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 Homilía para el inicio de la Cuaresma
Miércoles de Ceniza, 8 de marzo de 2011

 

 Hoy iniciamos la Cuaresma, cuya finalidad es prepararnos a celebrar la Pascua. Caminar hacia el encuentro con Jesús, que venció al “Señor de la muerte” (Hb 2,14) y ahora vive resucitado junto al Padre, nos llena de esperanza y de felicidad. Al contemplar ya desde el inicio de la Cuaresma a Jesús resucitado, como vida y esperanza nuestra, nos recuerda este año como el Año de la Vida. La vida es un don que recibimos de Dios y no un producto del ingenio humano. Cuando el hombre pierde esa conciencia, se empieza a sentir dueño de la propia vida y de allí hay un solo paso para constituirse en dueño de la vida de los otros. Así, ya no hay límite para decidir quién tiene derecho a vivir y quién no. La campaña en favor del aborto, es una señal de esa pérdida de conciencia sobre la vida como don. Por eso, lo primero que queremos hacer es aprender a recibirla y agradecerla como un verdadero don de Dios. Y la vida que él quiere darnos es nada menos que la suya propia. De allí el valor incomparable de toda vida humana. En esta Cuaresma suplicamos humildemente la gracia de caminar hacia una vida de mayor unión con Dios y con nuestro prójimo.  

Todos deseamos para sí mismos y para los otros una vida digna, plena y feliz. Sin embargo experimentamos tantos peligros y fracasos, que nos hacen sentir la vida como algo muy frágil, tantas veces difícil de sobrellevar y, al final, con una fecha de vencimiento siempre demasiado próxima. Mientras tanto, nos aferramos a personas, a proyectos a cosas, que la mayoría de las veces terminan por defraudarnos. O peor aún, nos dejamos llevar por pensamientos y tendencias que nos desvían lejos de aquello que en realidad quisiéramos vivir. ¿Quién podrá librarme de este cuerpo que me lleva a la muerte? (Rm 7,24), se lamentaba San Pablo. Sin embargo, en medio de estas dificultades y angustias, Dios sigue llamando a sus hijos para que se arrepientan de su mala conducta y vuelvan a él.

La Cuaresma es un tiempo de reflexión sincera sobre nuestra vida. Este tiempo se inicia con el rito de la imposición de la ceniza. Se nos echa un poco de ceniza en nuestra frente para recordarnos que la vida es pasajera y que en ella no hay nada que pueda darnos un apoyo real y firme. Aquí podríamos decir que nadie puede asegurarse la vida. La verdadera seguridad es Cristo. Él venció el pecado y la muerte, y ahora vive resucitado. Él mismo nos asegura que su Palabra permanece para siempre (1Pe 1, 25). Por eso, cuando se nos impone la ceniza se nos dice que nos apoyemos en la Palabra de Dios: “Conviértete y cree en el Evangelio” (Mc 1,15); otra frase de la Escritura, que suele acompañar el rito de la ceniza, nos ayuda a tomar conciencia de nuestra fragilidad y confiar en el poder de Dios: “Acuérdate que eres polvo y en polvo te convertirás” (Gn 3,19). Volver a Dios y creer en él es un don que procede de su misericordia: la vida es un don de Dios y la unión con él nos da los sentimientos de Jesús (cf. Flp. 2,5). Esto nos llena de alegría y de paz, y nos da una nueva visión de la vida.

Esa vida en Cristo hay que cuidarla y hacerla fructificar, porque si no se debilita y se pierde. La práctica tradicional de la limosna, la oración y el ayuno, que recomienda Jesús (cf. Mt 6,1-18), es un método antiguo y muy eficaz para cuidar y desarrollar la vida en Cristo, es decir, para tener vida plena en él, vivirla con sentido y ser feliz. Esa práctica nos libera el corazón de las adicciones que nos atan desordenadamente a las personas y a las cosas, y nos hace libres para amar. La limosna, es la capacidad de compartir lo que soy y lo que tengo, y no dar de lo que me sobra; la limosna bien entendida, establece vínculos de amistad entre las personas. Cuando compartimos, nos liberamos de la ilusión de asegurar nuestra vida con los bienes materiales, y así dejamos que Dios Padre bueno y misericordioso sea el centro de nuestra vida. Esto nos abre a la vida de comunión y participación con nuestros hermanos. El ayuno –enseña el Santo Padre– es hacer más pobre nuestra mesa para aprender a superar el egoísmo y vivir en la lógica del don y del amor, reconociendo el rostro de Cristo de tantos hermanos y hermanas nuestros; la oración nos hace entrar en la intimidad con la Palabra de Dios, escucharla, recibirla, confiar en ella y orientar a partir de ella diariamente nuestra vida.

El jubileo, que concluimos hace poco, nos dejó más viva la memoria de Jesucristo, que conservamos en el signo de la Santísima Cruz de los Milagros. En ese signo se nos revela el inmenso amor de Jesús por nosotros. Vivir en amistad con él, nos da esa claridad que necesitamos para darnos cuenta de todo lo que no es vida y que sólo se le parece, pero en realidad no es más que un engaño.

En el camino de la vida nos encontramos con propuestas mentirosas que nos prometen felicidad a corto plazo, pero que terminan apartándonos de Dios. Sin Dios el hombre no sabe dónde ir ni tampoco logra entender quién es –afirmó el Papa Benedicto XVI–. Lejos de Dios, se debilitan los vínculos entre las personas, en la familia y en la sociedad. Ejemplo de esa degradación, es el escandaloso consumismo, mientras hay una pobreza que persiste; la multiplicación de casinos que crean la ilusión de “salvarse” por medio del juego de azar; el negocio letal de la droga que destruye gran parte de la generación joven; el contrasentido de pensar que eliminando a un niño recién concebido se salva a la madre…, entre otras barbaries a las que peligrosamente nos estamos habituando, sin darnos cuenta que ese camino nos tiende una trampa mortal.

En el mensaje para la cuaresma de este año, el Santo Padre nos recuerda que “la fe en la resurrección de los muertos y la esperanza en la vida eterna abren nuestra mirada al sentido último de nuestra existencia: Dios ha creado al hombre para la resurrección y para la vida, y esta verdad da la dimensión auténtica y definitiva a la historia de los hombres, a su existencia personal y a su vida social, a la cultura, a la política, a la economía. Privado de la luz de la fe todo el universo acaba encerrado dentro de un sepulcro sin futuro, sin esperanza.” Un mundo sin Dios se convierte en un mundo contra el hombre. Por eso, al iniciar el tiempo de cuaresma oímos la súplica apremiante de la Palabra de Dios: Déjense reconciliar por Dios, él es un Dios de vivos y no de muertos (cf Mc 12, 27).

Tierna Madre de Itatí, te pedimos que estos días de Cuaresma nos lleves hacia el encuentro tu Hijo Jesús, que vino para darnos vida. Danos “fortaleza en las tentaciones” para no caer en la trampa de seguir propuestas que encandilan, pero que nos llevan lejos de Dios y dejan un saldo de desilusión y tristeza. Vos que estuviste de pie junto a la Cruz de tu Hijo, te pedimos que mires con amor y atiendas las necesidades de tantos que se esfuerzan diariamente en vivir con fidelidad su matrimonio y con responsabilidad su familia; que sostengas a aquellos que en el trabajo, en la función pública y en el ejercicio de su profesión, no sucumben ante las múltiples y variadas seducciones del poder y del dinero fácil; y que fortalezcas y consueles a los que sufren en su cuerpo o en su espíritu. A todos, concédenos, Madre querida, un gran amor a tu Divino Jesús, en quien encontramos el gozo y la paz que tanto anhelamos. Así, prontos a hacer lo que Él nos diga, preparémonos a vivir la fiesta mayor de nuestra fe: la muerte y resurrección de Cristo, vida y esperanza nuestra.

Mons. Andrés Stanovnik OFMCap.
Arzobispo de Corrientes

 


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