eso la Eucaristía es el lugar privilegiado donde el discípulo se encuentra con Jesucristo (Aparecida 251) y la primera comunión es un momento importantísimo en la vida del niño y luego en el adulto. Nos llena de inmenso gozo saber y experimentar que el amor de Dios haya inventado una cercanía tan maravillosa y tan íntima con nosotros.

El jubileo es precisamente esa alegría que siente la Iglesia por la presencia viva de Jesús en ella. Y por eso lo confiesa y lo celebra, como los discípulos al escuchar su Palabra y al partir el Pan (cf. Lc 24,28-32). En la Carta con ocasión del Centenario decíamos también que el jubileo es acontecimiento eminentemente eucarístico y una ocasión providencial para recordar la centralidad de la Eucaristía y muy unida a ella, el ministerio sacerdotal. No hay misa si no la celebra el sacerdote, como no podríamos ser alimentados con el Pan de vida, si no contáramos con quienes recibieron el poder para que, en nombre de Cristo y por mandato de él, convirtieran el pan y el vino en su Cuerpo y su Sangre. El Año sacerdotal, que culminará la semana próxima, es una buena oportunidad para agradecer a Dios por los sacerdotes que nos da y para rezar por ellos y por las vocaciones.

Alimentar nuestra vida con el Pan de la Palabra y de la Eucaristía tiene que llevarnos a la misión. Participar en la mesa del altar, experimentar la hospitalidad y la bendición que nos vienen de compartir el Pan de Vida, no nos puede dejar tranquilos y satisfechos. “Denle ustedes de comer” fue la consigna de Jesús a sus discípulos cuando ellos le dijeron que había una multitud hambrienta. La espiritualidad eucarística es esencialmente misionera. Eso quiere decir, que la eucaristía nos coloca inmediatamente en relación con los otros y nos pide que los tratemos con el mismo amor con el que Dios nos trata a nosotros: un amor que no excluye a nadie y respeta a todos. El testimonio de un amor vivo se hace creíble cuando las personas y las comunidades realizan el espíritu y la práctica de compartir los bienes mediante nuevas estructuras de participación y solidaridad en la Iglesia y en la sociedad.

Como lo hacemos todos los años, también hoy queremos manifestar públicamente la alegría de nuestra fe llevando el misterio de la Santísima Eucaristía por las calles de nuestra ciudad. El amor de Dios, reflejado en la sublime humildad del pan, símbolo de vida y de bendición, nos hace cercanos y espiritualmente familiares unos de otros y de todos. Nos hace familia, cuerpo de Cristo, asombrosamente diverso y armonioso al mismo tiempo. Diversidad de miembros y de funciones pero un mismo espíritu, dice san Pablo (cf. 1Cor 12). La más genuina diversidad y comunión se refleja en el cuerpo del varón y de la mujer, creados así por Dios. Ninguna otra realidad humana puede expresar mejor esa radical diversidad y comunión que hay en Dios, sino la que él estableció entre el varón y la mujer. Esto nos previene del grave riesgo de uniformar las relaciones humanas, colocando al mismo nivel las relaciones entre las personas del mismo sexo. Hoy debemos proteger el hermoso don de la diversidad que Dios nos regala mediante la belleza que él puso en la mujer y en el varón, para que atraídos por el amor a la comunión, estén abiertos a la vida. No existe ninguna otra relación entre los seres humanos que se pueda equiparar en belleza, diversidad y fecundidad con la que hay entre el varón y la mujer. Por eso Dios elevó esa relación a la dignidad de sacramento porque es la que mejor hacer ver la vida íntima de amor que hay en Él.

Ante la Santísima Cruz de los Milagros, desde donde vamos a partir con el Santísimo Sacramento, renovamos nuestra fe y nuestro amor como respuesta al inmenso amor de Dios que está representado en ese bendito signo que veneramos desde los inicios de nuestra evangelización. Esa fe nos interpela a renovar el compromiso de caridad para que seamos buenos ciudadanos, que obren con inteligencia, amor y responsabilidad en orden a edificar una Patria más creyente, justa y fraterna. Nos encomendamos a la tierna protección de María de Itatí, que junto a la Cruz, vela con amor de Madre por todos y cada uno de sus hijos. Así sea.
Mons. Andrés Stanovnik
Arzobispo de Corrientes



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