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Misa Crismal-2011
En el Año cincuentenario de la Arquidiócesis (1961-2011)

Esta misa, llamada “Misa crismal” toma su nombre del “santo crisma”, el óleo que será consagrado junto con la bendición del óleo de los catecúmenos y de los enfermos. Con el santo crisma se ungen los recién bautizados; los confirmados son sellados, es decir, marcados con ese óleo santo; ese mismo aceite consagrado se utiliza para ungir las manos de los presbíteros y la cabeza de los obispos; finalmente, el santo crisma se usa también para la dedicación de las iglesias y de los altares. Ese óleo se consagra todos los años en esta misa, de donde, como dijimos, toma su nombre. Además, se bendice el aceite de los catecúmenos, a quienes prepara y dispone para el bautismo; y finalmente el óleo de los enfermos para que éstos reciban el alivio en su debilidad.
Para comprender la belleza y profundidad de lo que vamos a realizar, es necesario mirar a Cristo, el ungido del Padre. El evangelio nos presenta a Jesús en la sinagoga del pueblo donde se había criado. El texto que escuchamos dice que se puso de pie para leer la lectura y abriendo el libro encontró el pasaje del profeta Isaías donde estaba escrito: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha consagrado por la unción”. Cuando terminó la lectura, cerró el libro, lo devolvió al ayudante y se sentó. “Todos en la sinagoga tenían los ojos fijos en él”, observa el evangelista y añade: “Entonces comenzó a decirles: «Hoy se ha cumplido este pasaje de la Escritura que acaban de oír». En efecto, sobre él se derramó toda la gracia del Espíritu Santo, el óleo de la alegría y de la salvación, del que hace participar a todos los bautizados y así la Iglesia aparece como un pueblo reunido en virtud de la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
El cincuentenario nos lleva espontáneamente a renovar la fe en Jesucristo y en su Cuerpo que es la Iglesia, y renovar nuestro amor por ella. En este momento tan especial de nuestra celebración, en el que estamos congregados Pastores y Pueblo de Dios, pidamos que brote de nuestro corazón aquella profesión de fe firme y convencida, humilde y confiada del ciego de nacimiento a quien Jesús le abrió los ojos: «¡Creo, Señor!, y se postró ante él» (Jn 9,38); o también la de Marta, hermana de Lázaro: «Sí, Señor, creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que debía venir al mundo» (Jn 11,27); o bien aquella otra, tan llena de ternura y amistad, de Simón que fue llamado Pedro: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo». Esta renovación humilde y confiada de nuestra fe en Jesucristo y en su Iglesia, nos ayudará a conocernos más a nosotros mismos, nuestra propia vocación y misión. A propósito de ese “conocer más”, comparto con ustedes un mensaje de texto que recibí esta tarde en mi celular, porque refleja la belleza de nuestra vocación cristiana y la totalidad de la entrega que nos viene por la unción, tanto a los fieles laicos, como de modo muy especial a los sacerdotes: “Buenas tardes, monseñor, disculpe el atrevimiento, solamente quería decirle que cuando todos los sacerdotes renueven sus promesas ante usted, ahí estaré también yo renovando mi consagración, gracias.”
La Iglesia es misterio de comunión, por eso nuestro servicio sacerdotal en ella debe distinguirse precisamente por esa radical forma comunitaria que tiene nuestro ministerio. Debemos aprovechar todos los instrumentos y medios que tenemos a disposición, para construir la unidad y la comunión, con la conciencia humilde de saber que no somos dueños de la Iglesia, sino administradores y de un administrador lo que se espera es que sea fiel. La Iglesia de Jesucristo no es nunca mi Iglesia, sino siempre su Iglesia.
Nuestras manos fueron ungidas para celebrar la comunión y para trabajar por la unidad. Por consiguiente, todo lo que la Iglesia “hace” debe manifestarse como comunión y tender hacia ella. Es contrario a la Iglesia y la deforma gravemente, cuando alguien se “corta solo”, ya se trate de un fiel bautizado, de un catequista, y más aún cuando se trata de un sacerdote. Si el presbítero es esencialmente un hombre constituido en relación, su vida y la tarea que realiza debe tender siempre hacia la unidad.
Somos hombres ungidos para la misión. El Espíritu Santo nos ha constituido y “sólo Dios nos puede hacer sacerdotes –nos recordaba hace poco el Santo Padre– sólo Dios puede elegir a sus sacerdotes; y, si somos elegidos, somos elegidos por él. Aquí aparece claramente el carácter sacramental del presbiterado y del sacerdocio, que no es una profesión que debe desempeñarse porque alguien debe administrar las cosas, y también debe predicar. No es algo que hagamos nosotros solamente. Es una elección del Espíritu Santo, y en esta voluntad del Espíritu Santo, voluntad de Dios, vivimos y buscamos cada vez más dejarnos llevar de la mano por el Espíritu Santo, por el Señor mismo.” Por eso, nuestro vínculo fundamental y total es con Jesús y con la Iglesia.
Antes de asumir el pastoreo universal de la Iglesia, el cardenal J. Ratzinger afirmaba que “lo esencial y fundamental para el ministerio sacerdotal es un profundo lazo personal con Cristo. El sacerdote debe ser un hombre que conoce a Jesús íntimamente, que lo ha encontrado y ha aprendido a amarlo. Sin una robusta base espiritual no puede resistir mucho tiempo en su ministerio. De Cristo debe aprender que su fin no es el de construirse una existencia interesante o una vida cómoda, ni crearse una comunidad de admiradores, de lo que se trata justamente es de obrar en favor del otro. El que ha descubierto íntimamente a Cristo y lo conoce directamente, descubre que sólo esta relación da sentido a todo lo demás y hace hermoso también lo que pesa”. Sólo ese vínculo especial de amistad con Jesús nos hace ver a Cristo en la Iglesia.
En la Carta con ocasión del cincuentenario recordaba El Catecismo de la Iglesia católica, donde enseña que la Iglesia está en la historia, pero al mismo tiempo la trasciende. Ella es a la vez visible, cuya realidad es perceptible sólo a los ojos de la fe . Si no se la mira desde esa perspectiva, no se capta el verdadero rostro de la Iglesia, puesto que su realidad es divina y humana, en una íntima relación. Hay quienes quisieran una Iglesia espiritual y desvinculada de la historia; pero también están los que ven en ella sólo una organización humana. “Es necesario que nos acostumbremos a ver en la Iglesia al mismo Cristo. Porque Cristo es quien vive en su Iglesia, quien por medio de ella enseña, gobierna y confiere la santidad; Cristo es también quien de varios modos se manifiesta en sus diversos miembros.” Si no viéramos en ella el rostro de Cristo, no podríamos amarla ni entregarnos a ella con toda el alma, con todo el corazón. Esto vale para todo fiel bautizado, pero de un modo muy especial para nosotros, en quienes ese ser con Cristo y este ser para los demás es una misión que abarca nuestra existencia en su totalidad. El pueblo cristiano quiere vernos entusiasmados con nuestra vocación y ministerio, quieren vernos entregados a ellos en cuerpo y alma, y al encontrarse con nosotros desean poder experimentar, tanto en nuestras palabras como en nuestra conducta, el amor fiel y misericordioso de Dios.
Por último, doy gracias a Dios por los sacerdotes que ha dado a nuestra Iglesia. Por los que tienen ya muchos años de ministerio sacerdotal, entre ellos los ancianos y enfermos; y por los que recién se inician; por los que están lejos cumpliendo servicios que les ha pedido la Iglesia; y también por los que sobrellevan su ministerio con dificultades de diversa índole. Recogiendo los sentimientos de nuestro pueblo fiel, quiero decirles que estamos muy contentos con los sacerdotes que Dios nos regala. Además, tenemos la gracia de tener con nosotros a Mons. Domingo S. Castagna, quien nos socorre generosamente en muchas tareas pastorales y atención espiritual, y a quien agradecemos su permanente buena disposición para ayudar.
A continuación renovaremos las promesas sacerdotales. Al concluir, pediremos al Pueblo de Dios que rece por los sacerdotes y por el obispo. Hagamos esta profesión con humildad, con la humildad del que se pone de rodillas y adora la grandeza de Dios en su propia debilidad, y contempla quién es Dios en la humildad del amor hasta la cruz, para que él nos atraiga y estreche profundamente en su amistad. María de Itatí, junto a la Cruz de su Hijo, nos proteja de todo mal y nos enseñe a ser fieles y a perseverar en el ministerio hasta el final de nuestros días. Así sea. Mons. Andrés Stanovnik OFMCap.
Arzobispo de Corrientes

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