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Homilía para el Domingo de Ramos

Hemos asistido a dos momentos que despiertan sentimientos aparentemente opuestos. El primero nos llenó de alegría con la entrada triunfal del Mesías a Jerusalén para tomar posesión de su reino. Los ramos benditos y el ‘Hosanna’ fueron como un emocionante sapucay al Hijo de David, una fiesta de triunfo. Pero no duró mucho tiempo. Inmediatamente pasamos a otro estado de ánimo al escuchar la lectura de la Pasión. El triunfo de Jesús se convirtió, muy pronto, a los ojos de todos en un fracaso estremecedor. La conclusión de los escribas y fariseos tenía su lógica: Jesús no podía ser el Mesías anunciado por los profetas y esperado por todas las generaciones. Podemos imaginar la durísima prueba que debieron soportar María y los discípulos de Jesús, para no sucumbir a la tristeza y desilusión, y permanecer firmes en la fe.
No es fácil reconciliar dos realidades que en la vida normal se excluyen. Al que tiene éxito lo felicitamos, en cambio al que fracasa le expresamos nuestro pesar, compadeciéndonos porque sufre. Sin embargo, la celebración del Domingo de Ramos nos invita a vivir anticipadamente lo que viviremos luego durante el triduo pascual: dejarnos conmover por la pasión de Jesús y al mismo tiempo alegrarnos profundamente por su victoria en la cruz. Para el corazón de Dios, la pasión de Jesús y su triunfo sobre el pecado, la muerte y el mal, son un solo momento. Según el pensamiento de Dios, la pasión es el camino para llegar a la resurrección. Jesús lo entendió así: “Si el grano de trigo que cae en tierra no muere, queda solo; pero si muere da mucho fruto”. Es necesario abrirse a un sereno dolor en la siembra del grano de trigo, para afirmarse en la esperanza de la vida verdadera. Por eso, el apóstol Juan recuerda una de las expresiones más bellas de Jesús antes de su pasión: “Cuando sea levantado en alto, atraeré a todos hacia sí”.
El Año de la fe se nos presenta como una gran ocasión para entrar de nuevo por la puerta que nos conduce a la vida de Dios, esa que se abrió para nosotros con el bautismo, y dejarnos atraer de nuevo hacia Él. El Santo Padre Benedicto XVI, con motivo de anunciar el Año santo de la fe, recordó las palabras que pronunció al inicio de su pontificado: «La Iglesia en su conjunto, y en ella sus pastores, como Cristo han de ponerse en camino para rescatar a los hombres del desierto y conducirlos al lugar de la vida, hacia la amistad con el Hijo de Dios, hacia Aquel que nos da la vida, y la vida en plenitud». La fe es siempre más vida para todos. Al comenzar hoy a celebrar los principales misterios de nuestra fe, la liturgia del Domingo de Ramos nos anticipa que la vida en plenitud se alcanza por el camino de la cruz, es decir, brindándose por entero al servicio de todo lo que es bueno y rechazando firmemente todo lo malo.
La tentación es quedarnos sólo con el momento feliz de los Ramos y después irnos, como hizo la mayoría que aclamó a Jesús, incluidos sus discípulos que se dispersaron y lo dejaron solo. Tomar el ramo bendecido en nuestras manos nos introduce en la Pasión de Jesús y nos obliga amorosamente a seguirlo hasta el final. Así lo entendió su Madre y así lo vivió junto a su Hijo. La lógica de la vida, el amor y la felicidad, según Dios, es distinta de la que se predica y practica en la sociedad, donde para tener éxito sólo se admite la suma, a cualquier precio, no importa cómo, sino cuánto. El que lleva el ramo bendecido a su casa, se compromete ante Dios, y suplicando su ayuda, a no tener ningún compromiso con el mal.
Nos cuesta comprender la lógica de la vida, el amor y la felicidad que propone Jesús. Sólo si Él nos atrae hacia sí y nosotros nos dejamos atraer por Él, nos daremos cuenta que es más ventajoso para todos ser bueno y responsable, fiel a la verdad, justo en el trato con los demás y dispuesto siempre a perdonar y a pedir perdón. Sin embargo, ésa no es la cultura que predomina en nuestra sociedad. Creemos que el éxito y la felicidad se consiguen más fácilmente si nos dejamos seducir por el engaño, la coima y toda clase de malicia. En cambio, el pensamiento de Dios va por otro lado: “el que pierda su vida por mí la salvará”.
Así como María y los apóstoles, también nosotros necesitamos una fe firme para adherirnos a la lógica del amor de Dios, que no es la que ofrece el mundo. Sintámonos animados y sostenidos por el testimonio de fe de tantos hombres y mujeres de toda edad que han confesado a lo largo de los siglos la belleza de seguir al Señor Jesús allí donde se les llamaba a dar testimonio de su ser cristianos: en la familia, en la profesión y en la vida pública, y en el desempeño de los carismas y ministerios que se les confiaban (Cf. Porta fidei, n. 13.).
Démosle “valor agregado” al doble feriado que nos brinda el calendario. Para ello, durante estos días santos, además de tomarnos un descanso, meditemos sobre la pasión y muerte de Jesús, detengámonos delante del crucifijo y dejemos que el amor que brota de esa fuente de vida purifique nuestro corazón de toda seducción de malicia y de todo pensamiento malo. Para que, arraigados firmemente en la fe, no dudemos un instante que el amor del Crucificado venció definitivamente la muerte y el mal, y que la vida es mucho más bella y la felicidad más verdadera cuando nos abrazamos a Él y vivimos en su amistad. Así sea.

Mons. Andrés Stanovnik OFMCap.
Arzobispo de Corrientes

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