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Jueves Santo – 2011
Homilía de la celebración de la Cena del Señor

Con la celebración de la Cena del Señor iniciamos el Triduo Pascual, que es el núcleo de la fe de la Iglesia. En realidad, el Triduo Pascual es una única gran celebración que se separa en tres momentos, para poder extraer mejor toda la riqueza que encierra cada paso del misterio de Cristo. El triduo comienza con el Jueves Santo, día en que se conmemora la Cena del Señor; continúa el Viernes Santo con la celebración de la Pasión del Señor, su muerte y sepultura; y culmina en la Vigilia pascual celebrando la victoria de Jesús sobre el pecado y la muerte. Jamás hay que perder de vista que el centro de la celebración es la cruz victoriosa de Jesús, es decir: su muerte y resurrección.
Hay dos realidades que no debemos separar: la cruz y la resurrección. No hay resurrección si no se pasa por la cruz, como no hay vida si el grano no cae en tierra y muere (cf. Jn 12,24). El Viernes Santo conmemora esta verdad, que fue anticipada por la palabra y el gesto eucarístico de Jesús durante la última cena: “Esto es mi Cuerpo que se entrega por ustedes...; esta copa es la Nueva Alianza que se sella con mi Sangre” (1Cor 11,25). Sobre la mesa de la Última cena, como sobre la mesa del altar, se consuma el sacrificio de aquel amor, cuya dinámica interna es dar la vida para ganarla (cf. Jn 12,25), dar la vida para que otros tengan vida (cf. Jn 10,10). Cualquier movimiento contrario es opuesto a la vida, es egoísmo que lleva siempre a la destrucción y a la muerte.
La cruz es la gran sabiduría de Dios, es el poder que vence todas las fuerzas contrarias a él y fuente de la vida verdadera que supera las fronteras de la muerte. Y si bien será mañana el día que contemplaremos de rodillas el misterio de la cruz, recordemos ahora que la Iglesia nace del poder de la cruz, y por la fuerza del amor que brota de esa fuente, la Iglesia –Cuerpo de Cristo y Pueblo de Dios peregrino, camina hacia el encuentro definitivo con él. De la cruz fluye esa fuerza vital que rompe los egoísmos y hermana a todos los hombres y los convoca a sentarse a la mesa de Dios como una sola familia humana. La cruz de Jesús es la oferta de Dios que asegura el valor incomparable y sagrado de toda vida humana. El secreto de la cruz es el amor, por eso es signo de vida y de felicidad, “yugo suave y ligero” (cf. Mt 11,30), como la define Jesús mismo.
Hoy la Iglesia conmemora la última cena de Jesús con sus discípulos. La Palabra de Dios en la primera lectura describe con detalle los pasos de la celebración de la pascua del pueblo hebreo, llamada pesaj, que nuestros hermanos judíos celebran también en estos días. Pesaj, de donde proviene la palabra “pascua”, significa paso, ir más allá, es la conmemoración que hace el pueblo de Israel del poder de Dios que los hace pasar de la esclavitud de Egipto a la libertad de la Tierra prometida. Hay que poner atención en la acción de Dios, es él quien escucha el clamor de su pueblo y lo libera de la mano del faraón. Por eso, el pueblo de Israel es consciente de que es Dios quien actúa, por eso celebra la acción poderosa de Dios, reconoce el poder de su brazo, no se atribuye a sí mismo la victoria, sabe que no puede salvarse a sí mismo. En el fondo, ese pueblo creyente percibe algo fundamental de su existencia: no puede darse la vida por sí mismo, reconoce que Dios es su Creador y Salvador y por eso lo escucha, lo obedece y se deja conducir por él.
También Jesús se reúne con sus discípulos para celebrar la pesaj, la pascua con su pueblo. Pero ahora ya no es un Dios lejano que conduce con amor a su pueblo hacia la tierra prometida, sino que es Jesús, el Hijo de Dios, el Verbo hecho carne, que se hace pequeño y solidario con la suerte de la humanidad. Es él, Dios mismo, que se levanta de la mesa, se ciñe el delantal a la cintura y se pone a lavar los pies a sus discípulos y, cuando termina, les manda que hagan lo mismo. Ahora es él, quien a la mesa les dice esto es mi cuerpo que será entregado y mi sangre que será derramada por ustedes y por muchos. Es Dios mismo que camina hacia la muerte para destruirla en su raíz, mediante la entrega libre y amorosa de su vida al Padre. El mensaje es claro: sólo el amor salva y nos reúne en una sola familia de hermanos. Y esa acción amorosa parte de la iniciativa de Dios, él nos reúne alrededor de la mesa y nos alimenta con su propia vida, vida que brota de su entrega amorosa en la cruz, donde culmina la última cena con sus discípulos y deja como memorial a la Iglesia: Hagan esto en conmemoración mía (cf. 1Cor 11,25). Por eso, la celebración del misterio pascual, que se prolonga en cada eucaristía, va estrechamente ligada al delantal, como signo de servicio a favor de los otros y como referencia obligada para comprender cuál es el sentido de la verdadera autoridad y cómo debemos ejercerla en la Iglesia y también en la sociedad.
El Jueves Santo es el día de la institución de la Eucaristía, del Sacerdocio y del amor fraterno. No hay eucaristía sin sacerdote, como tampoco puede haber amor fraterno pleno sin eucaristía; es decir, un amor que incluya realmente a todos, incluso al enemigo, y que tenga como fundamento a Dios que nos ama y nos hace participar de su misma vida. Para el Año del cincuentenario nos hemos colocado el lema “Iglesia arquidiocesana: Misterio de comunión misionera”. La clave para comprender la riqueza que contiene esa frase, está en los misterios que celebramos en estos días. Es posible pensar y vivir una Iglesia comunión y misión en tanto nos animemos, como discípulos de Jesús, a cumplir su mandato de reunirnos para partir el pan en su memoria y, al mismo tiempo, ponernos el delantal y servir a nuestros hermanos, especialmente a los que más lo necesitan.
Bendita Cruz de los Milagros que nos acompaña a lo largo de los siglos y nos recuerda que sólo abrazados a ella, podemos vencer con Jesús todo el mal que pesa sobre nosotros. Ese abrazo nos convierte en misioneros de la misericordia de Dios y nos fortalece para caminar en esperanza hacia cielo que él nos tiene prometido. La cruz, la resurrección, la eucaristía, la Iglesia, son diversos aspectos de un solo misterio, que al concluir la celebración de la Cena del Señor, vamos a adorar en el Santísimo Sacramento, que será trasladado en procesión hacia el monumento. Allí, de rodillas, con María, junto a la Cruz de su Hijo, adoremos la grandeza humilde del amor de Dios y pidamos que ella nos alcance la gracia de transformarnos totalmente en aquello que contemplamos. Así sea. Mons. Andrés Stanovnik OFMCap.
Arzobispo de Corrientes

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