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Homilía de Mons. Stanovnik durante  la Misa de San Cayetano
Santuario de San Cayetano, 7 de agosto de 2010

Hoy la Iglesia se alegra al recordar a san Cayetano –el santo del pan y del trabajo–. Es un santo que sentimos muy amigo de Dios y, al mismo tiempo, muy amigo y cercano a nosotros, sus peregrinos y devotos. Hoy, en todo el país, una multitud de creyentes peregrina a los lugares sagrados, donde se venera a este hombre de Dios que hizo tanto bien a la sociedad de su tiempo, a la Iglesia y a mucha gente necesitada. Hoy nos hemos acercado a él nosotros, para confiarle nuestras necesidades, principalmente esas que son tan básicas para la vida –como son el pan y el trabajo– para vivir con la dignidad como hijos de Dios y hermanos en Jesús, y como ciudadanos con nuestros deberes y derechos. ¡Cuántas cosas le confiamos a san Cayetano! Ante su imagen, a veces después de una prolongada y sacrificada espera, y cumpliendo la promesa que le habíamos hecho, aliviamos nuestra alma agradeciéndole tantas cosas buenas que nos vienen por su intermedio, y a la vez, le suplicamos que nos ayude en tantas emergencias que agobian nuestra vida.
Mañana haremos la tradicional Peregrinación de los Trabajadores, que se realizamos todos los años el domingo más próximo que le sigue a fiesta de san Cayetano. Pero, como podemos observar, este año el 7 cayó en día sábado y el domingo más próximo es mañana. Sin embargo, esta proximidad no es un obstáculo, sino una ocasión para pensar hoy en nuestro santo, destacando en él sobre todo su amor a Dios y, mañana, detenernos para ver cómo ese amor lo llevó a comprometerse con sus semejantes, sobre todo con los más necesitados y los pobres.
Recordemos algunos datos de su biografía. Cayetano nació doce años antes de la llegada de los europeos a este continente y falleció unos 40 años antes de la fundación de la ciudad de Corrientes. Eso sucedió entre los siglos XV y XVI. Su familia era noble y rica, lo que le permitió estudiar derecho. A nuestro santo le tocó vivir una sociedad en crisis. Al darse cuenta de la enorme tarea que suponía comprometerse en cambiar algo, optó por el camino del sacerdocio y se integró a un grupo de sacerdotes austeros y con grandes ideales, pero al poco tiempo él mismo fundó un nuevo grupo de clérigos, llamados teatinos, que existen todavía hoy y entre nosotros atienden la parroquia de Empedrado. Cayetano conoció y sufrió la crisis de la sociedad y de la Iglesia de su tiempo. Ante la realidad de una sociedad corrupta, no optó ni por el anarquismo social, ni tampoco se refugió en los bienes de su familia para asegurar su futuro y pasarla bien. Por otra parte, frente a muchos eclesiásticos que vivían desordenadamente su vida, no se escandalizó desgarrándose hipócritamente sus vestiduras, ni tampoco se apartó de ellos.
Veamos cómo reaccionó Cayetano ante una sociedad corrupta y en una Iglesia, que en muchos aspectos, era infiel a su misión. Para verlo, lo mejor es recurrir a una confesión suya, brevísima, que él coloca al comienzo de una carta dirigida a su amiga. Dice así: “Yo soy pecador y me tengo en muy poca cosa”. ¿Qué vemos en esta confesión de Cayetano? Ante todo, descubrimos a una persona humilde que empieza juzgándose a sí misma. Pero esa conciencia no lo lleva a cerrarse en sí mismo ni a desesperarse, sino a confiar en la entrañable misericordia de Dios. Por eso, sintiendo la amistad de los santos, escribe a continuación así: “me confío a los que han servido al Señor con perfección, para que rueguen por ti a Cristo bendito y a su Madre”. Esta conciencia de ser pecador y su confianza en el amor de Dios, no lo abandonó nunca. En realidad, esa consideración humilde de su persona le permitió acercarse a sus semejantes y realizar grandes obras en bien de la sociedad y de la Iglesia. Con una persona así, Dios puede realizar una profunda transformación y así lo hizo. En cambio, una persona soberbia, incapaz de juzgarse a sí misma, se aísla de los demás y de Dios. Frente a esto, nuestro santo nos enseña algo muy básico y esencial: hay que pedir la gracia de reconocerse pecador y necesitado de perdón. Él mismo solía repetir a sus compañeros: “Lo primero que hay que hacer para reformar a la Iglesia es reformarse uno a sí mismo”. Esta máxima vale también para la sociedad, porque nadie puede dar lo que no tiene. Si se quiere reformar la sociedad, hay que empezar por las personas y, sobre todo, por aquellos a los que se les ha confiado alguna autoridad. La palabra de Dios nos invita a confiar en ella, como lo hizo san Cayetano. Él creyó en la Palabra de Dios, –como lo escuchamos hoy en la primera lectura– donde dice tengan confianza en el Señor, él les dará el gozo duradero y la misericordia, porque es compasivo, perdona los pecados y nos consuela cuando estamos afligidos (cf. Eclo 2,8-9). Dios nos convierte a él y a los otros si realmente lo deseamos y le permitimos que lo haga.
Nosotros, devotos de san Cayetano, nos equivocaríamos mucho si peregrináramos sólo para acercarnos a él y pedirle por nuestras necesidades sin estar sinceramente dispuestos a reconocernos pecadores y suplicar a Dios el perdón de nuestros pecados. Un principio básico para sanarse y recuperar la salud es reconocer la enfermedad. Esto también es un acto de humildad que nos acerca a la verdad, nos cura y nos hace libres para amar y servir. El pan y el trabajo son un don de Dios que se hace realidad en aquellas personas y comunidades que están dispuestas a reconciliarse con Dios y a compartir sus capacidades y recursos con sus hermanos. Son personas, como san Cayetano, que superaron la adicción de acumular bienes y poder sólo para sí mismos, y descubrieron que hay una felicidad muy superior en la invitación de Jesús, que hoy escuchamos en el Evangelio: “Háganse bolsas que no se desgasten y acumulen un tesoro inagotable en el cielo, donde no se acerca el ladrón ni destruye la polilla”. San Cayetano nos enseña que lo primero es reconocer humildemente ante Dios nuestro pecado, para que su perdón nos devuelva la amistad con él. Esa comunión nos da fortaleza para cumplir la voluntad de Dios, que está siempre a favor de la vida del ser humano y de su plena realización.
Hay otra enseñanza que nos deja Cayetano y que encontramos en esa carta que le escribe a su amiga. Allí, en tono de advertencia, le dice: “no olvides una cosa: todo lo que los santos hagan por ti de poco serviría sin tu cooperación; antes que nada es asunto tuyo…” Cayetano le dice a su amiga que la ayuda de los santos de poco serviría si uno no se hace cargo de la propia vida, es decir, si no asume las responsabilidades y obligaciones que tiene. En otras palabras, Cayetano advierte que Dios no ayuda al perezoso o al pertinaz que no quiere cambiar de vida. Por eso, en esa carta prosigue su reflexión así: “si quieres que Cristo te ame y te ayude, ámalo tú a él y procura someter siempre tu voluntad a la suya, y no tengas la menor duda de que, aunque todos los santos y criaturas te abandonasen, él siempre estará atento a tus necesidades”. Es decir, coloca a los santos en segundo lugar y pone a Cristo y su voluntad en el centro. Por eso, la mayoría de las imágenes que se conservan de san Cayetano lo muestran con Jesús en sus brazos y algunas con el crucifijo. En todos los casos, la imagen del santo nos enseña que debemos colocar a Cristo en el centro de nuestra vida. Él es la máxima revelación del entrañable amor que Dios nos tiene. Por eso: “feliz el hombre que teme al Señor”, como respondíamos hoy a las estrofas del salmo. De verdad, dichoso aquel que se siente amado por Jesús, porque su amor le ayudará a poner su corazón allí donde está el verdadero tesoro.
En conclusión, manifestar nuestra devoción a san Cayetano peregrinando hasta su santuario es una gran oportunidad que Dios nos brinda para convertirnos a su amor y prometerle que vamos a cambiar de vida, sobre todo, decirle que estamos sinceramente dispuestos a asumir nuestras responsabilidades y obligaciones cristianas con Dios y con la Iglesia, y cumplir con honestidad aquellas que corresponden a nuestra condición de ciudadanos. Imitemos a San Cayetano que amó intensamente a Cristo, a la Iglesia y a los pobres. Que su poderosa intercesión nos alcance, sobre todo, la gracia de un progreso constante en el amor a Cristo y su ejemplo nos estimule a amar más a la Iglesia y a comprometernos en el servicio a los pobres y más necesitados. Sólo así podemos soñar con un bicentenario en justicia y solidaridad, y con nuestra Iglesia centenaria y jubilosa más parecida a Jesús, más testimonial, más alegre y más misionera. Así sea.
Mons. Andrés Stanovnik
Arzobispo de Corrientes

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