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7 de abril de 2012

Homilía en la Misa de la Vigilia Pascual

Esta es la noche santa, la más luminosa y noble de todas las noches, porque es la noche de la gran actuación de Dios en la historia de los hombres. “Esta es la noche en la que Cristo rompió las ataduras de la muerte y surgió victorioso de los abismos”, escuchamos hace un momento en el pregón pascual. Esa acción deslumbrante de Dios hace estremecer a la Iglesia con las primeras palabras que pronuncia esta noche y graba sobre el Cirio pascual: “Cristo ayer y hoy, Principio y Fin, Alfa y Omega. A Él pertenecen el tiempo y la eternidad. A Él la gloria y el poder, por los siglos de los siglos. Amén”.
Desde ahora y para siempre, Cristo resucitado es vida y esperanza para toda la humanidad. No hay anuncio, noticia más desconcertante y fuera de toda imaginación, que el acontecimiento que estamos celebrando. Si no nos conmueve profundamente y deja estupefactos, es porque aún no hemos llegado a captar la absoluta originalidad de este anuncio, fundamento sobre el cual se basa nuestra fe. Pero, ¿en qué cosa reside exactamente su realidad extraordinaria?
Jesús de Nazaret, una vez muerto, fue depositado en el sepulcro, como cualquier difunto a quien luego se llora y hace luto. Su muerte fue una muerte real, de la cual hay registro en las crónicas romanas de la época y también lo atestiguan las Escrituras. Hasta aquí todo transcurre con normalidad: al fallecido lo sepultan. Lo inédito y totalmente fuera de lo normal, surge cuando los primeros testigos, en este caso las mujeres, vuelven a la tumba para embalsamar el cuerpo de Jesús -como señala uno de los evangelistas-, siguiendo la costumbre de la época, y en lugar de encontrarse con el cuerpo del difunto, se encuentran con Jesús vivo, que les dice: «Alégrense…, no teman; avisen a mis hermanos que vayan a Galilea, allí me verán» (Jn 28,10). Ellas corrieron a dar la noticia a los discípulos, quienes también lo vieron, lo escucharon y comieron con él. Luego se apareció a muchos otros más.
Sin embargo, la paradoja de verlo tan real y el mismo que habían conocido en vida, y al que luego del camino de la cruz y una vez muerto, sepultaron, no era fácil de aceptar. Al final, se rindieron simplemente ante la realidad. El Papa Benedicto XVI, en el segundo volumen de su obra “Jesús de Nazaret”, afirma que con la resurrección, Jesús fue “hacia un tipo de vida totalmente nuevo (…) una vida que ha inaugurado una nueva dimensión de ser hombre (…) Él ha entrado en la inmensidad de Dios y, desde allí, Él se manifiesta a los suyos (…) Y aún sin pertenecer ya a nuestro mundo, estaba presente de manera real, en su plena identidad”. Desde entonces, la experiencia de los primeros testigos se propaga como anuncio dichoso y salvador por todo el mundo. Aquellos que escuchan, reciben y creen en ese anuncio, experimentan la alegría que sólo puede provenir del encuentro con Jesucristo vivo, con su realidad resucitada.
El motivo central, que reúne esta noche a los cristianos de todo el mundo, es precisamente la celebración de esa Vida nueva. Vida nueva, ya no sujeta a la corrupción y la muerte. Esa es la vida que recibimos en el Bautismo, gracias a Jesucristo muerto y resucitado. La liturgia representa esa vida mediante signos que nos hablan de una nueva creación. Así lo hemos hecho hace un momento al iniciar esta función sagrada en el atrio y con el templo a oscuras: allí se bendijo el fuego nuevo, con el cual encendimos el Cirio pascual. Luego, avanzamos en procesión con la luz nueva, a cuyo paso retrocedían las tinieblas, y se iluminaba el camino hacia el encuentro con la Palabra de Dios. Esa luz daba un resplandor nuevo a la historia de la salvación, relatada en algunos textos del Antiguo Testamento. Hasta que el Nuevo Testamento nos estremeció con el anuncio glorioso de la resurrección de Jesús. Entonces el templo se inundó de claridad, como una imagen bellísima y transparente de la Iglesia, Cuerpo de Cristo y Luz para los pueblos.
La Vigilia pascual, que estamos celebrando en las vísperas del Año de la fe, nos coloca en el fundamento mismo del cristianismo. Somos cristianos porque creemos que Jesucristo resucitó de entre los muertos. Creemos que ese acontecimiento, el más real de la historia, ha cambiado radicalmente el rumbo de la humanidad. En virtud de la resurrección de Jesús, el ser humano no está destinado a la muerte, sino a la vida. Así lo atestigua san Pablo: “por el bautismo fuimos sepultados con Él en la muerte, para que así como Cristo resucitó por la gloria del Padre, también nosotros llevemos una Vida nueva” (Rm 6,4). Desde ahora, todo lo que se impregna de esa vida, no está sujeto a la desintegración y a la muerte, sino a la Vida, escrito con mayúscula, es decir, a la misma vida de Dios, a la unidad y comunión plena con Él en al amor. Por eso, en el Credo, afirmamos que creemos en la resurrección de la carne y en la vida eterna.
Por el bautismo el cristiano está, como decíamos, “impregnado” de la vida de Jesús resucitado. Esa “impregnación” marca su identidad que se manifiesta en un modo diferente de tratar a las personas y de utilizar los bienes de este mundo. San Pablo habla del “hombre nuevo” y el “hombre viejo”, como dos “modelos de vida” diferentes, dos amores contrarios: uno vive de “cara a Dios”, el otro de “cara a sí mismo”: sus respectivos destinos son irreconciliables, como el trigo y la cizaña. Unos buscan sólo los bienes de este mundo y para poseerlos se desviven y luchan entre ellos. Ese modo de vivir tarde o temprano se derrumba, pero mientras tanto deslumbra con sus apariencias, provocando un enorme daño a las personas y a la sociedad. Es ancestral el combate entre la luz y las tinieblas, pero es también ancestral la advertencia de Jesús sobre el “lugar” donde se libra ese combate: Es el interior, del corazón del hombre de donde provienen las malas intenciones (…) la avaricia, los engaños, la envidia y toda clase de maldad (cf. Mc 7,20-23). El que se deja seducir por esas cosas, se impregna del mal y realiza obras malas. En cambio, el que se deja iluminar por la Vida nueva del Resucitado, se une al sacrificio de la Cruz y toma su fuerza de la Eucaristía para hacer el bien y para soportar todas las adversidades. Como el trigo y la cizaña, son dos modelos de vida, cada cual con los ángeles de su gremio –como decía san Agustín– que se diferencian, uno porque es la caridad que impulsa a sus miembros a servirse recíprocamente, mientras que en el otro, reina la ambición del poder y la avaricia del dinero.
¡Dichosos los que hemos sido bañados en las aguas del bautismo y hechos nueva creación! Es enorme la fuerza y asombrosa la belleza de nuestra fe. Queremos confesarla con plenitud y renovada convicción, con toda confianza y esperanza –decía el Papa al anunciar el Año santo de la fe–. Vivir impregnados de Dios y según Dios, nos exige hacernos cargo de los compromisos concretos de todos los días. Profesar la fe, decir “creo”, “creemos”, exige un estilo de vida compatible con los sentimientos y pensamientos de Jesús, que se traduce en un modo nuevo de tratar a nuestros semejantes, sobre todo, con aquellos que no piensan y viven como nosotros.
El fruto primero y más bello de la Vida nueva del Resucitado es María Santísima, Madre de Dios y Madre nuestra. Bajo su amparo y sostenidos de su mano, miramos con esperanza el futuro y comprometemos todo nuestro empeño en vivir de tal manera que nuestro testimonio sea creíble más por las obras que por las palabras. Así sea.

Mons. Andrés Stanovnik OFMCap.
Arzobispo de Corrientes

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