PRENSA > HOMILÍAS

Homilía en la fiesta de la Dedicación de la Iglesia Catedral
y de la traslación de la Cruz de los Milagros
Corrientes, 4 de septiembre de 2010

Dos son los acontecimientos que nos convocan esta noche alrededor de la mesa del Altar: el aniversario de la Dedicación de esta Iglesia Catedral y la traslación de la Santísima Cruz de los Milagros. Ambos acontecimientos ocurren cuando iniciamos –con todas las comunidades parroquiales, instituciones y asociaciones– la preparación espiritual a las celebraciones centrales del Centenario de la creación de la diócesis de Corrientes, que tendrá su acto central –Dios mediante– el próximo 2 de octubre. La Dedicación de esta Iglesia Catedral y la traslación de la Cruz de los Milagros nos acompañan e introducen, providencialmente, en este tiempo fuerte del Jubileo arquidiocesano.
¿Qué significa celebrar el aniversario de la dedicación de una iglesia? Hay que entender esta celebración sobre todo como fiesta del “templo vivo del Dios vivo”, decía san Eusebio en el s. IV. El edificio material nos remite, por tanto, a ese otro templo animado que somos nosotros, piedras vivas, miembros de la familia de Dios. Así lo hemos escuchado en la segunda lectura: edificados sobre los apóstoles y los profetas, que son los cimientos, mientras que la piedra angular es el mismo Jesucristo (cf. Ef 2,19-20). Celebrar la dedicación de un templo nos coloca inmediatamente delante de la persona viva de Jesús, que es la “piedra angular” de este edificio vivo. En íntima comunión de vida y de amistad con él, estamos nosotros, como un edificio que va creciendo para constituir un templo santo en el Señor (cf. Ef 2,21). La dedicación de un templo nos lleva, pues, a Jesucristo, muerto y resucitado, que nos hizo amigos suyos, templo vivo con él y miembros de la familia de Dios.
Esto nos conduce al otro acontecimiento: la traslación de la Cruz de los Milagros. Esta Cruz, que veneramos hace más de cuatro siglos, es mucho más que un objeto valioso para la historia de Corrientes. Es un signo que nos señala una realidad superior, tan extraordinaria y asombrosa como inabarcable: el Señor Jesús, crucificado y muerto por amor a nosotros vive, y por él, con él y en él, vivimos también nosotros. Esa realidad la vemos y experimentamos profundamente en la fe. La fe en Cristo nos da la certeza de haber sido constituidos familiares de Dios, Cuerpo de Cristo, Iglesia santa y peregrina hacia los cielos nuevos y tierra nueva que él nos tiene preparados (cf. 2Pe 3,13).
Como sabemos, el traslado de este gran signo de nuestra primera evangelización obedece primariamente a una razón funcional: la reparación del templo de la Cruz. Sin embargo, y al conocer que la última vez que se realizó algo similar fue hace 280 años, el hecho de la traslación adquiere un significado más profundo. El Señor Jesús, mediante ese santísimo signo de la Cruz que hoy, en forma extraordinaria, atraviesa las calles de nuestra ciudad, nos recuerda mediante este gesto histórico y singular, que quiere hacernos ver y experimentar más profundamente la entrañable misericordia de Dios por su pueblo y hacernos misioneros de esa misericordia. Hace poco recordábamos que el Crucificado irradia vida, amor y libertad. En él contemplamos la plenitud de todo lo bueno, bello y verdadero de la condición humana y de su historia. De él recibimos todo lo que necesitamos para dar sentido y dignidad a nuestra vida. Queremos apropiarnos cada vez más de aquella exclamación dirigida al Crucificado, que hacemos en la oración ante la Cruz: “¡Jesucristo, vida y esperanza nuestra!”, y detenernos luego –también con las palabras de esa plegaria– en una súplica confiada: “ilumínanos con tu Espíritu, para conocerte más y seguir tus pasos, abrazarnos a tu cruz y vivir en tu amistad”.
Ese abrazo es el que nos abre las verdaderas posibilidades de vida, de amor y de libertad. Dejarnos abrazar por Jesús crucificado nos saca del aislamiento en el que nos sumerge la autosuficiencia y la transgresión permanente. Esa conducta transgresora –aplaudida hoy como si fuera una gran conquista– nos aleja de Dios, nos hace cada día más violentos y nos enfrenta a unos contra otros. La transgresión, el exceso, la adicción y la violencia son hermanas cómplices y fatales. Con mucha preocupación vemos cómo se propaga una mentalidad que hace del exceso un estilo de vida y ridiculiza cualquier propuesta de normas, que implique límites y cumplimiento. En realidad, se trata de un modo degradante de pensar y de vivir que, lamentablemente, se difunde por los medios, especialmente a través de la televisión. Un modo de pensar y de vivir que contamina a todos, pero que corrompe principalmente la mente de los niños y de los jóvenes. Ante esta realidad asfixiante, el mundo de los adultos aparece, en gran medida, incapaz de reaccionar; sin saber cómo educar para la libertad y menos aún cómo ejercer la autoridad. Cuando se pierde la noción del límite, también se extravía el camino y desaparecen los grandes ideales. Todo se convierte en una búsqueda desesperada de satisfacción inmediata. El aumento de la violencia, en sus diversas expresiones, desde la doméstica hasta la callejera, es una señal que debe hacernos pensar. “Un mundo sin cruz –decía hace poco el Papa Benedicto XVI– sería un mundo sin esperanza, un mundo en el que la tortura y la brutalidad no tendrían límite, donde el débil sería subyugado y la codicia tendría la última palabra. La inhumanidad del hombre se manifestaría de modo todavía más horrible, y el círculo vicioso de la violencia no tendría fin. Sólo la cruz puede poner fin a todo ello.”
Cuando inaugurábamos el Año jubilar decíamos que el motivo de nuestra fiesta era Jesucristo muerto y resucitado. Ese asombroso misterio de amor se revela en el signo de la Cruz, que acompaña desde los orígenes al pueblo correntino y que, con sobrada razón y fundamento, la reconoce como “Cruz fundacional”. En ella, pues, se revela Aquel que es la razón de nuestro jubileo, el motivo de nuestra alegría: ¡Jesucristo, vida y esperanza nuestra! La primera lectura relata el momento emocionante cuando el pueblo de Israel se reúne en la plaza para leer el Libro de la Ley y al finalizar el sacerdote Nehemías los despide con palabras de gran consuelo y esperanza: “No estén tristes, porque la alegría en el Señor es la fortaleza de ustedes” (Neh 8,10). Es una alegría que hunde sus raíces en Dios y de él recibe la savia, por eso es una alegría que permanece. Esas palabras nos reconfortan, como también las del salmista cuando dice: “los preceptos del Señor son rectos, alegran el corazón; los mandamientos del Señor son claros, iluminan los ojos” (Sal 18,9). Hoy, en medio de tanta confusión e incertidumbre, con enormes dificultades para ver dónde está la verdad y, en consecuencia, de no saber a quién creerle, nos da mucha seguridad cuando escuchamos que “la palabra de Dios permanece para siempre” (Sal 18,10). Ese anuncio nos fortalece y nos llena de gozo.
También nosotros, como el pueblo de Israel, queremos reaccionar ante la gracia del Centenario y alegrarnos en el Señor (cf. Neh 8,10). Él es el regalo más hermoso que recibimos de Dios y por el cual tenemos esta familia, que es la Iglesia. El Papa nos ayuda a pensar sobre esto cuando se pregunta: “¿Qué nos da la fe en este Dios?” Obviamente, se refiere al Dios de Jesús, y responde así: “nos da una familia, la familia universal de Dios en la Iglesia católica. La fe nos libera del aislamiento del yo, porque nos lleva a la comunión: en encuentro con Dios es, en sí mismo y como tal, encuentro con los hermanos, un acto de convocación, de unificación, de responsabilidad hacia el otro y hacia los demás”, concluye el Santo Padre. Reconocer agradecidos este don, nos lleva a reconciliarnos con Dios y con los hermanos, a vivir de la Eucaristía y comprometernos a trabajar por la unidad y la comunión en la Iglesia y en la sociedad.
El aniversario de la Dedicación de la Iglesia catedral y el traslado de la Cruz –en el marco espiritual del Jubileo arquidiocesano– nos invitan a una renovación profunda de nuestra fe. El relato del Evangelio, que proclamamos hace un momento, reclama de cada uno de nosotros, una fe decidida y firme. Hoy, Jesús, como lo hizo en su momento a los discípulos, nos dirige también a nosotros la pregunta decisiva: “Y ustedes, ¿quién dicen que soy?” (Mt 16,15). De nada valdría una respuesta prolijamente aprendida, si no moviera realmente nuestro corazón y nuestra voluntad, es decir, si no comprometiera toda nuestra existencia. La respuesta valiente de Pedro: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16,16), nos apremia a responder con la misma decisión y permanecer fieles en ella. Al mismo tiempo, la promesa de felicidad que Jesús le hizo a Pedro: “Feliz de ti (…) porque esto no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en el cielo” (Mt 16,17), nos anima y nos hace sentir dichosos de pertenecer a esta Iglesia centenaria, y a la vez renueva en nosotros anhelos de ser más santos, y mejores discípulos y misioneros de Jesús, con María de Itatí, junto a la Cruz.
San Agustín decía que los cristianos “no llegan a ser casa de Dios sino cuando se aglutinan en la caridad.” La llave para abrir la fuente de esa caridad es la Cruz de Jesús. De allí brota el perdón que nos aglutina en el amor. Esa experiencia de vida nueva y de sentido, que nos vienen de la cruz, se convierten en misión. No nos predicamos a nosotros mismos, sino a Cristo muerto y resucitado (cf. 2Cor 4,5): él nos revela un maravilloso horizonte de humanidad, en el que es posible una vida más plena y más feliz, una convivencia donde efectivamente se respete la diversidad y se la reconcilie en la verdad y la justicia para el bien de todos. Del misterio de la cruz brota la fuerza para el desarrollo integral del individuo y de la comunidad, que traen consigo seguridad, bienestar y paz, realidades tan anheladas por todos.
Que la celebración del aniversario de la Dedicación de nuestra Iglesia catedral y la providencial presencia de la Santísima Cruz de los Milagros en este templo, al iniciar el mes de las celebraciones centrales del Año jubilar arquidiocesano, nos llenen de alegría y nos den la fortaleza y el entusiasmo para vivir con valentía y coherencia la fe que profesamos. Que María de Itatí, junto a la Cruz, Tiernísima Madre de Dios y de los hombres, nos mire con ojos de misericordia y no deseche las súplicas de sus hijos. Así sea.
Mons. Andrés Stanovnik
Arzobispo de Corrientes

ARCHIVOS