PRENSA > HOMILÍAS

Mensaje del Arzobispo en la clausura del Año Jubilar Corrientes, 20 de noviembre de 2010

El 3 de febrero de este año, al cumplirse cien años de la creación de la diócesis de Corrientes, hemos iniciado el Año Jubilar alegres y esperando la visita de Dios que nos anunciaba el Adviento. Esta fue la ocasión favorable que el Señor Jesús eligió para llevar a su Iglesia centenaria a un encuentro más personal y más íntimo con él. Durante este tiempo, se nos concedió la gracia de mirar con ojos nuevos los “dos amores” que colman los anhelos más nobles y más profundos del ser correntino: la Cruz de los Milagros y la Virgen de Itatí. La contemplación de esos dos signos nos hizo sentir el inmenso amor de Jesucristo, experiencia que nos arraigó aún más en el amor a él y a su Iglesia. En ella recibimos la fe en Jesús, que nos hace Iglesia –familia de Dios–, que hoy se siente feliz y agradecida por haber podido celebrar el Centenario de su creación. En las diversas celebraciones jubilares no nos hemos cansado de repetir: ¡Jesucristo es nuestro jubileo! Y con él nos hallamos. Hemos compartido esa experiencia celebrando la visita de la Cruz y de la Virgen en nuestras instituciones y hogares. Allí rezamos por las familias, para que vivan unidas en el amor de Dios y sean santuarios donde se proteja la vida naciente y luego en todas sus etapas; con motivo del Bicentenario, oramos también por nuestra patria y por sus gobernantes, para que, con la ayuda de Dios, la construyamos entre todos y para todos. Las oraciones Ante la Cruz y Tiernísima Madre nos recordaron que tenemos que rezar todos los días y, en particular, cada vez que iniciamos nuestras actividades y luego al concluirlas. La solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo, Rey del Universo, que coincide providencialmente con la clausura del jubileo, nos invita a levantar nuestra mirada hacia lo alto y contemplar en él la respuesta total a las inquietudes más hondas de nuestra existencia. El tiempo del jubileo fue una oportunidad extraordinaria para expresar nuestra alegría de creer en Cristo, de conocerlo más y de estar con él. Eso nos hizo sentir más Iglesia. Ahora, mientras clausuramos este tiempo de especial cercanía del Amor de Dios a nuestra vida, sentimos la urgencia de responderle acercándonos más a él y a nuestros hermanos. Lo que hemos vivido con mucha intensidad, debe traducirse ahora a la vida diaria. Esa feliz experiencia de encuentro con el Señor Jesús y con los hermanos, nos lanza a la misión. ¡Cómo no contarles a los demás que es hermoso creer, que la fe en Cristo nos hace más humanos y más felices, y que sólo en él se encuentra la verdadera fuerza, esa que necesitamos para vivir unidos y solidarios con todos! La misión brota de la fe en Jesús, de conocerlo y de creer en él. El jubileo, al darnos la gracia de celebrar a Jesucristo vivo y operante en medio de nosotros, nos envía a la misión. El discípulo misionero, siguiendo a Jesús, es ante todo un hermano cercano. En ese seguimiento, aprende cómo se llega al corazón del otro, para amarlo entrañablemente. Así lo hicieron los santos y las santas, hombres y mujeres fieles a Dios y grandes misioneros, verdadero don para la Iglesia y un enorme beneficio para la sociedad. Ellos vivieron en la verdad que predicaron con caridad. También hoy viven y trabajan con nosotros muchas personas, que no suelen aparecer en ámbitos públicos, pero viven con fidelidad y coherencia su vocación y su misión. A través de ellos, por caminos que sólo Dios sabe, se transmite mucha bondad, alegría y paz; son personas que se descubren amadas por Dios y eso las acerca al prójimo, a quien aman y sirven como si fuera el mismo Jesús. Él nos llama a salir de la mediocridad y nos convoca a la maravillosa tarea de ser santos, esa hermosa vocación que consiste en hacer realidad la Vida, ésa que nos viene de Jesucristo muerto y resucitado, y que eleva la nuestra haciéndola más digna y más plena. Todo el que cree en Jesús y ama a la Virgen, se convierte en misionero de esa experiencia. Es precisamente en la misión donde se prueba si esa fe y ese amor son auténticos; la misión, como el amor, es mucho más que un entusiasmo pasajero o un sentimiento fugaz; es, sobre todo, un testimonio de amor y de cercanía. “Los hombres de nuestro tiempo –nos recuerda el Santo Padre– quizás no siempre de modo consciente, piden a los creyentes no sólo que "hablen" de Jesús, sino que también "hagan ver" a Jesús.” Esa coherencia de vida es un don que nos viene de la amistad con él, amistad que se fortalece en la Iglesia, principalmente, mediante la lectura creyente de la Palabra de Dios, la participación en la Eucaristía, en especial los domingos; y confesando nuestros pecados para recibir el perdón de Dios. Volviendo nuestra mirada al signo de la Cruz y fijándola en el Crucificado, exclamemos una vez más: ¡Jesucristo, vida y esperanza nuestra! Recuérdanos que el amor todo lo puede. Que tu abrazo desde la Cruz nos haga misioneros de tu misericordia. A María, Tiernísima Madre de Dios y de los hombres, que contemplamos en la hermosa imagen de Itatí, le pedimos que nos enseñe a acercarnos unos a otros con un corazón puro; que seamos humildes para estar al servicio del bien de todos; prudentes en el ejercicio de la autoridad; pacientes y comprensivos con los que no piensan como nosotros; fuertes para no ceder ante la tentación de convertir en ídolos el poder, el dinero, la droga, el alcohol, el sexo y el juego; y firmes para no claudicar ante la cultura de la violencia y de la muerte, que se ensaña peligrosamente con la vida humana desde su concepción y en el ocaso: esos momentos tan frágiles de la existencia y que mayor contención legal, protección comunitaria y acompañamiento piadoso necesitan de la sociedad. Y, finalmente, imploremos a la que no deshecha las súplicas de sus hijos, que nos dé consuelo ante la muerte de nuestros familiares y amigos, y ante nuestra propia muerte, con la esperanza puesta en su divino Hijo Jesús, Camino que nos lleva a la plenitud y felicidad en el cielo, que él nos prometió. Ante la Cruz de los Milagros y la imagen de la Virgen de Itatí, mientras expresamos nuestro profundo agradecimiento a Dios por la gracia del Año jubilar, nos consagramos con Jesús al Padre y encomendamos al amparo de la Santísima Virgen a nuestra querida Iglesia arquidiocesana, que peregrina en Corrientes –ahora jubilosa y centenaria– con sus obispos y sacerdotes, diáconos y seminaristas, consagradas y consagrados, y todos los fieles laicos. Para concluir, aclamemos juntos diciendo: “Te adoramos Cristo y te bendecimos: porque por tu Santa Cruz redimiste al mundo”. “Tierna Madre de Itatí: ruega por nosotros”. Mons. Andrés Stanovnik OFMCap. Arzobispo de Corrientes

ARCHIVOS