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 Homilía con motivo de la reapertura del templo parroquial de la Santísima Cruz de los Milagros

 Corrientes, 18 de mayo de 2012

 Hoy tenemos la enorme satisfacción de celebrar la reapertura del templo parroquial de la Santísima Cruz de los Milagros, para que la comunidad cristiana vuelva a reunirse aquí, pueda escuchar la palabra de Dios, orar unida, recibir los sacramentos y celebrar la Eucaristía. Si Dios quiere, el próximo 11 de octubre, con motivo de la proclamación universal del Año de la fe, que anunció el Papa Benedicto XVI, haremos la solemne traslación, desde la Iglesia Catedral hasta este Santuario, del leño milagroso que perteneció a la primera Cruz cuando se fundo la ciudad en el año 1588, abriendo de ese modo las puertas de este santuario también a la fe y devoción de los peregrinos y devotos.
La reapertura de este hermoso templo –monumento histórico provincial– es, ante todo, ocasión para agradecer a Dios, Sumo Bien, y de quien proceden todos los bienes, la espléndida obra de refacción y restauración que realizó el Gobierno de la Provincia, en este símbolo que representa la honda raigambre que tiene la fe del pueblo correntino. Nuestro más profundo reconocimiento y gratitud se extiende a los profesionales, técnicos y obreros que intervinieron en la obra. La historia cuenta que la construcción de este templo fue la última de una serie de grandes obras que se iniciaron en la ciudad en el año 1853 con la edificación de la Iglesia Catedral; transcurridos apenas cuatro años, en el año 1857, se empezó a construir el nuevo templo de Nuestra Señora de la Merced; pasaron otros cuatro años y el año 1861 comenzó la edificación de la actual iglesia de San Francisco Solano; Santa Rita de Casia es del año 1886 y dos años más tarde, durante la celebración del tercer centenario de la Ciudad de Corrientes, en el año 1888, se colocó la piedra fundamental del templo actual de la Cruz de los Milagros. Uno queda perplejo al observar que en el arco de apenas tres décadas, se erigieron cinco iglesias en esta ciudad, consideradas hoy construcciones de gran valor histórico y cultural por su arquitectura y por las expresiones artísticas que allí se conservan. Pero, por sobre todo, el templo visible es signo peculiar de la Iglesia edificada con piedras vivas, que peregrina en la tierra y, al mismo tiempo, una imagen de la Iglesia que ya ha llegado al cielo.
Nos hace mucho bien colocar a la Virgen María junto a la Cruz de Jesús. El pasado 3 de mayo decíamos que la Cruz de los Milagros junto a la imagen de la Virgen de Itatí, constituyen los dos signos principales que marcaron los rasgos distintivos de la identidad católica del pueblo correntino. Por más de cuatro siglos y aún hoy, estos signos continúan siendo la “Puerta de la fe” que nos ayuda a ver y a sentir que Dios se puso definitivamente de parte del hombre y sobre todo más cerca del más necesitado y del que más sufre.
Las puertas de este templo, que se abren hoy para nosotros, nos remiten a la “«Puerta de la fe» (cf. Hch 14, 27), que introduce en la vida de comunión con Dios y permite la entrada en su Iglesia. Se cruza ese umbral cuando la Palabra de Dios se anuncia y el corazón se deja plasmar por la gracia que transforma” ( Benedicto XVI, Porta fidei, n. 1.) , leemos en la carta con la que el Papa anuncia el Año de la fe. Felizmente, esa puerta está siempre abierta para nosotros: “Yo soy la puerta, el que entra por mí se salvará” (Jn 10,9). Los tienen la gracia de ‘verla’ abierta y la disposición espiritual para ingresar por ella, descubren ese tesoro por el cual “venden todo lo que tienen y lo compran” (cf. Mt 13,44-45). Al traspasar la puerta de este templo, experimentamos la belleza y esplendor que no podíamos imaginar si hubiésemos permanecido afuera. Por más que intentáramos subirnos a un árbol, como lo hizo Zaqueo, no hubiésemos podido ver nada. Zaqueo comenzó a ‘ver’ cuando cruzó el umbral, es decir, cuando se animó a salir detrás del mostrador de sus propios intereses, y se dejó mirar por Jesús. Este hombre, que recaudaba para el invasor y se enriquecía con el dinero de la gente, atraviesa el umbral y entra por el sendero de la vida –sendero de la verdad, la libertad, la justicia y el amor–, cuando se cruza con la mirada de Jesús, escucha su Palabra y deja que su corazón se transforme por la gracia de ese encuentro. Zaqueo no podía creer lo que escuchaba: “Baja pronto, porque hoy tengo que alojarme en tu casa” (Lc 19,5). Zaqueo sintió que nacía de nuevo: bajó rápido y recibió a Jesús con alegría. También para nosotros se abre hoy la “Puerta de la fe”, con la única condición de querer ver a Jesús y dejarnos mirar por él. El que experimenta ese feliz encuentro ya no puede vivir como antes.
A este punto del relato de la conversión de Zaqueo, el evangelista registra la contrariedad que eso produce en la gente y anota: “Al ver esto, todos murmuraban, diciendo: «Se ha ido a alojar en casa de un pecador»”. Esa reacción de la muchedumbre es típica del hombre que se coloca en el lugar de Dios y se autoerige en juez de los demás. En esa sombría condición humana, vive enardecido por la fascinación que le produce el poder de las llaves, y exaltado de omnipotencia para decidir sobre la vida y la muerte sin dar cuenta a nadie. Tanto la vida de los individuos, como la historia de la humanidad, nos enseñan que los períodos más oscuros y dolorosos fueron aquellos en los cuales el hombre se apoderó de todo el poder. No poseemos ejemplos de que en algún caso les haya ido bien. En cambio sobran testimonios en contrario. La Biblia nos brinda mucha luz sobre esa engañosa tendencia de la condición humana a clausurarse sobre sí misma. Recordemos el relato de Adán y Eva, cuando la ambición desmedida lleva a esta primera pareja a apoderarse de la ciencia del bien y del mal, y querer convertirse en dioses; o los hombres que se pusieron a construir la torre de Babel para alcanzar el cielo por cuenta propia; incluso la sabiduría precristiana da cuenta de ese extraño desorden moral que desconcierta al ser humano, por ejemplo en aquel mito griego que narra la tragedia de Ícaro, quien –quemadas sus alas por el delirante encanto que le producía volar hacia el sol y acosado por la inmoderada apetencia de poseer el poder absoluto y la libertad sin límites– se precipita al vacío; o en el tiempo actual, cuando el hombre pretende ser como Dios, legislando sobre la vida y la muerte, pero sin Dios ( Cf. Benedicto XVI, Lectio divina, 23 de febrero de 2012, L’Osservatore en español, 04.03.2012, p. 6/7.).
La conversión de Zaqueo nos deja varias enseñanzas. Es saludable y ventajoso para todos bajarse de las omnipotencias y no contaminarse con las murmuraciones, que no hacen otra cosa que aislar y enfrentar a los hombres entre sí. Jesús nos muestra que el centro de su preocupación es la persona humana y a ella se dirige con su palabra y por amor ella entrega su vida en la cruz. El hombre, creado a imagen de Dios y llamado a colaborar con él en la noble tarea de hacer bella la creación, es el templo más importante que vino a restaurar. Dios es un aliado esencial en esta construcción de una vida plena y feliz para todos los hombres, y no un enemigo que lo quiere ver sufrir y fracasar.
El relato de Zaqueo contiene elementos pedagógicos de profunda humanidad, útiles tanto para el que cree como para el que no cree. Ante todo, la serena aceptación de los propios límites, que de ninguna manera significa renunciar al progreso y al desarrollo personal. El verdadero camino para una superación real de los propios límites es empezar a reconocerlos. La salvación de Zaqueo comenzó cuando se trepó al árbol. Sólo entonces se encontró consigo mismo y pudo iniciar su camino de descenso para encontrarse con los otros y establecer con ellos relaciones justas y fraternas. Cuando el ser humano acepta el límite que le impone su condición de creatura, contrariamente a lo que se piensa, se le abre un horizonte prácticamente ilimitado de posibilidades. Aunque parezca paradójico, escuchar a Dios y dejarse plasmar por su palabra, hace al hombre mucho más libre y más hombre. Acoger la iniciativa amorosa de Dios sobre la humanidad, como le sucedió a Zaqueo, produce un gozo inefable y radiante, que está al alcance de todos, con la única condición de querer ver a Jesús.
La feliz reapertura de este histórico templo, ahora beneficiado por la refacción de su estructura y embellecido por la restauración de su patrimonio artístico, es lugar de perdón y de fiesta: aquí vivimos el consuelo que nos da la misericordia y el perdón de Dios; aquí celebramos la Eucaristía, sacrificio y comunión, que nos fortalece para estar dispuestos a cruzar siempre el umbral hacia una mayor amistad con Dios y con los hermanos. Así como este templo se fue reconstruyendo con materiales diversos y con el esfuerzo de muchos, así el templo vivo que somos nosotros, también se va restaurando cuando nos abrimos a los dones del Espíritu Santo y dejamos que él actúe en nosotros. Amén.

Mons. Andrés Stanovnik OFMCap.
Arzobispo de Corrientes

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