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Homilía de la Misa en la inauguración del Cincuentenario de la Arquidiócesis
Corrientes, 10 de abril de 2011

 

(Texto corregido)
Hoy se cumplen 50 años del acto en el que el beato Pontífice Juan XXIII firmaba el decreto de elevación a arquidiócesis de la diócesis de Corrientes, el 10 de abril del año 1961. Con este recordatorio hacemos una piadosa memoria, llena de afecto y gratitud, del primer arzobispo, Mons. Francisco Vicentín, quien asumió el gobierno de la diócesis en el año 1935, sucediendo a Mons. Luis María Niella, primer obispo de Corrientes. Al ser la diócesis elevada a la dignidad de arquidiócesis, Mons. Vicentín se convierte en el primer arzobispo de Corrientes, permaneciendo en el cargo durante doce años, hasta el año 1972.
En la fecha que se firmó el documento de elevación a arquidiócesis, erigida ya la diócesis sufragánea de Posadas en la provincia de Misiones, se firmaba el decreto de la nueva diócesis de Goya. Luego, el crecimiento de la Iglesia dio origen a la diócesis de Santo Tomé en Corrientes, luego de Iguazú en Misiones y, últimamente, fue creada la diócesis de Oberá también en la provincia de Misiones. Hoy, la arquidiócesis de Corrientes, en su carácter de Iglesia metropolitana, abarca cinco diócesis que se las denomina con el apelativo de sufragáneas, por estar unidas a la arquidiócesis por lazos específicos de unidad y de ordenación eclesiástica.
Con esas Iglesias, hijas y hermanas nuestras, nos unimos hoy en una petición común, que se preparó para el momento de la oración de los fieles. Mediante este gesto común queremos expresar el afecto colegial y los lazos de comunión que nos unen en la confesión de que “hay un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo. Hay un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, lo penetra todo y está en todos.” (Ef 4,5-6).
Estas referencias generales a la historia de nuestra arquidiócesis nos mueven a dar gracias a Dios Padre, Dador de Vida y de todo Bien, que nos hizo el mejor regalo que podíamos recibir: la familia de Dios en la Iglesia Católica. En ella nos reconocemos hijos y hermanos en Cristo, peregrinos hacia el encuentro definitivo con Dios, meta de toda la familia humana y de la creación entera. Esa Iglesia peregrina se hace visible en la realidad concreta de nuestra Iglesia arquidiocesana, que es espiritual y humana, y está en plena comunión con las demás Iglesias de la única Iglesia de Cristo, que es Santa y Católica, y que es Una y Apostólica, como leemos en el Catecismo. Para que esta Iglesia “despierte en nuestras almas”, queremos pensar y orar durante el año del cincuentenario guiándonos con el lema: “Iglesia arquidiocesana: Misterio de comunión misionera”.
La Iglesia es misterio porque tiene su origen en Dios, es creación suya y a él le pertenece. Es también comunión, porque Dios es Amor, es decir misterio de unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Y es misión, porque tiene la tarea de anunciar y testimoniar la buena noticia del Evangelio, y contribuir a consolidar la familia humana en una civilización del amor y de la vida, a fin de que toda la creación llegue a su plenitud en Cristo.
El Santo Padre Benedicto XVI inició el año litúrgico con una vigilia de oración por la vida naciente. El cincuentenario nos ofrece un marco excepcional para agradecer a Dios el don de la vida, que en la Encarnación nos revela con intensa luz y de modo sorprendente que toda vida humana tiene una dignidad altísima, incomparable, afirmó el Papa en la homilía de la mencionada vigilia. Al celebrar a Jesucristo –don total de sí mismo a su Cuerpo que es la Iglesia– celebramos al mismo tiempo el sentido y valor de toda vida humana llamada por Dios a la existencia.
Cuando los creyentes celebramos la vida, siempre lo hacemos como vida en Cristo: él es la Vida en plenitud, por eso con san Pablo decimos, que no conocemos otra vida sino la que vivimos por Cristo con él y en él (cf. 2Cor 5,16-17). Para el cristiano la vida humana es inseparable de la vida que vive en Cristo. Esa vida nueva, que recibimos en el Bautismo, brota de la cruz, insondable misterio del Amor de Dios. La cruz es señal de comunión, de vida y de misión, y es al mismo tiempo programa y camino para todo creyente.
La cruz -signo de vida, de unidad y de cercanía con todos- nos recuerda dos cosas: primero: que somos miembros del Cuerpo de Cristo que es la Iglesia; y segundo, que tenemos la tarea de construir la civilización del amor y luchar por una cultura de la vida, sin olvidar jamás que el fin último para el que fuimos creados es Dios, y hacia él debe tender todo lo que somos y hacemos. En consecuencia, hacerse la señal de la cruz, es optar por la vida. Esta opción compromete a tener vínculos de amor y de justicia con el prójimo, obliga a cuidar de los más débiles y a brindar una protección integral a la familia y a la vida humana desde la concepción y hasta la muerte natural.
La lectura del profeta Ezequiel describe la existencia humana sin Dios como un campo cubierto de huesos secos y sin vida. Sin embargo, cuando Dios actúa, esos huesos se cubren de carne y reviven. También el Evangelio nos enseña que el ser humano sin Dios es como si estuviera atado de pies y manos y con los ojos vendados: camina, pero no llega a ninguna parte; trabaja, pero no sabe bien porqué, mira pero en realidad no ve. Se parece mucho a Lázaro en el sepulcro. En cambio, cuando el hombre se deja tocar por Jesús, tiene oídos para oír su Palabra, se parece a Lázaro en el momento que Jesús le grita: «¡Lázaro, sal fuera!». «Y el muerto salió», dice el texto con una sobriedad que impresiona. Una vez fuera, Lázaro recibe la orden de Jesús: «¡Desátenlo y déjenlo caminar!». ¡Cuánta necesidad tenemos de escuchar ese grito y luego dejar que el Espíritu Santo dé cumplimiento en nosotros a la orden de Jesús: «¡desátenlo y déjenlo caminar!» Pensemos de qué situaciones de muerte debemos salir, pero con la conciencia de que no podemos hacerlo solos, necesitamos la fuerza de la Palabra del Señor, la única que puede transformar radicalmente nuestra vida y nuestra historia.
Dios ha creado al hombre para la resurrección y la vida, -nos recordó el Papa en su mensaje de Cuaresma- y esta verdad da la dimensión auténtica y definitiva a la historia de los hombres, a su existencia personal y a su vida social, a la cultura, a la política, a la economía. Privado de la luz de la fe todo el universo acaba encerrado dentro de un sepulcro sin futuro, sin esperanza.
Que este aniversario nos ayude a mantener viva la fe en Jesucristo y acreciente nuestro amor a la Iglesia, Cuerpo de Cristo. El jubileo nos invita a retomar con nuevo ardor la tarea de construir la unidad y comunión en nuestras comunidades e impulsarlas hacia una renovada y decidida acción misionera. Procuremos que nuestras celebraciones litúrgicas; los encuentros de catequesis y de formación cristiana; la caridad pastoral y solidaria; la tarea educativa; y el compromiso ciudadano de los fieles laicos, sean expresión de una Iglesia viva y profundamente transformada por el amor de Dios.
El próximo Encuentro del Pueblo de Dios en el mes de octubre, junto al santuario de la Virgen de Itatí, nos dará el marco espiritual para celebrar el acto principal del Cincuentenario. Convoco, en primer lugar, a los párrocos y luego a todos los responsables de las comunidades, movimientos e instituciones, a motivar la oración y la reflexión en el espíritu del aniversario; a caminar juntos estos meses de gracia, renovando el amor y la adhesión cordial a nuestra Iglesia arquidiocesana; queremos conocerla más, amarla mejor y vivirla plenamente como misterio de comunión y misión; y, al mismo tiempo, sentir una profunda gratitud a Dios Padre por habernos llamado a la santidad en esta hermosa porción del Pueblo de Dios.
Ante la Santísima Cruz de los Milagros y al amparo de Nuestra Señora de Itatí, inauguramos el Jubileo del Cincuentenario de nuestra Iglesia. Alegrémonos hermanos, esta Iglesia es de Dios y él le aseguró su presencia hasta el final de los tiempos (cf. Mt 28,20). Así sea.

Mons. Andrés Stanovnik OFMCap.

Arzobispo de Corrientes

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