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Homilía en la Ordenación sacerdotal de fray Joaquín Ernesto Gersicich Corrientes, 27 de noviembre de 2010

Quisiera empezar esta reflexión colocando en contexto eclesial la Ordenación Sacerdotal de nuestro Hermano Joaquín Ernesto Gersicich, descendiente del primer obispo de esta Diócesis centenaria, Mons. Luis María Niella, recordando con ustedes dos acontecimientos universales que vive la Iglesia en esta jornada: en primer lugar, hoy iniciamos el tiempo de Adviento. Y en segundo lugar, el Santo Padre Benedicto XVI ha convocado a toda la Iglesia -en este espíritu de Adviento– a una Vigilia de oración por la vida naciente.
Vayamos primero al Adviento, período durante el cual nos preparamos para recibir la visita de Dios. Él vendrá en el momento menos pensado –dice la Escritura– y nos sorprenderá con una visita que jamás podríamos imaginar. Para recibirla bien, hay que estar preparado y en vela, para que no nos sorprenda, como a aquellos hombres del tiempo de Noé, que por estar en otra cosa, el diluvio les pasó por encima. Para una buena preparación –advierte san Pablo– teniendo en cuenta el tiempo que vivimos hay despojarse de las obras de las tinieblas y revestirse de las armas de la luz, porque la salvación está más cerca de nosotros que cuando abrazamos la fe. En consecuencia, nada de comilonas y borracheras, nada de lujurias y desenfrenos, que podríamos actualizar diciendo, por ejemplo, nada de alcohol y de juegos, de prostitución y de droga, de corrupción y mentiras...
Más bien, dejémonos llevar por la invitación del profeta Isaías : “Vengan, subamos al monte del Señor, para que él nos enseñe sus caminos y nosotros sigamos sus sendas”. Vale la pena hacerlo, porque la promesa de prosperidad y de paz está asegurada: “De las espadas forjarán arados y de las lanzas podaderas.” La visita de Dios trae vida plena, felicidad sin límites, pero la condición es dejarse visitar y seguir sus instrucciones, como aquellos 33 mineros, que recibieron la visita y, obedeciendo al pie de la letra las indicaciones, se dejaron conducir hacia la luz y el encuentro. Así es el Amor del Padre: llega hasta nosotros mediante la visita de su Hijo Jesús, hasta el fondo oscuro de nuestra vida y nos salva, porque “él no es un Dios de muertos sino de vivientes.”
Con ocasión de la vigilia de oración por la vida naciente, que ha convocado el Papa, el episcopado argentino manifiesta su deseo de “agradecer al Señor que, con el don total de sí mismo, ha dado sentido y valor a toda vida humana y para invocar su protección sobre cada ser humano llamado a la existencia (…) Estamos convencidos de que no podremos construir una Nación que nos incluya a todos si no prevalece en nuestro proyecto de país el derecho primario de toda persona a la vida desde la concepción (…) a fin de proteger su calidad de vida hasta la muerte natural. Por eso, como pastores y ciudadanos, queremos reafirmar, en este camino del Bicentenario y de modo especial durante el 2011, la necesidad imperiosa de priorizar en nuestra patria el derecho a la vida en todas sus manifestaciones.” Con estas palabras, la Conferencia Episcopal declara el año 2011 como el Año de la vida.
La vida nos viene de Dios, pero no de cualquier dios, sino del Dios que nos manifestó su amor hasta el extremo dándonos su propia vida para que en él la tengamos en plenitud. Esta maravillosa realidad, nos introduce al misterio que vamos a celebrar con la ordenación sacerdotal del Hno. Joaquín. A partir de hoy, querido Joaquín, vas a ser sacerdote de Cristo en la Iglesia para administrar a todos los hombres esa vida en plenitud que nos viene de él. El don espiritual –la vida de Cristo, reflejo del amor del Padre– que vas a recibir hoy no te dispone para una misión limitada y restringida, sino para una misión amplísima y universal, porque el sacerdote está ordenado no sólo para la Iglesia particular sino también para la Iglesia universal . El sacerdocio de Cristo, de cuya plenitud participan verdaderamente los presbíteros, se dirige a todos los pueblos y a todos los tiempos, y no se coarta por límites de sangre, de nación o de edad…, ni de fraternidad, de provincia o de orden, podríamos añadir nosotros.
El lema que elegiste para tu ordenación sacerdotal: “Como el Padre me ama a mí, así Yo… los he amado a ustedes” , coloca en el centro el Amor del Padre. Si queremos saber cómo nos ama Dios, tenemos que mirar a Jesús y contemplar en él su amor entregado hasta el extremo por todos. El signo de la cruz es la prueba culminante del inconmensurable amor que Dios nos tiene. Francisco de Asís captó la profundidad de este misterio cuando se estremecía de gozo ante la pobreza del Pesebre, se conmovía hasta las lágrimas contemplando a Jesucristo pobre y crucificado, y finamente, cuando quedaba extasiado ante el misterio sublime de Jesús en la humilde forma del Pan.
La gran estima de Francisco por el sacerdocio partía de su profunda fe en la eucaristía, como lo explica él mismo en sus escritos: “cada día él se humilla, como cuando desde el trono real vino al seno de la Virgen; cada día él mismo viene a nosotros en apariencia humilde; cada día desciende del seno del Padre al altar en las manos del sacerdote. Esas manos cumplen mucho más que una mera función, como si una vez finalizada la tarea, el sacerdote se pudieran dedicar a otra cosa. Esas manos representan la dedicación total de la persona al servicio de Dios. La unción del Espíritu y esa especial unión con Cristo configura todo su ser y su obrar en una totalidad. Esa especial configuración lo capacita sólo a él para ofrecer el sacrificio y perdonar los pecados en nombre de Cristo. Podríamos decir que el sacerdote está llamado a ser a partir de lo que sólo él puede hacer. Y lo que sólo él puede hacer es presidir la eucaristía y administrar el sacramento de la Reconciliación. Por ello, lo distintivo que sólo él puede realizar configura también toda su existencia. Tenemos un ejemplo extraordinario en nuestro hermano san Pío de Pietrelcina: hombre que inmoló su vida en el confesonario, escuchando con amor a los penitentes; y junto al altar del santo Sacrificio, se lo veía identificado con Jesucristo pobre y crucificado.
Por tanto, el Hermano Menor sacerdote estará llamado a profundizar su vida y su misión, sobre todo a partir del misterio eucarístico, realidad de comunión y donación total, que en la humildad de la encarnación del Hijo de Dios, no retiene nada para sí, sino que se entrega por amor hasta el extremo. La celebración de ese misterio, fuente de la vida eclesial y raíz, eje y corazón de nuestra vida fraterna, deberá llevar al sacerdote, hermano menor, a un camino de progresiva desapropiación de sí mismo y creciente adhesión a Jesucristo pobre y crucificado. Él es el “centro espiritual de la fraternidad”, el fundamento de la fraternidad, puesto que sólo en él somos verdaderamente hermanos. La Eucaristía, en la que Cristo es ofrecimiento de amor y vínculo de unidad, sea, en efecto, la fuente y el culmen de nuestra vida fraterna y de todas nuestras actividades , leemos en la propuesta del nuevo texto de las Constituciones.
El Hermano de Asís se alegró cuando llegó el primer sacerdote a la fraternidad, fray Silvestre, de quien se dice que hablaba con Dios como lo hace un amigo con su amigo. En consecuencia, también para nosotros hoy, recibir a un hermano sacerdote en la fraternidad, es un regalo del Señor, porque es él quien lo hace y él quien lo envía a nosotros. Sobre todo, si se trata de un hermano que sólo él recibe y sólo él administra a los demás el santísimo cuerpo y la santísima sangre del altísimo Hijo de Dios, como recuerda conmovido san Francisco en su Testamento.
Querido Hermano Joaquín: que tu maduración espiritual como hermano sacerdote se identifique cada vez más con este sublime misterio para el cual vas a ser ordenado. Este servicio sacerdotal no tiene nada que ver con el prestigio, o con el poder, o con alguna aspiración a tener autoridad, como suele confundirse el ejercicio de este ministerio. Recuerda siempre que el aprecio de Francisco por la vocación sacerdotal partía de la contemplación de Jesús pobre en el pesebre, entregado por amor hasta el extremo en la Cruz, y humilde bajando del seno del Padre sobre el altar en las manos del sacerdote. Que María, Tierna Madre de Itatí, que recibió en su seno al Hijo de Dios, te enseñe a recibirlo y amarlo como un fiel discípulo suyo y, al mismo tiempo, te alcance la gracia de ser un fervoroso hermano sacerdote y misionero, para darlo a tantos hermanos y hermanas, que hoy tienen hambre y sed de Dios, y piden a los creyentes no sólo que "hablen" de Jesús, sino que también "hagan ver" a Jesús.” Amén.
 Andrés Stanovnik OFMCap
Arzobispo de Corrientes

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