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BASILICA DE ITATI, 4 DE MARZO DE 2012

 Homilía en la Misa de inicio de las actividades de la Pastoral Familiar

 

 Para retomar las actividades de la Pastoral familiar en nuestra arquidiócesis, nos reunimos en torno a la mesa del altar, convocados por Jesús, para escuchar su Palabra y para alimentarnos de su Cuerpo y de su Sangre. En el Amor de Dios, que nos reúne, descubrimos la “estupenda novedad” –como dice el Papa– del sentido cristiano del matrimonio y la familia. Lo hacemos en la Casa de María, a la que acuden tantos peregrinos y promeseros, para agradecer el don de la vida, del trabajo, de la familia y de los hijos. Con ellos suplicamos al corazón tiernísimo de María de Itatí que nos alcance de su Divino Hijo Jesús la gracia de la conversión en este tiempo de Cuaresma, y nos dé la fortaleza que necesitamos para permanecer fieles a la fe que recibimos, y para promover y defender los valores cristianos del matrimonio y la familia.
De camino hacia la Pascua, en este segundo Domingo de Cuaresma, la Palabra de Dios nos invita a ‘escuchar’ y a ‘obedecer’, que son casi sinónimos: el que sabe escuchar, también obedece. En ese sentido va el texto que escogió el Papa para su Mensaje de Cuaresma: “Fijémonos los unos en los otros para estímulo de la caridad y las buenas obras” (Hb 10,24). ‘Fijarse” significa observar bien, estar atentos, mirar conscientemente, darse cuenta. La primera lectura nos muestra a Abraham como el hombre de una fe incondicional y de una absoluta confianza en Dios: él escucha y obedece. Es un hombre libre, no para hacer su propio proyecto, sino para unirse totalmente a la obra de Dios. Si queremos saber cuál es el deseo de Dios, escuchemos la voz del Padre que se oyó en la montaña de la Transfiguración: “Éste es mi hijo muy querido, escúchenlo” (Mc 9,7). Éste es el deseo más íntimo de Dios Padre, Creador del cielo y de la tierra: escuchar y obedecer a su querido Hijo Jesús. Esta exigencia supone que rechacemos todas las voces que provienen de la tentación. El camino hacia la Pascua definitiva del Amor de Dios, es la obediencia de la fe, que supone escuchar a Jesús y seguirlo hasta el final.
Empezamos el camino de la Pastoral familiar en un año muy particular para la Iglesia y para el país, que es también un camino de amor, de escucha y de obediencia. El Santo Padre ha proclamado el Año de la fe, cuya inauguración tendrá lugar el próximo 11 de octubre y se prolongará hasta finales del año que viene. Será una ocasión propicia para pensar cómo vivimos la fe hoy en nuestras familias y para dar un nuevo impulso a la familia como Iglesia doméstica. Tutelar esa “íntima comunidad de vida y de amor”, santuario de la vida, pilar de la sociedad y futuro de la humanidad, que es la familia, constituida por el varón, la mujer y los hijos, donde la vida se acoge y promueve desde su concepción hasta su término natural, tiene enormes ventajas para todos: para la familia, para sus miembros y para la sociedad entera. No hay ningún otro lugar humano que pueda remplazar la familia en la misión de educar para dar y recibir, para la paz, el diálogo y la paciente y gozosa aceptación de las diferencias, que benefician grandemente a sus miembros y a toda la familia humana. En ese “lugar” es posible educar para la justicia y el amor entre hermanos y hermanas, aprender la insustituible función de la autoridad manifestada por los padres, el servicio afectuoso a los miembros más débiles, porque son pequeños, ancianos o están enfermos; la ayuda mutua en las necesidades de la vida, la disponibilidad para acoger al otro y, si fuera necesario, para perdonarlo. Todo esto supone la capacidad de escuchar y obedecer, ponerse en el lugar del otro y ajustarse a una norma común. Una vida familiar ‘sana’ asegura una convivencia ‘sana’ (Cf. Benedicto XVI, Mensaje de la Jornada Mundial de la Paz, 1º de enero de 2008) en la sociedad. En cambio, una familia ‘enferma’ contagia sus trastornos a la comunidad.
Hay una relación íntima entre Palabra de Dios, matrimonio y familia cristiana, nos recuerda la última exhortación postsinodal (Exhortación postsinodal, Verbun Domini, n. 85.). La Palabra de Dios está en el origen del matrimonio (cf. Gn 2,24) y que luego Jesús mismo ha querido incluir el matrimonio entre las instituciones de su Reino (cf. Mt 19,4-8), elevando a sacramento lo que originariamente está inscrito en la naturaleza humana. Por eso, la Palabra de Dios debe estar en el centro de la vida familiar. La Palabra de Dios es una ayuda valiosa también en las dificultades de la vida conyugal y familiar, como lo señala el mencionado documento. Exhortamos especialmente a los sacerdotes y a los diáconos un acompañamiento cada vez más cercano a los matrimonios y a las familias, especialmente les encarecemos que apoyen a las diversas asociaciones eclesiales que están dedicadas a la pastoral familiar.
Al mismo tiempo, debemos estar atentos a las concepciones equívocas sobre conceptos fundamentales acerca de Dios, del hombre, de la libertad y del amor humano, provocadas por el secularismo y el relativismo ético, que promueven legislaciones civiles que atentan gravemente contra la dignidad de la persona, como sucede en las actuales propuestas de reforma de los Códigos Civil y de Comercio. Hay principios fundamentales, que son anteriores al Estado y que éste debe proteger, porque son principios que se fundan en la naturaleza humana común a todos los hombres y a todas las culturas, y por lo tanto forman parte del patrimonio ético de la civilización. Los podemos expresar en cuatro grandes principios: a) Defender la vida desde la concepción (fecundación) hasta su término natural; b) defender la institución matrimonial como unión entre un hombre y una mujer; c) Resguardar el derecho de los padres a que sus hijos sean educados conforme a sus convicciones morales y religiosas”; y d) Promover el bien común en todas sus formas.
“Hoy son conformes a la equidad -afirma el Papa-, sólo las leyes que tutelan la sacralidad de la vida humana y rechazan la licitud del aborto, de la eutanasia y de las experimentaciones genéticas irresponsables; las leyes que respetan la dignidad del matrimonio entre un hombre y una mujer, que se inspiran en una correcta laicidad del Estado –laicidad que conlleva siempre la salvaguarda de la libertad religiosa–. De lo contrario, acabaría por instaurarse la dictadura del relativismo que no reconoce nada como definitivo” . (Benedicto XVI, Audiencia del miércoles 16 de diciembre de 2009; L’Osservatore Romano, Ed. en español, 18.12.2009)
Vivimos en un mundo en el que la familia, y también la vida misma, se ven constantemente amenazadas y, a veces, destrozadas ( Benedicto XVI, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz, 1º de enero de 2012). Se torna cada vez más difícil la transmisión de la fe, lo cual se convierte en un reto aún más urgente para la Iglesia, sobre todo mediante el testimonio de una vida familiar auténtica donde se refleja que “hay más alegría en dar que en recibir” y que no hay gozo humano más profundo que la fidelidad matrimonial, la educación sexual integral que parte del amor como donación de sí, lo cual comporta necesariamente la educación en la castidad de los afectos y en el profundo respeto por la persona del otro y a su dignidad como hijo o hija de Dios. Además, cuando la familia no se cierra en sí misma, los hijos van aprendiendo que toda persona es digna de ser amada, y que hay una fraternidad fundamental universal entre todos los seres humanos (Benedicto XVI, Encuentro festivo y testimonial en Valencia, 8 de julio de 2006).
En vista de la fecha del día internacional de la mujer, que se celebra el próximo 8 de marzo, quisiera dedicarle unas palabras de homenaje y de reconocimiento. Ante todo, deseo destacar dos dimensiones principales e insustituibles, que la distinguen del varón y al mismo tiempo le otorgan su verdadera identidad necesariamente en reciprocidad con él: su condición esencial de esposa y madre. El ser humano no se define a partir de sí mismo, sino con relación a otro. Descubre su identidad y su misión “en relación”: como hijos primero; después como hermanos; luego esposos y finalmente padres. Por eso, el verdadero camino de maduración en la libertad y en el amor para la mujer es aprender a ser hija y hermana, para ser luego esposa y madre. Lo mismo vale para el varón, porque ambos se reconocen iguales en su inviolable dignidad de hijos de Dios. Sin embargo, la mujer posee una originalidad propia y exclusiva, que hace de ella un ser único y maravillosamente vinculado al origen de la vida humana, en una misteriosa y exclusiva “complicidad” con el Dios de la vida, Creador y Padre de todos los hombres.
Por consiguiente, cabe destacar, como lo hizo el beato Juan Pablo II (Cf. Carta apostólica, Mulieris dignitatem, n. 31) , esa sensibilidad propia y fina que posee la mujer por el ser humano y que lo refleja en la familia, en las comunidades eclesiales, en la asistencia social y en otros campos de la vida ciudadana. Sin embargo, lamentablemente, se da la paradoja de una exaltación teórica de la dignidad y libertad de la mujer, y al mismo tiempo se la exhibe como espectáculo, donde se la degrada y ofrece como mercancía que se usa y luego se tira. Y a esto lo llamamos tolerancia y libertad de expresión. Ante este panorama que provoca dolor y tristeza, aparece cautivante el ejemplo de delicadeza y respeto que Jesús mostró hacia las mujeres. Es un fuerte desafío para el discípulo y la discípula de Jesús colaborar intensamente para cambiar de mentalidad y hacer que la mujer sea tratada con plena dignidad en todos los ambientes y se proteja también su insustituible misión de ser madres y primeras educadoras de los hijos. El presente y el futuro dependen en gran parte de cómo les ayudamos para que puedan vivir con alegría y responsabilidad la gestación y educación de sus hijos.
Concluyamos nuestra reflexión con las hermosas palabras que dirigió el beato Juan Pablo II a la mujer en aquella memorable Carta sobre la dignidad de la mujer, y apliquémoslas a la mujer correntina en el contexto de la familia y de la sociedad en general: “La Iglesia expresa su agradecimiento por todas las manifestaciones del ‘genio’ femenino aparecidas a lo largo de la historia, en medio de los pueblos y de las naciones; da gracias por todos los carismas que el Espíritu Santo otorga a las mujeres en la historia del Pueblo de Dios, por todas las victorias que debe a su fe, esperanza y caridad; manifiesta su gratitud por todos los frutos de santidad femenina. La Iglesia pide, al mismo tiempo, que estas inestimables "manifestaciones del Espíritu" (cf. 1Cor. 12,4 ss.), que con grande generosidad han sido dadas a las "hijas" de la Jerusalén eterna, sean reconocidas debidamente, valorizadas, para que redunden en común beneficio de la Iglesia y de la humanidad, especialmente en nuestros días. Al meditar sobre el misterio bíblico de la "mujer", la Iglesia ora para que todas las mujeres se hallen de nuevo a sí mismas en este misterio y hallen su "vocación suprema". Tierna Madre de Itatí, ruega por nosotros.

Mons. Andrés Stanovnik OFMCap.
Arzobispo de Corrientes

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