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6 de abril de 2012
Homilía para el Viernes Santo
Los hechos que se acaban de relatar hablan por sí mismos. Hubo testigos que acreditan la verdad de esos sucesos, lo cual pone fuera de toda discusión la realidad histórica de la pasión y muerte de Jesús. La descripción de las horas que precedieron a la crucifixión concluye hoy, Viernes santo, con la sepultura de Jesús. Todo podía haber terminado allí, como había sucedido con tantos crucificados a lo largo de la historia, y continúa sucediendo hoy. Sin embargo, algo muy hondo, algo que va más allá de la comprensión humana, sucedió con este Crucificado, y por Él con los crucificados de todos los tiempos. Por eso la Iglesia permanece en silencio, acompaña piadosamente el dolor y la muerte de Jesús, y al mismo tiempo se une en oración y actitud fraterna con todos los sufrientes del mundo, hasta la madrugada de la resurrección. Estamos en presencia, aunque nos parezca paradójico, ante un crucificado que nos llena de paz y nos trae la gran esperanza.
Nos encontramos, mis queridos hermanos y hermanas, ante el impresionante milagro de la cruz, que se realizó en aquel acto supremo que cumplió el Hijo de Dios, cuando entregó su propia vida en las manos de su Padre y por amor a los hombres. Ese acontecimiento le imprime verdadero significado a la Cruz de los Milagros y por ello, ese madero histórico, se convierte en signo fundacional del pueblo correntino, y fuente inagotable de identidad cristiana.
La verdad de los hechos, que sucedieron en el camino hacia el Calvario y luego en el lugar llamado «del Cráneo», adquiere un significado completamente nuevo con la iluminación que nos da la fe. La fe nos hace ‘ver’ la verdadera dimensión del extraordinario acontecimiento que tuvo lugar ese viernes a las tres de la tarde, cuando las tinieblas cubrieron la tierra y Jesús “inclinando la cabeza, entregó su espíritu”. Y el Padre, conmovido de amor, recibió en sus manos la ofrenda de su Hijo y con Él –maravilloso milagro del amor de Dios– nos atrajo a todos hacia sí, como Él mismo lo había prometido: “Cuando yo sea levantado en alto sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí” (Jn 12,32).
La Iglesia no es un invento de los hombres, no la construimos con nuestro ingenio, ella nace del costado abierto del Salvador, nace del amor de Dios que brota de la cruz de Jesús. De allí mana la fuente de amor que nos hace hermanos y hermanas, un sólo Cuerpo en Cristo, Pueblo de Dios peregrino hacia el encuentro definitivo con el Amor de Dios. Dejémonos atraer por Él.
Alejados de Dios, confundidos y dispersos, caemos en las manos del Maligno. En ese alejamiento de la verdad y del amor, debemos buscar las verdaderas causas de nuestras confusiones, enfrentamientos y derrumbes, que
retardan nuestro desarrollo espiritual y aún material, y cuyas consecuencias provocan innumerables sufrimientos, que se podrían evitar si dejáramos que el Amor del Crucificado nos atrajera más hacia él.
Abracémonos a la cruz de Jesús con un corazón sincero y arrepentido, y nuestra vida se convertirá en un mar de luz y de paz. Eso renovará en nosotros la vida de Dios, nos dará fortaleza para vivir en la verdad y practicar aquella justicia que brota de la Cruz, y cuya acción se distingue porque parte y culmina siempre en la misericordia.
Mons. Andrés Stanovnik OFMCap.
Arzobispo de Corrientes
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