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MONS. STANOVNIK EN LA CATEDRAL

Homilía para el Miércoles de Ceniza 2009

1. El Miércoles de Ceniza, como todos los años, nos introduce en un tiempo intenso de preparación al acontecimiento central de nuestra fe: la pasión, muerte y resurrección de Cristo. Toda la vida cristiana se centra en el Misterio Pascual. Por ello, este itinerario espiritual que hoy iniciamos, culmina en la Pascua. No hay mayor acontecimiento que ése. Vivimos, nos movemos y existimos gracias a la resurrección de Cristo. Por eso, san Pablo, cuando se presentó a la comunidad de Corinto afirmó que no quería saber nada, fuera de Jesucristo, y Jesucristo crucificado (1Cor, 2, 2). El Miércoles de Ceniza nos pone en relación directa con él y nos da cuarenta días hasta la Pascua para enderezar nuestra vida sobre sus pasos.

2. Colocarnos frente a Jesucristo nos pone en el camino de lo esencial y nos lleva a renunciar a todo aquello que hace pesada nuestra marcha. Ante él y dejándonos invadir por su luz, vemos lo esencial que él quiere darnos: la amistad con Dios y el reencuentro con los hermanos. El gran apóstol Pablo se convirtió en discípulo de Jesús, cuando en el camino de Damasco iba con la misión de arrestar a los cristianos y se encontró con la espléndida presencia de Cristo resucitado. Ese encuentro transformó su pensamiento y toda su vida. Esa experiencia fue tan intensa, que lo mejor que tiene para decirnos es: “Déjense reconciliar por Dios”, como escuchamos hoy en la segunda lectura. Al iniciar nuestra Cuaresma, también nosotros, como san Pablo, queremos estar frente a Jesús y dejar que él nos reconcilie con Dios y con los hermanos.

3. Para estar frente a Jesucristo tenemos que estar dispuestos a vivir en la verdad. No se puede estar frente a él y mentir. Así lo afirma san Juan: “El que dice: «Yo lo conozco», pero no cumple sus mandamientos, es un mentiroso y la verdad no está en él” (1Jn 2, 1). El desencuentro entre las personas es siempre consecuencia de no vivir en la verdad. Entonces, lo primero que hace Jesús cuando estamos ante él, es poner luz en nuestra vida y ayudarnos a verla desde él, ver a nuestro prójimo como él lo ve, y a descubrir juntos qué sentido tienen las cosas que tenemos. Entonces, esa luz, que es el mismo Jesús, nos hace vivir en la verdad y nos libera del peso de nosotros mismos. Así nos devuelve la alegría de vivir y nos da una gran capacidad para servir a los demás.

4. Por el contrario, vivir lejos de la verdad, enredados con mentiras y fraudes, silencios cómplices y medias verdades, nos aleja cada vez más de la posibilidad de encontrarnos con nosotros mismos, con los demás y con Dios. Así, alejados y divididos, nos sumergimos en una confusión cada vez mayor: el pensamiento y la palabra ya no sirven para transmitir la verdad, sino para confundir más; las acciones que se siguen de allí son muy torpes y egoístas. Lo más grave es no darse cuenta. Pablo, antes de su conversión, es un ejemplo cabal de hombre coherente con su ideología. Él justificaba sus convicciones con sus propias luces. Estaba ciego, pero convencido de que veía. Hasta que cayó en la cuenta y se encontró con la verdad: Jesucristo muerto y resucitado. El misterio de la cruz de Jesús le amplió la visión y le dio una nueva sabiduría. También nosotros estamos ante la gran oportunidad de caer en la cuenta y reconocer que necesitamos cambiar de rumbo nuestra vida. Pero, para eso necesitamos abrir nuestro corazón y nuestra mente a la sabiduría de Cristo y tener la gracia de un encuentro vivo con él. Para que podamos tocar su corazón y que él toque el nuestro, como dijo hace poco el Santo Padre.

5. Hoy la Iglesia nos invita a vivir los cuarenta días, que nos preparan a la Pascua, con la tradicional y efectiva práctica de intensificar la oración, el ayuno y la limosna. La finalidad de esta práctica es liberarnos de todo lo que nos impide ver y vivir el encuentro con Jesucristo y con el prójimo. Purifican la mente y abren el corazón a lo esencial. La oración nos devuelve la alegría de la amistad con Dios, nos coloca ante el misterio de la Cruz de Jesús, señal del amor que se entrega hasta el fin. Nos hace sentir nostalgia de las cosas verdaderas, buenas y bellas, para las que fue creado el corazón humano. Y nos fortalece para buscarlas juntos.

6. La práctica del ayuno, al privarnos del alimento, nos da una señal que lleva a un ayuno más profundo. Se trata del ayuno que toca nuestros excesos y adicciones y las purifica. Hay una infinidad de esclavitudes a las cuales nos hemos acostumbrado: bebidas en exceso; droga; ambición desmedida de poder; el uso indiscriminado de la televisión; la obsesiva comunicación virtual que, en lugar de comunicar a las personas, las aísla cada vez más; un sistemático incumplimiento de las normas en todas los ámbitos de nuestra convivencia social, entre otras adicciones y excesos. El ayuno purifica y endereza la vida, cuando la razón que lo sostiene es profunda y se arraiga en el verdadero Amor a Dios. La limosna completa el círculo virtuoso del que ayuna y reza en serio. Así, la oración, el ayuno y la limosna crean nuevos espacios para el encuentro, nos hacen más sensibles y capaces para el diálogo, más tolerantes, respetuosos y abiertos a los demás.

7. La crisis, que va en aumento y que nos afecta a todos, pero mucho más a los sectores pobres y excluidos, exige de todos, especialmente de los cristianos una vida austera y más solidaria. El gesto humilde de recibir la ceniza sobre la cabeza y escuchar las palabras: “Conviértete y cree en el Evangelio” se contrapone al gesto soberbio de Adán y Eva que, con su desobediencia, perdieron la amistad con Dios. Todos estamos expuestos a la tentación de vivir por nuestra cuenta, al margen de Dios, en un cómodo desinterés por los demás, o en constante rivalidad con el prójimo. El gesto simbólico de la ceniza nos recuerda que todo pasa y que no debemos poner el corazón en los bienes de este mundo. Al mismo tiempo, hace brotar el anhelo de lo esencial, que consiste en hacer la voluntad del Padre celestial y no la nuestra, siguiendo el ejemplo de Jesús.

8. Que María de Itatí, junto a la Cruz, nos enseñe a abrirnos dócilmente a la acción del Espíritu Santo, para que aprendamos de ella a ser verdaderos discípulos de Jesús y misioneros de su misericordia con todos.


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