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Homilía en la Misa de Ordenación Sacerdotal del diácono Marcelo R. Sena Parroquia San Miguel Arcángel, 18 de marzo de 2011

La fiesta de san José, esposo de la Virgen María, cuyas vísperas estamos celebrando, le da unas notas propias a esta celebración eucarística, en la que va a ser ordenado sacerdote nuestro diácono Marcelo Sena, hijo de este pueblo. Una de esas notas aparece en la segunda lectura: allí el apóstol Pablo explica que la fe de Abraham fue una fe viva y fecunda porque creyó en “el Dios que da la vida a los muertos y llama a la existencia a las cosas que no existen”. Ahí vemos que la fe y la vida van juntas, porque nuestro Dios no es un dios de muertos sino de vivos (cf. Mc 12, 27). La otra nota que ilumina el momento que estamos viviendo, la encontramos en el Evangelio y la podríamos sintetizar así: La fe de José en la Palabra de Dios está íntimamente unida a la vida que se está gestando en el seno de María. Él obedeció a Dios e hizo lo que el Ángel le había ordenado: hacerse cargo del niño y de su madre. En resumen, podemos decir que Abraham y José fueron verdaderos hombres de Dios: creyeron en él y obedecieron sus mandatos. Y los mandatos de Dios se dirigen siempre a favor de la vida de los hombres. El ejemplo de estos dos hombres: José, esposo de la Virgen María; y de Abraham, padre de todos los creyentes, ambos obedientes al Dios de la vida, nos dan luz para comprender el ministerio del Orden Sagrado, en el grado de presbítero, que hoy vamos a conferir al diácono Marcelo. El sacerdote es ante todo un hombre de Dios, pero, como acabamos de ver, no se trata de cualquier dios, sino del Dios que quiere la vida para sus criaturas. Como hombre de Dios, el sacerdote deberá ser, ante todo, un servidor de la vida para su pueblo. Pero, cuando los cristianos decimos vida, no hacemos referencia sólo a la vida física, ésa que se alimenta del pan material, sino que, además de la vida del cuerpo, estamos hablando de la vida del espíritu, ésa que recibimos en el bautismo. Esa vida de Dios, que es vida en Cristo, ilumina y da sentido a toda la existencia del hombre, a sus alegrías y tristezas, a sus trabajos y a sus fatigas, para orientar todo al fin último para el que fuimos creados: para Dios y para vivir la plenitud de la vida y del amor que él nos tiene prometido. Esa vida la alimentamos con la Palabra de Dios y con el Cuerpo de Cristo, y, si la hemos perdido, la podemos recuperar acudiendo al sacramento de la Confesión. Al servicio de la vida en Cristo, está ese hombre de Dios, que Jesús mismo eligió y llamó para actuar en su nombre: el sacerdote. Por eso, la tarea principal y que sólo él puede realizar es precisamente celebrar la Misa y perdonar los pecados en el nombre y por el poder de Jesucristo. Poder que hoy recibe el diácono Marcelo “por la oración de la Iglesia y por la imposición de manos del obispo”. “Hagan esto en memoria mía”, son las palabras que él eligió como lema para iluminar su vida y su ministerio sacerdotal. Son las palabras que Jesús pronunció en la Última cena. ¿A qué se refiere Jesús cuando dice “hagan esto”? Ciertamente Jesús no quiere dar un mandato que se repita automáticamente o una especie de recordatorio de un hecho que sucedió en el pasado. Para entender el mandato de Jesús, tenemos que contemplar la cena y la cruz, el altar y la víctima, la mesa y el pan: su cuerpo entregado y su sangre derramada. Cumplir ese mandato es creer en la palabra de Jesús: “esto es mi cuerpo que será entregado por ustedes” y “esta es la sangre de la alianza nueva y eterna que será derramada por ustedes y por muchos”; pero, además, hacer “esto”, nos compromete a participar íntimamente de la invitación que nos hace Jesús: “tomen y coman”, “tomen y beban”, es decir, vengan conmigo a la cena y a la cruz, háganse conmigo altar y víctima: esta es la forma de la vida cristiana. El sacerdote es “ordenado” a vivir toda su vida y su ministerio al servicio de esa forma de vida, que tiene su fuente y su culminación en el misterio eucarístico. Su vida entera, podríamos decir “su cuerpo y su sangre”, está lista para ser entregada y derramada por su pueblo. Esa forma de vida es el amor que se identifica con Cristo, para quien no hay mayor amor que dar la vida. Y al contrario, no hay peor fracaso que no poder vivir y morir de amor. Querido Marcelo, para estar al servicio de la gente y ser en medio de ellos transparencia de Jesús Buen Pastor, hay que estar con él y permanecer tiempos prolongados en su presencia. En la escuela de Jesús, sobre todo al celebrar la Eucaristía, aprendemos que nuestro sacerdocio no es a tiempo parcial, sino siempre, y con toda el alma y el corazón, con todo nuestro ser. No ejercemos nuestro sacerdocio según nuestras propias ideas o siguiendo las modas del momento: somos sacerdotes de Cristo en la Iglesia, que es su Cuerpo, a la que queremos servir en fidelidad entre “los consuelos de Dios y las persecuciones del mundo”, como dijo hace unos días el Papa Benedicto XVI a un grupo de sacerdotes. Estas palabras del Santo Padre nos recuerdan la bienaventuranza de Jesús a sus discípulos, cuando Pedro le dijo que lo habían dejado todo para seguirlo. Jesús le respondió: “Les aseguro que el que haya dejado casa, hermanos y hermanas, madre y padre, hijos o campos por mí y por la Buena Noticia, desde ahora, en este mundo, recibirá el ciento por uno en casas, hermanos y hermanas, madres, hijos y campos, en medio de las persecuciones; y en el mundo futuro recibirá la Vida eterna” (Mc 10, 29-30). Esto nos anima a vivir con fidelidad nuestra vida y ministerio entre los consuelos de Dios y las incomprensiones del mundo. Que San Miguel Arcángel, poderoso defensor en el peligro, bajo cuya protección creciste, te defienda de las insidias del maligno, y nuestra Tierna Madre de Itatí, junto a la Cruz de su Hijo, te enseñe a estar con él y te acompañe con su corazón maternal a lo largo de toda tu vida y ministerio sacerdotal. Mons. Andrés Stanovnik OFMCap. Arzobispo de Corrientes

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