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Corrientes, 25 de marzo de 2012

 Homilía para el V Domingo de Cuaresma-Día del niño por nacer

 

"Estamos transitando los últimos días de la Cuaresma, que nos acercan a los grandes días de la Semana Santa, en los que vamos a celebrar los principales misterios de nuestra fe. En este camino, la Palabra de Dios que escuchamos en el Evangelio nos coloca, por una parte, ante un anuncio que siempre estremece; y por otra, nos abre un inmenso horizonte de esperanza y de paz. Jesús presenta, mediante una brevísima comparación, una realidad a la que está sometido todo ser viviente: “Si el grano de trigo que cae en tierra no muere, queda solo; pero si muere da mucho fruto” y, en seguida, la aplica a la vida de las personas: “el que tiene apego a su vida la perderá; y el que no está apegado a su vida en este mundo, la conservará para la Vida eterna”, es decir, para siempre y en su toda su plenitud, belleza y felicidad. Para Jesús no hay medias tintas: o se vive entregando la vida en el servicio a los demás y de eso modo se la acrecienta; o se la vive para sí mismo y de esa manera se la disminuye. Esa dinámica de muerte-vida atraviesa toda la existencia del ser humano y de cómo la resolvamos dependerá el comportamiento privado y público de los individuos. Porque una cosa es vivir para sí mismo y otra muy distinta es vivir al servicio de los otros. En esta opción se definen dos caminos, dos sociedades, dos mundos: uno se construye sobre el fundamento del amor y de la amistad social, y el otro sobre la inconsistencia del egoísmo y los intereses particulares. No puede haber reciprocidad entre estos dos mundos, son irreconciliables y caminan hacia metas opuestas: uno hacia la plenitud y el otro hacia su propia ruina. La paradoja difícil de comprender es la que Jesús propone para alcanzar la vida plena y bienaventurada: morir, no apegarse, entregarse libremente al servicio de la vida, como el grano trigo. Sin embargo, a continuación, Jesús nos llena de esperanza y de paz.
Aquella dinámica del grano de trigo que cae en tierra y muere dando fruto, Jesús se la aplica a sí mismo: “Cuando yo sea levantado en alto sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí”. Ese levantamiento, que hace referencia a su crucifixión, será precedido por la entrega total de su vida. Ésa será su glorificación, el abandono sin reservas en las manos amorosas de su Padre. El acto supremo de amor que Jesús realiza en la cruz desata una fuente inagotable de vida, que atrae hacia la comunión lo que el pecado desquició y fragmentó; es una fuerza que nos reconcilia con Dios, restablece la amistad en la familia humana, y renueva el entusiasmo por un mundo de paz y de prosperidad para todos. Jesús, elevado en la cruz, representa el triunfo definitivo del amor de Dios sobre todos los males de este mundo. En ese impresionante misterio de amor y de luz adquiere dignidad sagrada toda vida humana, desde el primer instante de su concepción, hasta el último momento de su término natural. Fuera de esa luz, permanecen débiles los argumentos para una adecuada defensa del niño por nacer. Sin embargo, aun con la sola luz de la razón, si ésta actúa con recta intención, se puede sostener el respeto y el cuidado de la vida humana en todas las circunstancias.
La religión y la ciencia a favor de la vida
Esto nos remite al Día del niño por nacer, jornada que fue instituida en nuestro país por decreto oficial. Una jornada que resulta incómoda al pensamiento que promueve la cultura de la muerte, pensamiento que es ajeno a la alegría que vive nuestro pueblo por los valores de la vida y la familia. Aun cuando la mayoría de la gente tiene un sentido religioso de todo lo que vive, es necesario saber que también los argumentos que nos proporciona la razón, conforme a las últimas investigaciones de la ciencia biomédica, demuestran sobradamente que hay vida humana desde la fecundación. Entonces, sobre el dato acreditado por la ciencia, la fe afirma que esa vida humana es don de Dios; el pensamiento filosófico concluye que desde ese instante hay persona humana; y, sólo a continuación se legisla para otorgarle los derechos que le corresponden a ese ser vivo, reconocido como persona humana, y brindarle la correspondiente protección.
Por consiguiente, para saber si el ser vivo que está gestando la madre es un ser distinto de ella y para comprobar que allí hay vida humana, no es necesaria la Biblia, sino la ciencia. La racionalidad de la ciencia y no la religión, es la que determina si hay vida humana desde el mismo instante de la fecundación y, por ende, si estamos en presencia de un niño por nacer. En cambio, para darnos cuenta de que esa criatura por nacer es un don de Dios, creado por Él y para Él, necesitamos la inteligencia de la fe y para eso debemos recurrir a la Biblia. En síntesis, la razón científica comprueba que hay vida humana desde el primer instante de la concepción, y la fe nos revela que esa vida humana tiene una dignidad sagrada. Por consiguiente, ninguna ley humana puede atribuirse derechos sobre sobre ella.
En rigor de verdad, no debería haber contradicción entre fe y razón, entre ciencia y religión, porque el mismo Dios puso en el hombre la capacidad de razonar y también la capacidad de abrirse a Él. Ahora bien, cuando el hombre desvincula esas capacidades de su Creador, cae en expresiones deformadas de la razón y también de la religión. La razón sin Dios se vuelve totalitaria y desemboca en la irracionalidad; en cambio, la religión que se enfrenta a la razón se hace sectaria y fundamentalista. Por eso, en las grandes cuestiones de la vida humana, es indispensable el diálogo entre ciencia y religión. Al respecto, las palabras del Papa Benedicto XVI aportan mucha claridad cuando afirma que: “La iglesia está convencida de que «la fe no sólo acoge y respeta todo lo que es humano», incluida la investigación científica, «sino que también lo purifica, lo eleva y lo perfecciona» (Dignitatis personae, n. 7). De este modo, se puede ayudar a la ciencia a servir al bien común de toda la humanidad, especialmente a los más débiles y a los más vulnerables.
Sobre esta colaboración entre ciencia y religión, me gustaría destacar de nuevo la reacción pronta y eficaz que se tuvo desde los organismos competentes en el reciente caso de la niña madre. Allí, se produjo una positiva conjunción de la racionalidad profesional y el amparo humano que brinda la religión, para actuar a favor de la vida. De ese modo, los profesionales de la salud, del ámbito jurídico, y la hermana religiosa, que actuaron en la emergencia, aseguraron tanto la vida de la madre, como la vida del niño por nacer. Cuando se tiene claro que la persona es el centro de las instituciones y de las leyes, la ciencia y la religión se convierten en dos alas que despegan la comunidad humana hacia horizontes de felicidad y prosperidad social mucho más amplios e inclusivos, que si actúan aisladamente o se enfrentan entre sí.
La fe abre la mente y ensancha el corazón
Ahora bien, si hemos podido socorrer con profesionalidad y humanidad la emergencia de la niña madre, ¿por qué no lo aplicamos a otras situaciones en las que la vida de la mujer y la vida del niño por nacer están en peligro? Nuestro pueblo que es amante de la vida y da muestras constantes de ser capaz de grandes sacrificios para respetarla, cuidarla y defenderla, ¿por qué, en lugar de enseñarle a matar, no le damos más instrucción y recursos para actuar siempre a favor de la vida? Además, nuestra gente es profundamente creyente, lo cual le añade más energía y mayor motivación para cuidar la vida por nacer y luego siempre donde la misma se encuentre amenazada.
Es luminoso el amor y el respeto que mostró Jesús por nuestra condición humana: se sometió humildemente al proceso de la naturaleza que le brindó el cuerpo virginal de María. Fue primero embrión y luego, sin interrupción, ese niño se fue desarrollando hasta que le llegó el momento del parto. Subrayemos, aunque sea de paso, la figura sólida y fiel de san José, haciéndose cargo de la madre y de la criatura, a pesar de las perplejidades que suscitó el embarazo de María y aún en medio de innumerables penurias que debieron enfrentar, como la incomprensión de la gente, la persecución con peligro de muerte, la emigración forzada, etc. La contención primera y más segura para el niño por nacer es la familia, constituida por el varón y la mujer. Por el contrario, la primera desprotección que padece la vida naciente es la ausencia de ese núcleo humano básico, que la hace posible, la recibe y la acompaña. Se pierde de vista el superior interés del niño, cuando sus progenitores se hunden en sus propios egoísmos y luego los reclaman como derechos.
¡Qué bien nos hace contemplar el hermoso proceso de crecimiento que hizo Jesús antes de su nacimiento y descubrir en ese camino su profunda humildad para encontrarse con nosotros! ¡Cuánto nos enseña san José y la Virgen María, en su condición de varón y mujer, asumiendo juntos la responsabilidad de gestar, cuidar y amar la vida naciente! ¡Qué inmensa habrá sido la experiencia de libertad y fortaleza que experimentaron al superar juntos tantas adversidades! Y, finalmente, ¡qué importante fue para ellos estar firmemente arraigados en Dios y edificados en su amor! Sin Él, huérfanos de la mirada trascendente, la visión humana se reduce y termina en la oscuridad. Cuando no se ‘ve’ a Dios, tampoco se visualiza al hermano. En cambio, cuando el corazón del hombre y de la mujer se abre a Dios, también la mente adquiere mayor claridad, lo cual redunda en sorprendente beneficio, no sólo para ellos, sino para la familia y para toda la sociedad.
Encomendamos al amparo de la Sagrada Familia a todos los niños por nacer: los que verán la luz del sol y a los que prematuramente serán tomados por las manos amorosas de Dios Padre. Oramos especialmente por las niñas madres y por sus familias, y por las personas que los están acompañando más de cerca. Oremos también por nuestros adolescentes y jóvenes, para que descubran que la vida es mucho más bella y feliz cuando se descubre que el amor puro es hermoso y que transitarlo vale la pena, porque es camino seguro hacia una vida más plena, les aporta un mayor bienestar a ellos y a toda la comunidad, y les hace sentir la felicidad de colaborar con Dios en la construcción de un “cielo nuevo y una tierra nueva”. Así sea.

Mons. Andrés Stanovnik OFMCap.
Arzobispo de Corrientes

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