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Año 2012

Mensaje de Cuaresma de monseñor Andrés Stanovnik

El Año de la Fe, que ha proclamado el Papa y cuya apertura solemne se realizará el próximo mes de octubre, es un nuevo y providencial llamado a una auténtica y renovada conversión al Señor, único Salvador del mundo. En ese contexto espiritual iniciamos el santo tiempo de la Cuaresma. Durante cuarenta días, de allí la palabra “cuaresma”, la Iglesia nos propone que nos entreguemos más intensamente a oír la palabra de Dios, a la oración y a la práctica de las buenas obras, a fin de prepararnos a la celebración del misterio pascual.
Una buena preparación parte de la escucha: escuchar supone una adecuada disposición interior a recibir la palabra de Dios y a vivir conforme a ella. No es un mero oír, es un escuchar que va acompañado de esa docilidad interior que mueve los deseos de obedecer la Palabra y ponerla en práctica. Así lo dio a entender Jesús, cuando les respondió a los que fueron a decirle que lo estaban buscando su madre y sus hermanos: «Mi madre y mis hermanos son los que escuchan la Palabra de Dios y la practican» (Lc 8,21). Los que escuchan y practican, es decir obedecen, son los que establecen un vínculo profundo y estable con Él. Dios, movido de amor, nos habla como amigos para invitarnos a gozar de su amistad (cf. Dei Verbum, 2), hacernos más libres y arraigarnos más en Él. La oración, a la que debemos dedicarnos más en este tiempo, es la respuesta que damos a Dios, quien con inmenso amor busca nuestra compañía.
Cuando la persona responde a Dios que la llama con amor, siente el deseo de ordenar toda su vida con relación a Él: pensamientos, voluntad, afectos y toda su conducta. Este tiempo cuaresmal es una ocasión extraordinaria para poner en ese orden nuestra vida. Y como decíamos, lo primero que debemos ordenar es el vínculo principal de nuestra existencia: la relación con Dios. Una vez reconciliados con él y gozando de su amistad, se ilumina lo demás y vuelve al justo orden toda nuestra vida. Por eso, es muy recomendable que durante este tiempo recurramos al sacramento de la Reconciliación y hagamos una buena confesión.
La dimensión trascendente es una realidad esencial a la vida de los individuos y de la comunidad. Cuando esa dimensión se debilita o desaparece, se desquician los principales vínculos del ser humano: con Dios, con él mismo, con los otros y con las cosas. Fuera de quicio, busca desesperadamente aferrarse a algo que le dé seguridad, que lo satisfaga y le haga sentir que vive. En esa condición siente que “vive” sólo mientras se somete al impacto que produce el ruido y el estremecimiento de sensaciones pasajeras. Se parece a una polilla que se exaspera ante la luz, porfiada en su búsqueda inútil. El pecado es ese resplandor falso que se parece a la luz, pero que en realidad es un “agujero negro” que termina devorando todo y reclamando que se le someta la totalidad de la propia existencia.
La ceniza que se coloca en nuestra frente posee un simbolismo rico de significado. Ante todo, pone de manifiesto la doble realidad del ser humano: por una parte, refleja su condición débil y pecadora, por consiguiente tentada a “fijar” la propia vida en sí mismo, lo cual la aleja de Dios y aísla de los otros; y por otra parte, nos recuerda que nuestra naturaleza es caduca y que, como tal, camina irremediablemente hacia la muerte.
Pero la ceniza es signo también de renovación y de vida, porque gracias a Jesucristo resucitado, que venció el pecado y el mal, sabemos que la última estación del hombre no es la muerte, y que con Él estamos destinados a participar de la vida plena y de la felicidad que no tiene fin. De este modo, el simbolismo de la ceniza nos sirve como motivación para ordenar nuestra vida, porque al mostrarnos la debilidad y la caducidad de la misma, nos ayuda a caer en la cuenta de que la verdadera seguridad y la salvación están en Dios y que a él debemos volver. Ése es el sentido de las palabras que se pronuncian cuando nos imponen la ceniza en la frente: conviértete y cree en el Evangelio (cf. Mc 1,15).
En resumen, convertirse y creer en el Evangelio es estar dispuesto a salir del círculo vicioso del pecado, que nos aleja de Dios y nos arrastra hacia la ilusión de una libertad sin límites y sin Dios. Escuchemos la sabia advertencia de la Palabra de Dios: “Todo lo que hay en el mundo es concupiscencia de la carne, codicia de los ojos y ostentación de la riqueza” (1Jn 1,16). Preguntémonos hasta qué punto hemos dejado que esas realidades, que se presentan ante nuestros ojos como atractivas y prometedoras, sin embargo, mentirosas e inconsistentes, esclavizaron nuestra mente, sentimientos y voluntad.
El primer paso para salir del engañoso círculo del pecado es “fijar” la vista en Dios y convertirnos a Él. Él nos espera con los brazos abiertos porque nuestro Dios es un Dios compasivo y misericordioso (St 5,11). Esa compasión misericordiosa la vemos reflejada en los ojos de nuestra Tierna Madre de Itatí, que “por más de cuatro siglos” se derrama en el alma de todo pecador que la implora con humildad.
El que experimenta en su corazón el perdón de Dios, da el paso siguiente: “fija” la mirada en el prójimo. La reflexión del Santo Padre en el mensaje para esta Cuaresma se inspira en la frase de la Carta a los Hebreos: “Fijémonos los unos en los otros para estímulo de la caridad y las buenas obras” (10,24). Qué quiere decir “fijarnos” los unos en los otros, sino prestar atención al prójimo que tengo a mi lado. Ese prójimo son aquellas personas más próximas a mi vida, con las que comparto proyectos y responsabilidades, por ejemplo: en el matrimonio y la familia, en el trabajo y en la calle; o aquellas con las que colaboro en las instituciones que están al servicio del desarrollo y bienestar de los ciudadanos, como son: la escuela, el hospital, la policía y otros. La conversión a Dios debe llevarnos necesariamente a un cambio en el modo cómo tratamos a los otros y a cumplir como es debido las obligaciones de servicio que tenemos en el ámbito de la función pública y en la vida privada. Porque el cristiano no puede pensar nunca que creer es un hecho privado. La fe exige la responsabilidad social de lo que se cree, es un acto personal y al mismo tiempo comunitario, recordó el Santo Padre (cf. Porta Fidei, 9). Por eso, la conversión auténtica lleva a vivir la alegría de la fe como una dimensión que abarca la totalidad de nuestra existencia personal y social, privada y pública.
Confiados en los ojos llenos de misericordia de Nuestra Señora de Itatí, supliquemos el don de la fe y la gracia de una sincera purificación, que nos conviertan a Dios, para “fijarnos” más los unos en los otros y juntos cuidar con amor a los más pobres y necesitados, para que la peregrinación que iniciamos en esta Cuaresma nos encuentre celebrando con inmenso gozo la Resurrección del Señor.

Corrientes, 17 de febrero de 2012
Mons. Andrés Stanovnik OFMCap.
Arzobispo de Corrientes

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