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 Homilía en la Misa con Dirigentes Jóvenes

Corrientes, 26 de agosto de 2012


Nos hemos reunido en este templo, que está bajo la advocación de Santa Rosa de Lima, la primera santa latinoamericana, para celebrar la Eucaristía, porque sin ella, “no podemos vivir”, como declaraban los primeros cristianos ante los tribunales romanos, adonde los citaban para dar explicaciones sobre la razón de sus reuniones dominicales. Aquí todavía podemos celebrarlas con libertad, pero si se continúan sancionando algunas leyes que están abiertamente en contra de los valores del evangelio y de la concepción cristiana de la vida, seguramente nos encontraremos judicializados por participar en estos encuentros. De todos modos, hoy nos alegramos en el Señor y nos sentimos felices de poder escuchar su Palabra, comer el Pan de Vida y afianzar el sentido de familia grande que nos da la fe en Jesús y en la Iglesia.
Hoy se sumaron a esta comunidad local un importante número de dirigentes jóvenes, que están participando del Encuentro Nacional de Dirigentes, en el Hogar Escuela, sobre el tema de la dimensión ética en la política. En palabras más sencillas, el tema se podría explicar así: cómo hacer para que los que se dedican a la política lo hagan realmente al servicio de las necesidades de la gente, que es la función para la cual fueron elegidos. Nos alegramos porque ellos, dirigentes jóvenes, quisieron participar de la Misa dominical junto a una comunidad parroquial. Este gesto de cercanía nos anima y llena de esperanza, porque pone en evidencia una verdad con frecuencia olvidada: los que tenemos responsabilidades de servicio en la comunidad necesitamos estar cerca de la gente, participar de sus inquietudes, escucharlos y alentarlos a ser protagonistas en la realización de los proyectos que favorecen el desarrollo material y espiritual de la comunidad en la que viven.
Los dirigentes que respondieron a la convocatoria de este encuentro se identifican con la visión cristiana de la vida y de la historia. Por eso estamos aquí para profesar juntos la misma fe; aprender a profundizarla, a celebrarla, y comprometernos a vivirla en toda su radicalidad, cosa nada fácil, como lo podemos comprobar a diario. También Jesús experimentó la resistencia de sus oyentes cuando les explicaba cuáles eran las condiciones para ser un verdadero discípulo suyo. Los más cercanos a él, intentaban moderar su discurso: «¡Este lenguaje es muy duro! ¿Quién querrá escucharlo?». En realidad, es más fácil ‘autoconstruirse’ que soportar a un interlocutor que se presenta con esas radicalidades. Se capta mucho más auditorio con un lenguaje menos exigente y una propuesta que apunte a satisfacer placeres inmediatos. En ese reproche que le hacen a Jesús, se revela la antigua tentación que siempre acecha al hombre de buscar ese engañoso atajo que lo invita a construir la vida por su propia cuenta. Se trata de un método que produce satisfacción inmediata, una especie de droga con efecto instantáneo. Es la maligna dinámica del vicio cuando el poder no se ejerce en la dirección correcta. También los pueblos pueden volverse adictos cuando no orientan bien sus energías vitales. Lo advirtió el Papa Benedicto XVI en su Discurso en La Habana, en el pasado mes de marzo: “La verdad sobre el hombre es un presupuesto ineludible para alcanzar la libertad, pues en ella descubrimos los fundamentos de una ética con la que todos pueden confrontarse, y que contiene formulaciones claras y precisas sobre la vida y la muerte, los deberes y los derechos, el matrimonio, la familia y la sociedad, en definitiva, sobre la dignidad inviolable del ser humano. Este patrimonio ético es lo que puede acercar a todas las culturas, pueblos y religiones, las autoridades y los ciudadanos entre sí, a los creyentes en Cristo con quienes no creen en él.”
Jesús es tajante cuando se trata de la verdad de las cosas: «El espíritu es el que da vida, la carne no sirve para nada. Las palabras que les he dicho son espíritu y son vida». La ‘carne’ representa al hombre corrupto, al que se dejó seducir por el poder y juzga todo desde la lógica del poder, esa lógica de la omnipotencia que no admite otra ecuación que la continua acumulación. La lógica del Evangelio está en la vereda opuesta: propone la fuerza de la humildad para convertir y purificar el poder en verdadero servicio a los otros. Ese poder no se conquista, se recibe y administra, con la conciencia de que sobre su recto ejercicio se debe responder a Dios primero, porque de él se recibe, y luego a los hombres, porque a favor de ellos debe administrarse. Ahora se comprende que Jesús termine su catequesis con una afirmación que deja pensando a sus discípulos y nos deja pensando también a nosotros: «Como he dicho antes, nadie puede venir a mí si no se lo concede el Padre». Es una afirmación contundente que desalienta cualquier intento de omnipotencia si se quiere ser fiel a la verdadera condición humana. Jesús consagra el camino de la humildad, para que el Padre pueda actuar atrayéndonos hacia su Hijo Jesús y convertirnos en discípulos suyos, y misioneros de su particular estilo de administrar el poder y la autoridad.
Jesús sabía que había ido hasta el fondo con su propuesta, que no había más nada que añadir, cuando se está decidido a vivir la propia vida como entrega sin condiciones. En torno a él quedaron sólo los Doce, dice el Evangelio, porque muchos de los otros discípulos se volvieron atrás y dejaron de seguirle. Ahora Jesús se dirige sólo a los que aún no se habían marchado y los interpela: «¿Quieren marcharse también ustedes?» Me imagino la escena y el estado anímico de los Doce, solos y descalificados por la mayoría que se había marchado. En medio de esa desolación, Pedro pronuncia aquella hermosa y valiente profesión de fe: «Señor, ¿a quién iríamos? Tú tienes palabras de vida eterna. Nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios». Recordemos que Pedro tuvo que pasar luego por la triste experiencia de la traición y el arrepentimiento, para purificar su profesión y vivir en la radicalidad del martirio el ejercicio del poder y la autoridad en la Iglesia.
Pidamos humildemente que el Padre nos conceda el don de la amistad con su Hijo Jesús. Nos encomendamos a Santa Rosa de Lima, la santa que descubrió que no había nada más peligroso que la vanidad, el orgullo y el deseo de aparecer, es decir la tentación de autoconstruirse. Es un deseo que corrompe el alma de cualquier dirigente que se deja seducir por sus engaños. Que Santa Rosa nos proteja de todo mal y nos anime, como lo hizo ella, a colocar en el centro de nuestro corazón la amistad con Jesús y el santo deseo de servir a nuestros hermanos comprometiendo en ello todas nuestras energías.

Mons. Andrés Stanovnik OFMCap.
Arzobispo de Corrientes

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