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Corrientes, Iglesia de la Merced

 Te Deum, 25 de mayo de 2012

 “[Señor, Dios mío], concede entonces a tu servidor
un corazón comprensivo, para juzgar a tu pueblo,
para discernir entre el bien y el mal”. (1Re 3,9)


Nos hemos reunido en este histórico templo consagrado en honor de Nuestra Señora de la Merced, para dar gracias a Dios por la Patria y por esta hermosa porción de tierra correntina, bendecida por espléndidos ríos, y embellecida de extraordinarios paisajes, que sólo el Dios creador y enamorado de su pueblo, podría brindarle. Junto con el agradecimiento, también venimos a suplicar sabiduría para administrar bien el patrimonio cultural y material que hemos recibido de las generaciones que nos precedieron, y a partir de aquel providencial encuentro hispano-guaraní que tuvo lugar en estas costas hace más de cuatro siglos.
En efecto, hace menos de un mes, hemos concluido solemnemente el mes de Corrientes, celebrando 424 años de su fundación. A partir de aquella primera expedición que hizo pie en las costas de Arazatí, se ha ido conformando una preciosa herencia de valores cristianos, enriquecida con los saberes de los pueblos originarios, cuya síntesis se refleja hoy en la identidad de este noble pueblo correntino. La Patria tiene sus orígenes entonces, configurándose con sus creencias, sus tradiciones, su canto y sus danzas, donde se destaca una fe de hondas raíces católicas, un fuerte sentimiento de pertenencia a un pueblo, con un hondo sentido de la libertad y una acentuada capacidad para hacer frente a las adversidades. Luego, los sucesos de mayo de 1810 y los años que siguieron hasta la independencia de 1816, fueron decisivos para responder a los profundos anhelos de libertad e independencia de nuestro pueblo, madurados sobre el “humus cristiano” en el transcurso de los dos siglos anteriores.
En los sucesos de mayo del año 1810 estuvieron implicados hombres con un fuerte sentido de libertad y de autodeterminación y, en su gran mayoría, identificados con el pensamiento de tradición católica. Si nos detuviéramos a ver quiénes integraron la Primera Junta del gobierno patrio, podemos encontrar allí militares, abogados, comerciantes y eclesiásticos. Pocos años después, ante la convocatoria al Congreso de Tucumán, casi todas las provincias eligieron a sus diputados entre abogados o sacerdotes. En medio de ellos, se distingue la actuación del dominico fray Justo Santa María de Oro. Más tarde, también el franciscano Mamerto Esquiú, actualmente en proceso de beatificación, tuvo un sorprendente desempeño en la encendida defensa que hizo de la primera Constitución nacional, en el año 1853, con el propósito de que el pueblo argentino, desgarrado por luchas internas, se sometiera al poder de la ley. Es famosa la frase con la que culminó su famoso Sermón de la Constitución: "Obedeced, señores, sin sumisión no hay ley; sin ley no hay patria, no hay verdadera libertad, existen sólo pasiones, desorden, anarquía, disolución, guerra..." El cronista de la época apunta que el fraile “No pudo terminar la frase, porque el auditorio lo apabulló con un cerrado aplauso”.
La obediencia y sumisión a la ley continúa siendo una tarea pendiente entre nosotros. Aún no hemos alcanzado ese estadio de madurez que nos permita vivir la complementariedad que debe darse entre el ejercicio de la autoridad, la vocación a la libertad y la obediencia a la ley. Al fluctuar entre el autoritarismo y la transgresión, nos cuesta la aceptación serena de los cauces que es necesario respetar en la convivencia social. Para eso se necesita sabiduría, no sólo inteligencia y recursos. La sabiduría, que es síntesis entre experiencia y reflexión, capacita al hombre para distinguir lo que está bien de lo que está mal. Por eso, la sabiduría es la inteligencia puesta al servicio del bien, “el bien de ese «todos nosotros», formado por individuos, familias y grupos intermedios que se unen en comunidad social. No es un bien que se busca a sí mismo, sino para las personas que forman parte de la comunidad social, y que sólo en ella pueden conseguir su bien realmente y de modo más eficaz” (BENEDICTO XVI, Caritas in veritate, n. 7.). Por eso, para ejercer la autoridad sea en la familia, sea en cualquier ámbito de la comunidad, se necesita esa inteligencia que va unida al amor, inteligencia que por consiguiente, va de la mano con la humildad y la verdad. Una inteligencia amorosa y al servicio de la vida nos ayudará a reconocer y asumir las innumerables riquezas culturales, que están en la base de nuestra identidad actual, hoy en grave riesgo de ser desplazadas por un pensamiento contrario a la vida humana y, por ende, también perjudicial a la naturaleza.
Es extraordinario el tesoro espiritual y de valores humanos que representan los dos signos de nuestra primera evangelización: la Cruz de los Milagros y la hermosa imagen de la Virgen de Itatí. La visión integral de la persona humana y de su dignidad, el concepto de su verdadera libertad y su vocación a la fraternidad universalmente inclusiva, nos vienen del pensamiento cristiano anterior a los acontecimientos de mayo. Ese pensamiento nos recuerda que el hombre no se crea a sí mismo, no es una libertad sólo para él mismo. Es, como leemos en Caritas in veritate, espíritu y voluntad, pero también naturaleza, y su voluntad es justa cuando él respeta la naturaleza, la escucha, y cuando se acepta como lo que es, y admite que no se ha creado a sí mismo. Así, y sólo de esta manera, se realiza la verdadera libertad humana y la posibilidad de que exista un pueblo soberano.
La narración del Primer Libro de los Reyes que acabamos de oír, nos habla de la proverbial sabiduría de Salomón, hombre que supo conjugar su extraordinaria inteligencia con la sabiduría para gobernar. El relato hace referencia a hechos históricos que habrían sucedido aproximadamente hace tres mil años. Allí se describe al rey Salomón como un gobernante ideal, un hombre que busca a Dios y que desea administrar justicia a favor de su pueblo. El diálogo que este rey tiene con Dios, al iniciar el gobierno de su pueblo, nos deja una enseñanza de perenne actualidad. El Papa Benedicto XVI, comentando este texto, se pregunta qué pedirá el joven soberano en este momento tan importante: ¿éxito, riqueza, una larga vida, la eliminación de los enemigos? No pide nada de todo eso. En cambio, suplica: “Concede a tu siervo un corazón dócil, para que sepa juzgar a tu pueblo y distinguir entre el bien y mal” (1 R 3,9). Con este relato, la Biblia quiere indicarnos lo que en definitiva debe ser importante para un político (BENEDICTO XVI, Discurso al Parlamento Alemán, 22 de septiembre de 2011.).
Y seguidamente, el Santo Padre explica que el criterio último para la tarea del político no debe ser el éxito y mucho menos el beneficio material. Sin embargo, el éxito deberá estar ordenado al criterio de la justicia y a la voluntad de aplicar el derecho. “Quita el derecho y, entonces, ¿qué distingue el Estado de una gran banda de ladrones?”, dijo en cierta ocasión San Agustín (AGUSTÍN DE HIPONA, La Ciudad de Dios, I,4,4.) . Si por una parte, las leyes son necesarias para la vida social, por otra, es muy importante que las mismas estén fundadas en el respeto a la verdad de la persona, de la familia y de la sociedad. Así como no es indiferente la técnica que el hombre aplica para transformar la naturaleza al servicio de sus necesidades, tampoco da lo mismo intervenir de cualquier manera en la vida de la persona y de la sociedad.
A propósito del anteproyecto de reforma del Código Civil, hacemos notar la trascendencia que tiene definir obligaciones y derechos de las personas que luego van a incidir en la vida cotidiana de los argentinos. Es insuficiente aplicar sólo la inteligencia para elaborar una ley. Es de vital importancia complementarla con la sabiduría que reconoce el mundo de los valores, tiene en cuenta la memoria viva de un pueblo y se enriquece con su experiencia. La sabiduría le otorga un fundamento razonable a la ley y le confiere esa función de orientación docente y modélica que toda norma debe tener para la sociedad (Cf. Aportes y reflexiones sobre algunos temas vinculados a la reforma del Código Civil, Conferencia Episcopal Argentina, 27 de abril de 2012.).
En la Plaza de la Revolución, en el corazón de La Habana en Cuba, Benedicto XVI afirmó hace pocas semanas que “La verdad sobre el hombre es un presupuesto ineludible para alcanzar la libertad, pues en ella descubrimos los fundamentos de una ética con la que todos pueden confrontarse, y que contiene formulaciones claras y precisas sobre la vida y la muerte, los deberes y los derechos, el matrimonio, la familia y la sociedad, en definitiva, sobre la dignidad inviolable del ser humano. Este patrimonio ético es lo que puede acercar a todas las culturas, pueblos y religiones, las autoridades y los ciudadanos entre sí, a los creyentes en Cristo con quienes no creen en él.” (BENEDICTO XVI, Homilía en la Misa celebrada en la Plaza de la Revolución en La Habana, el 28 de marzo de 2012.) 
Para concluir, retomo las palabras del Papa sobre la sabiduría del gobernante: “Al joven rey Salomón, a la hora de asumir el poder, se le concedió lo que pedía. ¿Qué sucedería si nosotros, legisladores de hoy, se nos concediese formular una petición? ¿Qué pediríamos? Pienso que, en último término, también hoy, no podríamos desear otra cosa que un corazón dócil: la capacidad de distinguir el bien del mal, y así establecer un verdadero derecho, de servir a la justicia y la paz.” Amén.



Mons. Andrés Stanovnik OFMCap.

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