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Domingo de la Divina Misericordia

 Homilía para la Ordenación sacerdotal del diácono Antonio De Iacovo

 

 "Vayan también ustedes a mi Viña" (Mt, 20, 7), es el lema que eligió el diácono Antonio para su ordenación sacerdotal. El lema está tomado de aquella invitación que Jesús hizo a unos obreros, ya “al caer la tarde”, para trabajar en su viña. En ese llamado de Jesús, nuestro diácono encontró la respuesta a su honda inquietud de buscar al Señor y serle fiel. Esto nos hace pensar que hay dos inquietudes que se encontraron: la de Jesús que llama y el hombre que le responde. No sólo nosotros, sino también el corazón de Dios está inquieto por el hombre. Él nos espera, nos busca, sale incluso ya al caer la tarde, no vaya a ser que aún se encuentren hombres y mujeres a quienes nadie hubiera invitado. Dios sigue buscando personas que se dejen contagiar de la pasión que Él tiene por nosotros, personas que dejen que su corazón sea tocado por ese deseo que Dios tiene de hacerse cercano y amigo de los hombres. Así nace la vocación del sacerdote, por pura iniciativa del amor de Dios, amor que, literalmente, se “desvive” por el ser humano.
La Providencia de Dios nos regaló esta ordenación sacerdotal en el Domingo de la Divina Misericordia, instituido por el Beato Juan Pablo II. En la visita, que realizó en el año 1997 al Santuario de la Divina Misericordia en Polonia, Juan Pablo II dejó el siguiente testimonio: “Siempre he apreciado y sentido cercano el mensaje de la divina Misericordia. Doy gracias a la divina Providencia porque me ha concedido contribuir personalmente al cumplimiento de la voluntad de Cristo, mediante la institución de la fiesta de la divina Misericordia. Pido incesantemente a Dios que tenga «misericordia de nosotros y del mundo entero». También nuestro diácono, a punto de ser ordenado presbítero, sintió en su vida muy cercano el mensaje de la Divina Misericordia. No cabe duda de que un Dios misericordioso inspira mucha confianza. Santa Faustina Kowalska, vivió con mucha intensidad la confianza en la Divina Misericordia, a tal punto que llegó a escuchar que Jesús le decía: “Las gracias de Mi misericordia se toman con un solo recipiente y este es la confianza”.
La Palabra de Dios nos enseña cuál es la verdadera seguridad, esa que nos lleva a superar el miedo y confiar plenamente. En efecto, el Evangelio nos relata las circunstancias del encuentro de Jesús resucitado con sus discípulos. Éstos se habían refugiado en algún lugar por temor a los judíos. “Entonces –dice el texto– llegó Jesús y poniéndose en medio de ellos, les dijo: «¡La paz esté con ustedes!» Mientras decía esto, les mostró sus manos y su costado. Los discípulos se llenaron de alegría cuando vieron al Señor Jesús”.
Ahora bien, preguntémonos cuáles fueron las señales que vieron los discípulos para reconocer a Jesús. Los discípulos lo reconocieron cuando Jesús les mostró las manos y el costado: es decir, cuando les mostró sus llagas. De esas manos perforadas y de su costado abierto, corren ríos de misericordia que disipan cualquier temor. Sus llagas son una fuente inagotable de amor y de vida. Allí no cabe el miedo, sino sólo confianza y seguridad. Sus llagas son el lugar de la Misericordia. En esas llagas somos sanados, perdonados, rescatados y creados de nuevo.
Las manos del sacerdote, y su vida entera, se ponen a disposición de las manos de Jesús, manos que perdonan, consuelan y alimentan; manos fraternas que se desgastan para construir la comunión en la Iglesia y entre todos los hombres. Por eso, tienen que ser manos ungidas en la misma unción de Jesús, unción que se distingue porque son manos llagadas y abiertas a todos, y se diferencian absolutamente de esas otras manos que se cierran y, cerradas, producen mucho daño y sufrimiento en el mundo. En cambio, las manos del sacerdote conservan su unción en la medida que las ponga siempre en las manos y en el costado abierto de Jesús, como el apóstol Tomás, y con él exclame piadosamente: «¡Señor mío y Dios mío!».
El Papa Benedicto XVI tiene una hermosa reflexión precisamente sobre la imposición de las manos, gesto por el cual se comunica el don del sacerdocio, y sobre las manos ungidas del sacerdote. En el centro de la celebración del sacramento del Orden sagrado está “el gesto antiquísimo de la imposición de las manos, con el que Jesucristo tomó posesión de mí, diciéndome: "Tú me perteneces". Pero con ese gesto también me dijo: "Tú estás bajo la protección de mis manos. Tú estás bajo la protección de mi corazón. Tú quedas custodiado en el hueco de mis manos y precisamente así te encuentras dentro de la inmensidad de mi amor. Permanece en el hueco de mis manos y dame las tuyas". Recordemos -continúa diciendo el Papa- que nuestras manos han sido ungidas con el óleo, que es el signo del Espíritu Santo y de su fuerza (…) En cierto modo, [por la unción, el sacerdote] está expropiado de sí mismo en función de un servicio, en el que se pone a disposición de alguien que es mayor que él.” Y más adelante añade que “ser sacerdote significa convertirse en amigo de Jesucristo, y esto cada vez más con toda nuestra existencia. El mundo tiene necesidad de Dios, no de un dios cualquiera, sino del Dios de Jesucristo, del Dios que se hizo carne y sangre, que nos amó hasta morir por nosotros, que resucitó y creó en sí mismo un espacio para el hombre. Este Dios debe vivir en nosotros y nosotros en él. Esta es nuestra vocación sacerdotal: sólo así nuestro ministerio sacerdotal puede dar fruto”.
Antes de concluir, comparto con ustedes unas palabras del sacerdote Andrea Santoro, a las que el Papa recordó hace poco. Ese sacerdote pertenecía a la diócesis de Roma, pero trabajaba como misionero en Turquía. En el año 2006 fue asesinado por un extremista fanático, mientras oraba en el templo. Unos días antes, este sacerdote había escrito: "Estoy aquí para vivir entre esta gente y permitir que Jesús lo haga prestándole mi carne... Sólo seremos capaces de salvación ofreciendo nuestra propia carne. Debemos cargar con el mal del mundo, debemos compartir el dolor, absorbiéndolo en nuestra propia carne hasta el fondo, como hizo Jesús". Estas palabras revelan los sentimientos más hondos de un hombre que vive a fondo la vocación que representan sus manos ungidas. Esas manos, colocadas en las manos de Jesús, vencen el pecado, la muerte y todo mal que hay en el mundo.
Queridos hermanos, les pido que recen por todos los sacerdotes de nuestra arquidiócesis, pero especialmente por el diácono Antonio, a quien vamos a conferir el ministerio sacerdotal en unos instantes más. Que sus manos y toda su vida esté siempre a disposición de Cristo y de su Iglesia, para que muchos puedan experimentar con toda confianza el perdón y la misericordia de Dios.
Bella Vista, 15 de abril de 2012

Mons. Andrés Stanovnik OFMCap.
Arzobispo de Corrientes

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