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 Homilía de la Misa de inicio del año académico
del Seminario Interdiocesano “La Encarnación”
Resistencia, 28 de febrero de 2011

 

 “La palabra del Señor permanece para siempre”. Esta frase, con la que comienza la Exhortación Verbum Domini, nos pone frente al misterio de Dios que se comunica a sí mismo mediante el don de su palabra. A la vez, la expresión “Misterio de Dios que se comunica a sí mismo…” evoca el lema con el cual se quiere iluminar el camino formativo de este año: "En el Misterio de lo cotidiano, se recibe, valora, celebra y anuncia la Vida como don". Pero antes de comentar el lema, vayamos al texto evangélico.

El primer episodio, que relata el evangelista Marcos, es un hombre que corre y se arrodilla delante de Jesús, reconociéndolo Maestro. El hombre tiene buenas intenciones y manifiesta deseos de vivir una vida plena y heredar luego la eterna. Pero se encontró con una sorpresa que no esperaba. Aquel hombre calculaba que el Maestro podía perfeccionar su proyecto personal de vida, pero se equivocó. De pronto se dio cuenta que estaba delante de alguien que le pedía todo: “Jesús lo miró con amor y le dijo: «Sólo te falta una cosa: ve, vende lo que tienes y dalo a los pobres; así tendrás un tesoro en el cielo. Después, ven y sígueme”. Encontrarse con él hace saltar por el aire todos los cálculos y uno queda solo ante él y su invitación de dejarlo todo y seguirlo. Nuestra presencia hoy aquí tiene sentido únicamente porque nos hemos sentido llamados por Jesús y queremos seguirlo hasta las últimas consecuencias.

Con ese cuadro evangélico, a uno le viene espontáneamente a la mente Deus Caritas est, allí donde dice en qué consiste ser cristiano: “No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva.” (n. 1). Lo que aterró al hombre fue la orientación decisiva, porque lo enfrentó con la realidad más honda de su existencia: no se trata de dar más cosas, sino de darse todo entero. En Caritas in veritate, continuando en la misma dirección, se afirma que “un cristianismo de caridad sin verdad –recordemos que Cristo es la verdad– se puede confundir fácilmente con una reserva de buenos sentimientos, provechosos para la convivencia social, pero marginales.” (n. 4). Esa reserva de buenos sentimientos que tenía el hombre que se acercó a Jesús, aún no constituían la señal de una orientación decisiva y total de su vida. La orientación decisiva es un don, por consiguiente, fruto de un encuentro personal. A diferencia de otros que se encontraron con Jesús y se llenaron de alegría y de paz, ese hombre se fue triste y apenado, porque –dice el evangelio– poseía muchos bienes y era adicto a ellos, con lo cual la orientación de su vida ya estaba comprometida.

Al iniciar nuestro año académico y continuar el proceso formativo, porque este último no se interrumpe nunca, ni siquiera en las vacaciones, podríamos preguntarnos: ¿Cuáles son los “bienes” a los que estamos apegados? Afectos, ideas, cosas… Si es a alguien a quien Jesús mira con amor, con un amor preferencial, es a ustedes, seminaristas, a quienes Jesús eligió y llamó para estar con él y, oportunamente, para enviarlos a predicar (cf. Mc 3,14). Hoy estamos aquí para continuar el proceso de discernir su llamada, de aprender a “estar más con él”, de conocerlo más, de entusiasmarnos más con él y de romper todos los lazos que nos atan a nosotros mismos. Queremos poner nuestra voluntad en sintonía con el querer de Dios y no con nuestros gustos. Esto es posible sólo si cultivamos un trato familiar e íntimo con él. En la Carta a los seminaristas, el Santo Padre, enseña que quien quiera ser sacerdote debe ser sobre todo un “hombre de Dios”. Dios se ha manifestado en Jesucristo. En el rostro de Jesucristo vemos el rostro de Dios. En sus palabras escuchamos al mismo Dios que nos habla. Por eso, lo más importante en el camino hacia el sacerdocio, y durante toda la vida sacerdotal, es la relación personal con Dios en Jesucristo. Por esto es importante que el día se inicie y concluya con la oración. Que escuchemos a Dios en la lectura de la Escritura. Que le contemos nuestros deseos y esperanzas, nuestras alegrías y sufrimientos, nuestros errores y nuestra gratitud por todo lo bueno y bello. Y con la gratitud aumenta la alegría porque Dios está cerca de nosotros y podemos servirlo.

En esa Carta, el Papa toca varios temas muy concretos de la vida del Seminario. Voy a mencionar sólo algunos y entre ellos el estudio. Al respecto dice: “Estudien con tesón. Aprovechen los años de estudio. No se van a arrepentir. Es verdad que a veces las materias de estudio parecen muy lejanas de la vida cristiana real y de la atención pastoral. Sin embargo, es un gran error plantear de entrada la cuestión en clave pragmática: ¿Me servirá esto para el futuro? ¿Me será de utilidad práctica, pastoral? Desde luego no se trata solamente de aprender las cosas meramente prácticas, sino de conocer y comprender la estructura interna de la fe en su totalidad, de manera que se convierta en una respuesta a las preguntas de los hombres, que aunque aparentemente cambian en cada generación, en el fondo son las mismas.” Más adelante, el Papa, se refiere a la maduración humana: “Los años de seminario –advierte allí– deben ser también un periodo de maduración humana. Para el sacerdote, que deberá acompañar a otros en el camino de la vida y hasta el momento de la muerte, es importante que haya conseguido un equilibrio justo entre corazón y mente, razón y sentimiento, cuerpo y alma, y que sea humanamente “íntegro”. Y por último, destaca la tarea de los formadores, confesores y superiores, quienes han de acompañarlos y ayudarlos en ese proceso de discernimiento. Un elemento esencial de ese camino –afirma– es practicar las virtudes humanas fundamentales, con la mirada puesta en Dios manifestado en Cristo, dejándose purificar por él continuamente.

Después que aquel hombre se fue triste y apenado porque poseía muchos bienes, Jesús, mirando alrededor, dijo a sus discípulos: «¡Qué difícil será para los ricos entrar en el Reino de Dios»!, ante la sorpresa de su discípulos que se preguntaban unos a otros: «Entonces, ¿quién podrá salvarse?». Entonces, Jesús, fijando en ellos su mirada… Esta actitud evoca esa mirada de amor que Jesús le dirigió a aquel hombre adicto a sus bienes. ¡Qué consoladoras y llenas de esperanza son las palabras de Jesús: “Fijando en ellos su mirada les dijo: «Para los hombres es imposible, pero no para Dios, porque para él todo es posible»”. ¿Creemos que realmente es así como él dice? Al dar continuidad hoy al proceso formativo en el Seminario, la Palabra de Dios nos pone a todos, pero en particular al seminarista, entre la espada y la pared: ¿Le creo a Jesús y confío totalmente en él, o más o menos? ¿Estoy dispuesto a entregarme todo entero a él, para quien todo es posible y fiarme de su palabra? ¿En qué medida el lema elegido para este año nos ayuda a creer más en Jesucristo, que vino para colmar la profunda sed de vida digna y plena que todos anhelamos?

Vayamos ahora al lema para este año: "En el Misterio de lo cotidiano, se recibe, valora, celebra y anuncia la Vida como don". Las dos palabras escritas con mayúscula: Misterio y Vida son claves para entender tanto el sustantivo “cotidiano” como los verbos: recibir, valorar, celebrar y anunciar. Pero, ¿de qué misterio y de qué vida estamos hablando? Si no tenemos una respuesta cristiana a esos términos, el lema se podría estirar como un chicle y adaptarse a cualquier grupo, aún con intenciones diversas y contrarias. Por tanto, me parece oportuno hacer un intento de llevar a la luz lo que uno supone que está implícito en este lema.

Cuando los cristianos hablamos de misterio, sobre todo cuando lo resaltamos escribiéndolo con mayúscula, nos referimos siempre a una persona y no a una idea o a un programa. Misterio es para nosotros Jesucristo, el Verbo hecho carne. Digámoslo mejor con las palabras de la exhortación Verbum Domini: “La Palabra eterna se ha hecho pequeña, tan pequeña como para estar en un pesebre. Se ha hecho niño para que la Palabra esté a nuestro alcance. Ahora, la Palabra no sólo se puede oír, no sólo tiene una voz, sino que tiene un rostro que podemos ver: Jesús de Nazaret.” (n. 12). Si uno abre el texto de esa exhortación sobre una pantalla, acciona el comando “buscar” y digita la palabra “misterio”, se sorprende porque aparece 70 veces. Pero si nos tomamos el tiempo y examinamos las citaciones una por una nos damos cuenta que la palabra misterio está siempre vinculada a Cristo, a su encarnación, muerte y resurrección, y a la Iglesia, Cuerpo de Cristo y misterio de comunión misionera. De tal modo que decir Misterio es nombrar a Dios revelado en Jesús de Nazaret, muerto y resucitado, y ahora vivo entre nosotros. Desde entonces, el misterio se puede “ver”, “tocar” y “oír” (cf. 1Jn 1,1). Sólo así nos liberamos de convertir el misterio en una ideología, es decir, en un programa subjetivo que parte de mi visión, mis proyectos, mi voluntad. Entonces, en lugar de ser un don que se recibe, valora, celebra y anuncia, se transforma en un proyecto individual, que se manipula, se juzga, se aplaude y se propaga. La Vida se descubre como don en la medida en que el Misterio nos revele a Jesús. Así, vida y misterio se encuentran en Jesucristo, que ha venido para dar vida a los hombres y para que la tengan en plenitud (cf. Jn 10,10). También el lema de Aparecida, y luego todo su contenido, muestra la vinculación íntima y esencial del discípulo misionero con la vida que le viene de Jesucristo, como asimismo, la vida de nuestros pueblos, que es vida en él. Sólo desde esa perspectiva de Misterio es posible comprender el valor de toda vida humana, y comprometerse a cuidar y promover la vida frágil, expuesta o en riesgo, en particular al comienzo de la vida, como leemos en el reciente mensaje de la Comisión ejecutiva de la Conferencia Episcopal Argentina.

Concluyo con dos citas breves de Verbum Domini, como resumen de esta reflexión. Dios se nos da a conocer como misterio de amor infinito en el que el Padre expresa desde la eternidad su Palabra en el Espíritu Santo. Por eso, el Verbo, que desde el principio está junto a Dios y es Dios, nos revela al mismo Dios en el diálogo de amor de las Personas divinas y nos invita a participar en él (n. 6).

Mons. Andrés Stanovnik OFMCap.

Arzobispo de Corrientes


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