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Homilía en la fiesta de San Luis, Rey de Francia
San Luis del Palmar, 25 de agosto de 2010

Todos conocemos ese dicho popular que dice “nadie da lo que no tiene”. Eso quiere decir que para dar algo, primero hay que tenerlo. A la luz de esto, podríamos hacernos la siguiente pregunta: ¿qué tiene san Luisito –como se lo llama cariñosamente– para convocar todos los años a una multitud de devotos? Y no sólo a los sanluiseños, sino gente de otros muchos lugares, con una atracción que dura ya muchos siglos.
Esa atracción no se explica sólo con la tradición. No es suficiente pensar que estamos aquí sólo por una costumbre recibida de nuestros mayores y que la revivimos cada año, como un agradable recuerdo del pasado. Hay algo mucho más profundo en este encuentro, hay algo misterioso y fuerte en la figura de este hombre, que ha vivido hace ya más de ocho siglos, cuya presencia nos convoca y atrae irresistiblemente. Vale la pena preguntarnos qué tiene este gran santo para atraernos tanto y que también nosotros quisiéramos tener.
En realidad, lo que tuvo este hombre –que empezó a gobernar Francia con apenas 21 años– fue a Dios en su corazón. Gracias a la educación que recibió de sus padres –de ambos: padre y madre, sobre todo mediante el ejemplo de sus vidas– tomó en serio el mandato de Jesús que escuchamos hoy en el Evangelio: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todo tu espíritu. Éste es el más grande y el primer mandamiento. El segundo es semejante al primero: Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Mt 22,40). San Luisito fue un niño que abrió su corazón a Dios y se dejó amar por él; luego de joven, dejó que Dios condujera su vida y se preocupó, sobre todo, en agradarlo y cumplir su voluntad; ya hombre maduro y gobernante sabio, aplicó toda su inteligencia y sus energías a cumplir con el segundo mandamiento: “amarás a tu prójimo como a ti mismo.” No separó la fe de la vida diaria.
La unidad de una familia o de un pueblo se construye a partir del Amor de Dios. El que se siente amado por él, puede dar amor a su familia y construir la unidad. Para gobernar un pueblo, no es suficiente que se lleven a cabo algunos proyectos para beneficio de todos. De igual forma, para gobernar una familia no basta con aplicar algunas normas y atender las necesidades básicas de sus miembros. Hay que asegurar esto, obviamente, pero el corazón humano necesita algo más para encontrar verdadero sentido y plenitud a su vida. Ese “algo más” es lo que vemos en este sabio gobernante que tenemos como protector y patrono de nuestra comunidad sanluiseña.
Ese “algo más” no es un añadido o algo superfluo, por el contrario, ese “algo más” es el fundamento de todo. San Luisito se lo deja escrito a su hijo en la primera línea de su testamento: “Hijo amadísimo, lo primero que quiero enseñarte es que ames al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con todas tus fuerzas; sin ello no hay salvación posible.” Amar a Dios con todo el corazón es una respuesta al amor de Dios entregado hasta el extremo por nosotros en la Cruz. No hay salvación posible, es decir, no hay vida verdadera, si no descubrimos que Dios nos amó hasta dar la vida por nosotros. No hay salvación posible, es decir, no puede haber verdadera comunidad si no está fundada en el amor de Jesús entregado hasta el fin en la Cruz.
En la oración al glorioso San Luis Rey, le suplicamos “que nuestro corazón se inflame de tal suerte en el amor a Jesucristo, que no nos apartemos jamás de la senda de la virtud”, es decir, que no nos dejemos llevar por las malas inclinaciones, que no conducen a ninguna parte y siempre traen consigo enfrentamientos, inseguridad y una vida sin sentido. ¿No es acaso lo que pedimos en la oración Tiernísima Madre? En esa hermosa oración, después de suplicarle que “atienda mis necesidades”, enseguida decimos “y, sobre todo…” es decir, por sobre todo lo demás, como lo primero y más importante, le pedimos que nos conceda “un gran amor a tu divino Hijo Jesús”, porque entonces sí, con el amor de Dios en el corazón, como san Luisito, podremos tener “un corazón puro, humilde y prudente”, virtudes esenciales para poder gobernar, ante todo, la propia vida y luego a los otros, si ésa fuera la vocación a la que Dios nos llama, porque nadie da lo que no tiene.
San Luisito es un modelo de esposo, de padre y de gobernante. Fue un esposo fiel porque creyó en el amor y la fidelidad de Dios. La experiencia de su amistad con Dios, la transmitió como sabiduría a su hijo. También la experiencia de una misericordia entrañable de Dios, que tuvo este hombre de gobierno, lo capacitó para estar cerca del que sufre. En el testamento le deja a su hijo unas enseñanzas de buen gobierno, que hoy tienen plena vigencia, y que deberían grabarse a fuego en la memoria de todos aquellos que tenemos responsabilidades en la comunidad: “Ten piedad para con los pobres, desgraciados y afligidos, y ayúdalos y consuélalos según tus posibilidades (…) Para con tus súbditos, obra con toda rectitud y justicia, sin desviarte a la derecha ni a la izquierda; ponte siempre más del lado del pobre que del rico, hasta que averigües de qué lado está la razón.” Hay mucha sabiduría en estos consejos del santo gobernante, sabiduría que tiene su fuente en la experiencia del Dios de Jesús, quien nos asegura que la verdadera vida del hombre y de la comunidad humana crece en la medida en que se entrega, como el grano de trigo, que da fruto si que cae en tierra y muere (cf. Jn 12,24). “Todo nace del corazón abierto de Jesús” –escribieron en el folleto de esta novena–; de ese corazón abierto estamos llamados a nacer como discípulos y misioneros.
Quien conoce algo de la vida de este gran gobernante del siglo XIII, se da cuenta que todo lo que tiene, en realidad no lo vive como propiedad suya, sino como un don de Dios. Él es consciente de que nada tiene que no lo haya recibido. Por eso puede darlo todo, o mejor dicho, puede darse a sí mismo y darse todo, a ejemplo de su amigo y maestro Jesús, que se entregó totalmente, como el grano de trigo, para darnos vida. Darse, y no sólo dar cosas, es posible si se confía en Dios y si esa confianza se fortalece con la oración. San Luis, Rey de Francia, fue un gobernante que rezaba. Su vida de oración y de piedad, según las crónicas de la época, le valió más de alguna crítica, a lo que él respondió: "De eso no me avergüenzo ni me avergonzaré jamás. Y esté seguro de que si en vez de ir a esas reuniones a orar, me fuera a otras reuniones a beber, bailar y parrandear, entonces sí que esas gentes no dirían nada. Prefiero que me alabe mi Dios aunque la gente me critique, porque por Él vivo y para Él trabajo, y de Él lo espero todo". El mensaje claro que nos deja nuestro santo gobernante es la motivación por la cual él vive y actúa. A la luz de su respuesta se comprende mejor que la práctica de la fe, para el cristiano laico, no se contrapone al ejercicio de la política. Por el contrario, la fe le da una dimensión mucho más profunda y luminosa a la actividad política, porque la purifica de “las malas inclinaciones”, a las que hace referencia la oración a nuestro santo.
En Centenario de nuestra Iglesia nos llena de gozo y al mismo tiempo se nos presente como ocasión extraordinaria para encontrarnos más con Jesús, para celebrarlo vivo y presente, y para pedirle, por intercesión de su Madre Tiernísima, que nos lleve a una intimidad mayor con él, nos ayude a cambiar y nos dé fortaleza en las tentaciones, para ser testigos creíbles de su amor en los ambientes que vivimos. Y nos confiamos a la poderosa intercesión de san Luisito, gobernante sabio y justo, esposo fiel y padre bueno, por nuestros gobernantes y por los que tienen responsabilidades en la función pública, por los pobres y por los que sufren, por nuestras familias, y por los niños y los jóvenes, para que en el Bicentenario de nuestra patria, sepamos hacer de este suelo un lugar donde reine para todos la justicia y la solidaridad, la prosperidad y la paz.
Mons. Andrés Stanovnik
Arzobispo de Corrientes

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