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Homilía de la Misa del II Encuentro Nacional de Archivística Eclesiástica Corrientes, 22 de octubre de 2010

Celebramos esta Eucaristía en la Iglesia catedral de la arquidiócesis de Corrientes, donde nos acompañan los participantes del II Encuentro Nacional de Archivística Eclesiástica. Son hermanos y hermanas que han venido de numerosas diócesis del país, con el objetivo de compartir el trabajo que realizan en sus respectivos archivos; para aprovechar mejor los recursos tecnológicos aplicados a esa materia; y para profundizar en el significado de este servicio de amor y gratitud a Dios, que en la historia concreta de nuestras Iglesias nos manifiesta su entrañable misericordia de tantas y tan diversas maneras. Una señal extraordinaria de esa misericordia es, para nuestra Iglesia, el Jubileo arquidiocesano. El jubileo cristiano es siempre un tiempo de gozo en el Señor. En realidad, él es nuestro jubileo. El motivo que nos lleva a esa alegre exultación es saber que Dios nos amó primero. Nuestra memoria no sería la misma sin esa experiencia. La primera lectura nos da las palabras justas para expresar el gozo jubilar al recordar que Dios nos quiere: “¡Vengan a mí, los que me desean, y sáciense de mis productos! Porque mi recuerdo es más dulce que la miel y mi herencia, más dulce que un panal” (Eclo 24.19). El “Producto” con mayúscula, que sacia de veras y que colma de sentido la existencia humana, es la cruz de Jesús: en ella está la sabiduría de Dios que ilumina el camino de hombre; la memoria de que Dios lo ama, antes de que él lo amara (cf. 1Jn 4,10). Si hay algo que no puede faltar en un archivo eclesiástico, es el signo de la Cruz: ella conserva las huellas vivas del paso del Señor, su amor entregado hasta el extremo para salvarnos. El signo, al que los creyentes recurrimos con mayor frecuencia, es la cruz: ella es señal de la dulce memoria de ese Dios que nos amó primero y lo hizo entregándose a sí mismo hasta el fin. La condición para encontrarse con él es aceptar su invitación: “Vengan a mí todos los que están afligidos y agobiados, y yo los aliviaré (…) porque mi yugo es suave y mi carga liviana” (Mt 28,11). En esa invitación está la verdadera sabiduría, esa que María experimentó en toda su profundidad y amplitud desde que escuchó y aceptó el anuncio del Ángel, hasta la muerte y resurrección de Jesús: “Ella conservaba estas cosas y las meditaba en su corazón” (Lc 2,19). ¡Cuántas veces tuvo que hacer memoria sobre esos acontecimientos cruciales, para responder siempre de nuevo: “Yo soy la servidora del Señor, que se cumpla en mi lo que has dicho”! (Lc 1,38). El pueblo de Corrientes y de todo el Noreste, la recuerda y la ama como la “Tiernísima Madre de Dios y de los hombres”: ante a ella se descubre hijo y hermano; y con ella se siente pueblo peregrino hacia el Padre. La ternura de María –ternura fortalecida y madurada junto a la cruz– nos recuerda siempre que abrazada con Jesús, la cruz se hace “yugo suave y carga liviana”. Así, esa cruz –dijo hace poco el Santo Padre– “habla a todos los que sufren –los oprimidos, los enfermos, los pobres, los marginados, las víctimas de la violencia– y les ofrece la esperanza de que Dios puede transformar su dolor en alegría, su aislamiento en comunión, su muerte en vida. Ofrece una esperanza ilimitada a nuestro mundo decaído". Pero advirtió también que “un mundo sin cruz sería un mundo sin esperanza, un mundo donde la tortura y la brutalidad seguirían siendo salvajes, los débiles serían explotados y la codicia tendría la última palabra. La inhumanidad del hombre contra el hombre se manifestaría de manera aún más tremenda, y no existiría la palabra fin al círculo maléfico de la violencia. Sólo la cruz pone fin a ello". En este templo se guarda el leño histórico que representa la Santísima Cruz de los Milagros, recordada también como la Cruz fundacional de Corrientes. En efecto, en el lateral izquierdo del crucero podemos contemplar la santa reliquia que tiene ya más de cuatro siglos. La memoria de nuestro pueblo recuerda que en los días próximos a la fundación de esta ciudad, un grupo de españoles construye una empalizada en las inmediaciones donde está el actual puente que une las ciudades de Corrientes y Resistencia, y arman una cruz con palos de urunday y la plantan en las cercanías del fuerte. Los naturales, en número muy superior a los españoles, inician un feroz ataque al fuerte y deciden quemar la cruz. Luego de varios intentos, la cruz no entra en combustión. Maravillados por el prodigio, deponen las armas y llegan a un acuerdo con los españoles. Más allá de los pormenores que acompañan los diversos relatos de este acontecimiento, la verdad es que el signo de la cruz está en el origen del pueblo correntino y, como reza la oración “Ante la Cruz…”, ella es signo del inmenso amor de Jesús por nosotros, quien “creó con los dos pueblos un solo Hombre nuevo en su propia persona, restableciendo la paz, y los reconcilió con Dios en un solo Cuerpo, por medio de la cruz” (cf. Ef 1,15-16). Si pudiéramos colocar esta cruz como un pendrive en una computadora, se desplegaría ante nosotros el maravilloso itinerario de humanidad que estamos llamados a transitar juntos. La Cruz es la clave para abrir el “archivo” vivo donde se guarda la memoria salvífica y liberadora de nuestro pueblo, allí están “esas cosas” que María nos invita a conservar y meditar en nuestro corazón. La mística de servicio, que distingue a los que trabajan en los archivos eclesiásticos, debe tener una clara dimensión eucarística. Esa espiritualidad brota de la Eucaristía como memorial: memorial del sacrificio y del banquete, de donación y de encuentro. Si se menoscabara esa dimensión de memorial, se perdería también el sentido de servicio y de donación. En ese orden, la contribución que hacemos a la Iglesia dotándola de un archivo accesible y ordenado, adquiere una significación y belleza singulares, por cierto muy lejos de ser una actividad de mera conservación. Un archivo accesible y ordenado es como una memoria reconciliada: uno se halla con Dios, consigo mismo y con los demás. Que la valiosa tarea que realiza el ENAE de enseñarnos a ordenar la memoria de nuestros archivos eclesiásticos y de aprender a recorrerlos, se convierta en una nueva oportunidad para fortalecer la amistad con el Señor Jesús, celebrarla gozosamente con nuestros hermanos en la Iglesia, y convertirnos en apasionados misioneros y constructores del Reino de los cielos. Mons. Andrés Stanovnik Arzobispo de Corrientes

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