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Homilía de la Toma de posesión del párroco Pbro. Eduardo Ramón Romero Olguín
Iglesia Catedral Nuestra Señora del Rosario
Corrientes, 04 de febrero de 2011

La Iglesia nos enseña que entre los templos de la diócesis el lugar más importante corresponde a la iglesia Catedral. Ella es signo de unidad de la Iglesia particular. Ella es el lugar donde acontece el momento más alto de la vida de la diócesis en la liturgia que preside el obispo. Por eso, esta comunidad parroquial tiene la misión de ser signo de comunión y, al mismo tiempo, modelo de unidad para todas las demás comunidades parroquiales de nuestra arquidiócesis. Esta vida de unidad y comunión, celebrada en la Eucaristía, debe manifestarse en un renovado impulso misionero.
De este modo hacemos tres afirmaciones que deben constituir el programa de vida de esta comunidad. Primero: ser signo de comunión y modelo de unidad; segundo: la celebración de los sacramentos, sobre todo de la Eucaristía, debe constituir el centro de la comunidad parroquial; y tercero: toda la comunidad y todos en la comunidad deben renovar profundamente su vocación misionera.

Signo de comunión y modelo de unidad
La providencial ocasión que nos brinda el cambio de párroco, es una nueva oportunidad que Dios nos ofrece para convertirnos a él y tratar a nuestro prójimo con los sentimientos y las actitudes de Jesús. Necesitamos con urgencia vivir una verdadera espiritualidad de la comunión, que significa –como nos recordó nuestro amado Juan Pablo II– capacidad de ver ante todo lo que hay de positivo en el otro, para acogerlo y valorarlo como regalo de Dios: como un “don para mí”. Espiritualidad de la comunión es saber “dar espacio” al hermano, llevando mutuamente la carga de los otros y rechazando las tentaciones egoístas que continuamente nos asechan y engendran competitividad, ganas de hacer carrera, desconfianza y envidias. No nos hagamos ilusiones, sin este camino espiritual, de poco servirían los instrumentos externos de la comunión.
Para construir la comunión se necesitan, ante todo, hombres y mujeres nuevos, es decir, hombres y mujeres con un corazón purificado y renovado por la gracia y el amor de Dios. Esta comunidad parroquial debe empezar decididamente a poner en práctica aquel ayuno cristiano que describió un autor del siglo II con estas palabras: “El ayuno que vas a practicar tienes que observarlo de la siguiente forma: Ante todo debes cuidarte de toda mala palabra y de todo mal deseo, y debes purificar tu corazón de todas las vanidades de este mundo”. El nuevo párroco deberá acompañar este camino penitencial con corazón de pastor, con mucha paciencia y firme al mismo tiempo, cercano y respetuoso con todos, para guiar a esta comunidad hacia una mayor unidad y comunión.

Una comunidad centrada en la Eucaristía
La celebración de los sacramentos, sobre todo de la Eucaristía, debe constituir el centro de la comunidad parroquial. Con la Palabra de Dios y el Pan de Vida iluminamos y fortalecemos la comunión misionera de nuestras comunidades. La Eucaristía, como sabemos, la fuente y cumbre de toda nuestra vida cristiana. Esto hace a la diferencia de la comunidad creyente con todas las demás asociaciones humanas y se convierte en su quehacer más importante y distintivo. Así como la Iglesia vive de la Eucaristía, la vida espiritual de los creyentes y sobre todo del sacerdote, depende de la eucaristía. Por eso, el párroco deberá esmerarse, con la colaboración de sus ministros laicos, para que la celebración de la Misa sea realmente el corazón palpitante de la parroquia y ésta se convierta en una verdadera comunidad eucarística.
Muy unido a la Santa Misa está el sacramento del perdón. El sacerdote debe ser un ministro disponible y paciente para recibir, escuchar, consolar y dar aliento al penitente mediante el sacramento del perdón. Toda la catequesis de iniciación cristiana y los medios de formación cristiana permanente, tienen por objeto lograr que participemos de un modo pleno en la vida sacramental de la Iglesia y renueve profundamente su vocación misionera.

Una experiencia de comunión misionera
Toda la comunidad y todos en la comunidad deben renovar profundamente su vocación misionera. La comunidad parroquial no se construye mirándose a sí misma y atendiendo exclusivamente sus propias necesidades. Cuando esto sucede, se empiezan a deteriorar seriamente las relaciones personales y eso, tristemente, da lugar a chismes, murmuraciones, calumnias y habladurías de todo género. El Párroco debe estar muy atento para que la comunidad no se transforme en un lugar de intrigas palaciegas, como la corte del rey Herodes –según lo que escuchamos en el Evangelio de hoy–, donde mientras se admira al profeta Juan, por detrás se urde una perversa trama para matarlo. Una comunidad que se mira sólo a sí misma, queda ciega a las verdaderas necesidades de los hermanos y espiritualmente embotada e insensible para la misión.
El entusiasmo de la misión brota de una comunidad que se abre a la gracia de la comunión con Dios y con sus hermanos. Sólo una comunidad reconciliada es una comunidad misionera. La unidad y comunión se refuerzan en la medida que una comunidad se abre a la misión, y se achica, cuando los miembros de esa comunidad se entretienen sólo con sus propias cosas. Una comunidad vive arraigada en Dios, cuando sus miembros, encendidos por el amor de Jesús, salen a encontrarse con los alejados y comparten con ellos la experiencia de unidad y comunión que experimentan en su propia comunidad parroquial. El párroco, como hombre que está en medio y delante de su pueblo, es el primer animador de esa vida comunitaria abierta a la misión, y solidaria con los que más sufren.

El Presbítero: hombre de Dios para los hombres
El sacerdote es el hombre de los vínculos: está delante y en medio de su pueblo, para ayudar a que los fieles cristianos sean cada vez más amigos de Dios, más fraternos entre ellos y abiertos a todos. Con esa misión, el presbítero enseña, santifica y guía al pueblo de Dios, lo reúne en nombre de Cristo y, en consecuencia, también en nombre de la Iglesia.
El sacerdote es, ante todo, un hombre de Dios, alguien vinculado estrechamente a él, que mantiene con él un trato frecuente e íntimo, para luego hablar y actuar en su nombre. Es el hombre del trato íntimo con Dios: “Si quieren que los fieles recen con gusto y piedad, –decía Pío XII al clero de Roma– precédanlos en la iglesia con el ejemplo, haciendo oración delante de ellos. Un sacerdote de rodillas ante el tabernáculo, en actitud digna, con profundo recogimiento, es un modelo de edificación, una advertencia y una invitación a la imitación orante para el pueblo.” En ese trato familiar con Dios, aprende y se fortalece para vivir su vida y ministerio a ejemplo de Jesús, Buen Pastor, “que no vino a ser servido sino a servir.”
El presbítero es un hombre de Dios para los hombres: es un hombre comunitario y su tarea nunca puede ser realizada de un modo individualista, sino colectivo. De hecho, él es miembro de un presbiterio cuya cabeza es el obispo, por eso recordamos con frecuencia que “el ministerio ordenado tiene una radical «forma comunitaria» y puede ser ejercido sólo como «tarea colectiva».
Esto nos hace pensar que la misión del párroco es estar atento y cuidar que ninguno se sienta excluido de la vida de la comunidad parroquial y que todos vayan encontrando su lugar y participen activamente en la vida de la parroquia. Con su animación, la comunidad parroquial debe ser un ejemplo donde se comparte responsablemente todo lo que hace a la vida común, tanto las necesidades espirituales como materiales. Por eso, hay dos organismos que no pueden faltar en una comunidad parroquial y que son una ayuda indispensable para que el párroco pueda desarrollar su ministerio en forma comunitaria: el consejo de pastoral y el consejo de asuntos económicos.
El sacerdote es para la comunidad y por eso está llamado a estar “en medio de su pueblo”. La presencia del sacerdote en medio de su pueblo le permite conocer y compartir la vida cotidiana de su gente y, por consiguiente, participar con ellos de sus alegrías y también de sus penas, para ayudarles a vivir todo a partir de Dios.

P. Eduardo: hoy esta comunidad parroquial de Nuestra Señora del Rosario de la iglesia Catedral te recibe, para que con ellos y al frente de ellos los congregues en una sola familia animada por el Espíritu Santo, y los conduzcas a Dios por medio de Cristo. Es una comunidad especial –como dijimos al comienzo– por el peculiar lugar que ocupa y la misión que de ello se deriva, que tiene su propia identidad y su camino pastoral, su memoria y sus tradiciones, sus alegrías y sus penas. Ayúdale a “perseverar en el amor fraternal” –como escuchamos en la primera lectura–, y nunca dudes de las palabras que el mismo Dios ha dicho hoy: “No te dejaré ni te abandonaré”, para que puedas decir con toda confianza “El Señor es mi protector: no temeré”.
El Pbro. Eduardo Romero Olguín ha sido párroco de “San Lorenzo, diácono y mártir” desde el momento mismo de la erección del templo como parroquia, el 15 de julio del año 2003. Antes de ello fue vicario en las parroquias “Santa Teresita del Niño Jesús”, “Cristo Obrero”, “San Cayetano”, “San Cosme”, “San José” en Saladas y “San Antonio de Padua” en Mburucuyá. Además, actualmente es Delegado Episcopal para el Ecumenismo y el Diálogo Interreligioso, cargo en el que continuará ahora como Párroco de esta comunidad de la iglesia Catedral, a quien le deseamos una fructífera tarea pastoral, con la ayuda de Dios. Recibimos contentos también al P. Martín Vera, quien colaborará estrechamente con el nuevo párroco como su vicario. El P. Martín fue párroco en la parroquia de María Auxiliadora de Bella Vista y últimamente ejercía su ministerio sacerdotal como vicario parroquial en Santa, y otras tareas pastorales. También a él le deseamos que se halle en esta comunidad y que Dios haga fecundo su servicio sacerdotal.
Agradezco vivamente en nombre de la Iglesia el ministerio parroquial que desempeñó el P. Oscar Barrios en esta comunidad. Fue un período más bien breve, ciertamente, pero meritorio por su fidelidad y su entrega, no pocas veces sin sufrimiento. Valoramos también su esfuerzo y aporte como Delegado episcopal de los Asuntos Económicos de la Arquidiócesis y le auguramos una fructífera labor pastoral en la Parroquia San Lorenzo, diácono y mártir.
Para concluir, el relato del martirio de Juan nos recuerda que la vida tiene sentido si el hombre se compromete con la verdad y se entrega por ella hasta las últimas consecuencias. Mucho más aún, cuando tenemos la dicha de vivir esa entrega con Jesús como un sacrificio agradable al Padre. Por eso, ante la Santísima Cruz de los Milagros, que se encuentra providencialmente en este templo, bajo la dulce mirada de Nuestra Señora del Rosario, patrona de esta parroquia, y confiando en su poderosa intercesión, colocamos junto a la ofrenda de pan y de vino estos acontecimientos, y le suplicamos a ella que nos enseñe a ser amigos de Jesús, a caminar unidos como hermanos y a ser alegres misioneros de esa amistad mediante un renovado compromiso con la Iglesia y con la sociedad. Así sea.
Mons. Andrés Stanovnik
Arzobispo de Corrientes

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