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Homilía para la Misa en la Solemnidad de San José, Esposo de la Virgen María
Saladas, 19 de marzo de 2011

San José, patrono de esta parroquia, es a la vez patrono de toda la Iglesia. ¿Qué fue lo más destacable de su vida? San José fue sobre todo un hombre de fe. Su fe es aquella simple y total que encontramos en los grandes hombres de la Biblia, como por ejemplo, Abraham. En la segunda lectura escuchamos la presentación que hace san Pablo de él: “Al encontrarse con Dios que da vida a los muertos y llama a la existencia lo que no existe, Abraham creyó. Apoyado en la esperanza, creyó, contra toda esperanza, que llegaría a ser padre de muchas naciones”. La fe es apoyarse en Dios, creer en su palabra y cumplirla. Por eso, la fe y la obediencia van juntas. Abraham le creyó a Dios y obedeció a su palabra. Su fe no consistió tanto en creer en algunas verdades, sino sobre todo en obedecer a sus mandatos. Fue una fe caminada paso a paso, en las buenas y en las malas.
San José es el último de los grandes patriarcas del Antiguo Testamento, grande sobre todo por su fe. Como la fe de Abraham, la de José es también mucho más que un sentimiento, es una fe que se hace servicio humilde a lo que Dios le pide, aun cuando no entiende totalmente lo que Dios quiere hacer con su vida y con la vida de María. En sueños, dice el texto del evangelista Mateo, “un ángel del Señor le dijo: José, hijo de David, no temas recibir a María, tu esposa, porque lo que ha sido engendrado en ella proviene del Espíritu Santo. Ella dará a luz un hijo, a quien pondrás el nombre de Jesús, porque él salvará a su Pueblo de todos sus pecados”. La reacción de José es inmediata, simple, concreta. Así lo confirma el texto bíblico: “Al despertar, José hizo lo que el Ángel del Señor le había ordenado: llevó a María a su casa, y sin que hubieran hecho vida en común, ella dio a luz un hijo, y él le puso el nombre de Jesús”. José le cree a Dios y se hace cargo de María y del niño que ella ha concebido en circunstancias que sólo Dios sabe. José se fía de la Palabra de Dios, así como lo hizo en su momento Abraham, cuando Dios le pidió el sacrificio de su hijo único. Abraham no dudó un instante, ni siquiera ante un mandato aparentemente absurdo de Dios. Igual que José, Abraham confía en Dios.
No es el momento para que nos detengamos en la concepción virginal de María, que por momentos puso en crisis a José. Pero aunque sea en breve, recordemos que el texto evangélico dice que María concibió por obra del Espíritu Santo. Esta concepción va más allá de la capacidad que tiene la razón humana para explicarla. Sin embargo, el hecho de que no entendamos, no significa que sea algo absurdo, es decir contrario a la razón, como por ejemplo, decir que dos más dos es igual a cinco. La concepción virginal de María no es un hecho absurdo, sino un acontecimiento que excede nuestra capacidad de comprensión. La palabra que usamos para nombrarlo es “misterio”. Misterio no es lo mismo que enigma. Enigma es un problema al que no le vemos solución, pero podría tenerla si nos dedicáramos a resolverlo. En cambio, el misterio es una realidad que se revela pero cuyo contenido total aún no conocemos. San Pablo nos explica esto diciendo que “ahora vemos como en un espejo, confusamente; después veremos cara a cara” (1 Cor 13,12). El misterio cristiano tiene su lógica y no va en contra de la razón. Podríamos decirlo así: Dios es Dios y por ser Dios es más grande que nosotros; sin embargo, él se dio a conocer mediante señales que nos hablan de amor. Se reveló encarnándose y asumiendo el camino de la naturaleza humana, sin embargo se reservó para sí la iniciativa, cuya acción obró el Espíritu Santo. Con este modo de proceder nos da a entender dos cosas: primero, que la criatura que María concibió es un ser humano igual que nosotros, menos en el pecado; y segundo, que no es sólo un ser humano igual que nosotros, sino que por la obra del Espíritu Santo, es al mismo tiempo verdadero Dios y verdadero hombre. Por eso, con razón, a María la llamamos Madre de Dios, con ese hermoso apelativo de Tiernísima Madre de Dios y de los hombres. Sin estas disquisiciones que hacemos nosotros ahora, José, el esposo de la Virgen María, creyó en la Palabra de Dios y se entregó todo entero a cumplir la misión que le fue encomendada. Así vemos cómo la verdadera fe lleva a obedecer los mandatos de Dios y a ser responsable y fiel en la misión para la que él nos llamó en esta vida.
Si al principio, cuando hablábamos de la fe inconmovible de Abraham y de José, dijimos que la fe y la obediencia van juntas, ahora tenemos que añadir que, además, se le añade el amor. No se pueden separar la fe, la obediencia y el amor. La fe auténtica se traduce en obras de amor a Dios y al prójimo. Y en eso consiste el mandato de Dios, que siempre está a favor de la vida de los hombres: obedecerlo es ponerse en el camino del amor, que libera el corazón de egoísmos y nos hacer capaces para entregar la vida al servicio de los demás. Juan Pablo II escribió de san José estas palabras: “Su paternidad se ha expresado concretamente "al haber hecho de su vida un servicio, un sacrificio, al misterio de la encarnación y a la misión redentora que está unida a él; al haber hecho uso de la autoridad legal, que le correspondía sobre la Sagrada Familia, para hacerle don total de sí, de su vida y de su trabajo; al haber convertido su vocación humana al amor doméstico con la oblación sobrehumana de sí, de su corazón y de toda capacidad, en el amor puesto al servicio del Mesías, que crece en su casa" (Redemptoris custos, 8).
Al celebrar el Año de la Vida, nos hará mucho bien contemplar esta gran figura de hombre creyente que se revela en san José. Su vida estuvo toda orientada hacia Dios, como la de María. Dios es el fin hacia el cual tiene que tender toda nuestra vida. Si perdemos esa dirección fundamental, perdemos el sentido de lo que somos y ya no entendemos para qué estamos. Dios está siempre a favor de la vida, de la vida humana desde la concepción y hasta la muerte natural, en todas sus expresiones y etapas. Por eso, cuidar la vida humana, fortalecer la familia, proteger a la mujer embarazada y al niño aún no nacido; y rechazar todo lo que se opone, amenaza o destruye la vida, como es el aborto, el alcohol, la droga, el juego de azar, la infidelidad matrimonial, el exceso de velocidad, es obedecer a Dios que quiere que el hombre viva y sea feliz. Pronto nos harán llegar una planilla en la que se nos va a solicitar nuestra firma a favor de un proyecto de ley de Protección Integral de la Familia. Se trata de una campaña de firmas que se llevará a cabo en todo el país, a favor de ese proyecto que mira el bien integral de la vida humana y de la familia. Al contemplar la Sagrada Familia, y en ese cuadro destacamos hoy a san José, nunca separado de su esposa la Virgen María, y comprometido con la vida de ella y del niño concebido y aun no nacido, sentimos una gran emoción al ver que, a través de ellos, se nos revela un Dios que tiene entrañas de misericordia y se compromete con el hombre hasta dar su vida por él. No hay mayor amor que dar la vida y no hay peor fracaso que no vivir y morir de amor.
Que la poderosa intercesión de san José proteja esta comunidad parroquial de Saladas y cuide la vida de todos sus habitantes, sobre todo allí donde es más frágil y corre riesgos de perderse. Que su mano paternal ayude a resolver las dificultades por las que atraviesan nuestros matrimonios y nuestras familias, nos ayude a crecer en la fe, a orientar nuestra vida hacia Dios, y a ser fuertes en cumplir lo que él nos pide.
Mons. Andrés Stanovnik OFMCap
Arzobispo de Corrientes

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