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5 de abril de 2012

 Homilía para el Jueves de la Cena del Señor

 

 Con la celebración de la Cena del Señor iniciamos el Triduo Pascual. Durante estos tres días, la Iglesia celebra el gran misterio cristiano: la pasión, muerte y resurrección del Señor. Jesús hizo posible lo que ningún ser humano podía hacer: devolvernos la vida de Dios, que habíamos perdido por nuestra desconfianza en Él. Aún hoy, la causa del extravío del ser humano sucede por desconfiar de Dios y pretender ocupar su lugar. La soberbia ciega al hombre y esa ceguera ya no le permite distinguir lo que está bien de lo que está mal, la libertad del libertinaje, la obediencia de la obsecuencia. Al perder los límites de su condición de creatura, no encuentra el camino que lo lleve a la vida.
Los acontecimientos que vamos a revivir estos días son la manifestación sublime del amor de Dios por el hombre, que le devuelve su razón de ser y le muestra el camino de la vida y de la verdadera felicidad. La actuación de Dios, como lo veremos estos días, no es teórica ni discursiva, sino dramáticamente concreta. Él dio el primer paso para acercarse a nosotros. Él tomo la iniciativa de compartir su vida con la nuestra. Para dar ese primer paso, no exigió ninguna condición especial. “Durante la cena (…) se levantó de la mesa, se sacó el manto y tomando una toalla se la ató a la cintura” (Jn 13,2-4). La Cena del Señor, preparada por Jesús según la costumbre de la pascua judía, es la expresión más alta de la iniciativa del amor de Dios, y de su deseo de compartir su vida con nosotros. En ello no mide las consecuencias, lo hace por amor y el amor verdadero no se entiende si no es hasta el final. Estamos en presencia de un acontecimiento profundamente conmovedor e infinitamente superior al concepto ordinario que tenemos acerca de compartir. La luz para comprenderlo nos viene de la Palabra de Dios. Veamos.
Las tres lecturas que se proclamaron relatan una comida ritual. En la primera se describe con detalles la cena pascual judía. En ella el pueblo recuerda la mano poderosa de Dios que los hizo pasar de la esclavitud de Egipto a la libertad de la tierra prometida. El piadoso israelita, aún hoy, celebra la pascua, no sólo como memoria de un suceso histórico, sino como acontecimiento que se realiza hoy: “eres tú a quien Dios hizo salir de Egipto” (cf. Dt 16,1-8). También san Pablo, en el texto que escuchamos, habla de la Cena del Señor como un acontecimiento que hace presente el sacrificio de Cristo. No se trata de un mero recuerdo de lo que Jesús hizo en la última cena, sino de lo que Cristo realiza hoy en su cuerpo que es la Iglesia, en virtud de su pasión, muerte y resurrección. Allí está la clave para comprender el misterio del amor de Dios que nos salva y el alcance que tiene para Él compartir su vida con nosotros.
Cuando Dios decide compartir su vida con el hombre, no le pregunta cuánto ni con qué está dispuesto a colaborar en ese compartir. Dios toma la iniciativa y lo arriesga todo, se “comparte” Él mismo en su totalidad. Ésa es la dinámica del amor según el corazón de Dios. Por eso, la respuesta a Él jamás puede ser darle algo o dedicarle algún tiempo, sino darnos por completo. Se trata de la donación total de sí, en la misma lógica con la que Él actúa hacia nosotros.
En el gesto del lavatorio de los pies, que sucede durante la última cena, el apóstol san Juan nos revela la profundidad del compartir según la mente y la actuación de Jesús. Ese gesto de humildad y servicio, hay que entenderlo a la luz de ese otro signo, cuyo relato escuchamos en segunda lectura: “El Señor Jesús, la noche en que fue entregado, tomó el pan, dio gracias, lo partió y dijo: «Esto es mi Cuerpo, que se entrega por ustedes. Hagan esto en memoria mía».” De la misma manera hizo luego con la copa. Por eso, sólo en el misterio de la Cruz, amor de Dios entregado hasta el fin, descubrimos el verdadero alcance que tiene la propuesta que nos hace Jesús de compartir la vida con los hermanos. Pero para que se haga realidad en nuestra vida, es necesario dejarse “lavar” por completo en la sangre de Cristo, porque sólo purificados por él podremos “compartir” su suerte, como le dijo Jesús a Pedro, quien aún se resistía en su confusión. Sin embargo, una vez que Pedro comprendió la belleza del amor que Dios le revelaba Jesús, se entregó por completo: “Entonces –dijo– ¡no sólo los pies, sino también las manos y la cabeza!”
La resistencia de Pedro se puede ver reflejada en tantas actitudes y modos de pensar que tenemos hoy. Aún nos falta mucha amplitud de mente y de corazón para construir una sociedad más humana y más responsable, basada en un verdadero compartir solidario. Una comunidad, en la que los responsables del poder público animen esa conducta con su propio ejemplo. Entendamos que el servicio es la única lógica sobre la cual se puede desarrollar un bienestar efectivo para todos y sentar las bases para una convivencia pacífica entre los ciudadanos. Pero hay que saber que esa lógica exige sacrificio, disciplina, cumplimiento estricto de las normas, sin olvidar que el respeto a la vida humana y a la persona debe estar en el centro de las instituciones y de las leyes. Es muy difícil colocar a la persona en el centro, si desvinculamos nuestra vida de Dios. Si no ‘vemos’ a Dios, menos vamos a ‘ver’ en el prójimo a un hermano. Para tener esa visión es necesario dejarse “lavar” por Jesús, no solo los pies, sino las manos y la cabeza. Entonces sí comprenderemos que el servicio a Dios y a los hermanos pasa por el don de uno mismo en lo concreto de la vida cotidiana. De lo contrario, seguiremos contaminados por el estilo mundano del poder y la gloria, que jamás beneficiaron el desarrollo armónico e integral de ninguna sociedad.
Tenemos que volver a plantar la cruz en el corazón de nuestras familias y en el centro de nuestras ciudades y pueblos. Y creer en el milagro de la cruz, ya no como defensa ante un ataque exterior como sucedía hace más de cuatro siglos, sino para que nos libre de las amenazas mucho más sutiles y peligrosas, que hoy provienen de un pensamiento que no respeta la vida, la dignidad y la integridad de la persona humana. Marginar a Dios de la vida, es colocarse en su lugar, y atribuirse el derecho de decidir sobre la propia vida y sobre la vida de los demás. El peligro que eso significa para el individuo y para la comunidad lo intuyó Hesíodo, un pensador que vivió siete siglos antes de Cristo, y expresó con esta sentencia: “A un gran dios muerto en el corazón del hombre lo sucede un pequeño y despreciable dios”.
Miremos a Jesús que se inclina a lavar los pies a sus discípulos y completa esa acción con la entrega total de sí mismo a Dios. También Jesús –nos decía el Papa el Miércoles de ceniza– se encuentra expuesto al peligro y es asaltado por la seducción del Maligno, cuando le propone un camino mesiánico diferente, alejado del proyecto de Dios, que pasa por el poder, el éxito, el dominio, y no por el don total en la cruz. Esta es la alternativa: un mesianismo de poder, de éxito, o un mesianismo de amor y de entrega de sí mismo.
María de Itatí, junto a la Cruz, nos anima a creer en el poder milagroso que brota de esa fuente de amor, como el mejor antídoto contra el mal. Dejémonos lavar en esa fuente, no sólo los pies, sino el cuerpo entero, para vivir en el servicio humilde y entregado, como lo hizo Ella. Tomados de su mano, vayamos confiados y alegres a celebrar los misterios de nuestra salvación. Así sea.

Mons. Andrés Stanovnik OFMCap.
Arzobispo de Corrientes

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