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Homilía de la Misa del XIX Encuentro del Pueblo de Dios

San Luis del Palmar, 8 de octubre de 2012

La primera lectura del Apóstol Pedro nos recuerda que nos hemos acercado a la ‘piedra viva’, que es Jesús. Por eso –sigue diciendo el Apóstol– “a manera de piedras vivas, son edificados como una casa espiritual (…) para anunciar las maravillas de aquel que los llamó de las tinieblas a su admirable luz”. Y en el Evangelio Jesús compara esa ‘casa espiritual’, edificada con piedras vivas, con la imagen de la vid y los sarmientos, mostrando que las maravillas de la obra de Dios crecen mediante la permanencia y la poda. Crece sólo el que permanece y deja que se lo pode. Permanecer en la comunidad, ser una rama unida a la vid, es animarse a ser podado y para ello es necesario creer y confiar.
En ese sentido también podemos decir: cree sólo el que permanece. El que no cree, es como la rama que se separa y muere. Por eso afirmamos que la fe, siendo un acto necesariamente personal es también esencialmente comunitario: la fe se recibe, se celebra y se vive en la Iglesia para el mundo. Es decir, el creyente decide libremente unirse a Cristo y a la Iglesia, porque allí experimenta las maravillas que Dios obra en él y en la comunidad. Esa experiencia le enciende el corazón para anunciar y compartir esas maravillas con todos, llevándolas especialmente a aquellos que no las conocen. Pero la condición es permanecer y ser podado. Esa es la sabiduría que Jesús nos enseña. Él es el que permaneció unido a su Padre, en obediencia total a él, aun en aquel momento crucial de la ‘poda’ que sufrió en la pasión, crucifixión y muerte. Allí Jesús confió y permaneció, confió en las manos amorosas de su Padre que lo sostenían. Por eso, esa ‘poda’ dio ‘mucho fruto’ y tuvo un final feliz: culminó en ese gozo que Jesús desea compartir con todos: “Les he dicho esto, para que mi gozo sea el de ustedes, y eso gozo sea perfecto”.
Ahora comprendemos mejor porqué la Cruz es puerta de la fe. La cruz, que lleva en sí la imagen de la poda, afianza nuestra amistad con Jesús y nos abre las puertas de la Iglesia para integrarnos como ‘piedras vivas’ en ese edificio espiritual. El encuentro con Jesús nos lleva a conocer la sabiduría de la Cruz, que es locura para unos y escándalo para otros. Esa sabiduría exige ‘podar’ el egoísmo en el corazón del hombre y toda conducta individualista en la sociedad, para establecer la civilización de la vida y del amor, que son los frutos abundantes de esa ‘poda’. Entrar por la puerta es dejar de dar vueltas por ahí sin decidirse por nada. Es dejarse podar para atravesar el umbral que conduce a la vida. La llave para abrir esa puerta es la Cruz y la maestra que nos enseña a usarla es la Virgen.
La Virgen María, que es Casa de Dios y Puerta del Cielo, es también la maestra experta que nos abre la puerta de la fe. Ella dejó que el anuncio del Ángel le ‘pode’ el proyecto personal y aceptó unirse totalmente al proyecto de Dios y permanecer en él hasta el final. Por eso contemplamos asombrados las maravillas que Dios hizo en ella. Porque se dejó ‘podar’ y permaneció fiel, participa ahora de ese gozo pleno que Jesús promete: “Mi alma canta la grandeza del Señor y mi espíritu se estremece de gozo en Dios, mi Salvador”. La fiesta es la culminación del trabajo, y no al revés; es el punto de llegada y no el punto de partida. La alegría es el don que recibe aquel que ha permanecido fiel en el servicio hasta el fnal. La Virgen María es puerta de la fe porque nos enseña a estar abiertos a la Palabra de Dios y a confiar plenamente en ella, dejando que nos ‘pode’ para dar fruto abundante.
La Cruz y la Virgen, puerta de la fe –como dice el lema que acompaña e ilumina nuestra oración y reflexión en el Año de la fe–, o dicho en el dulce idioma guaraní: Curuzú Tupasy, jerobiá roqué, nos recuerda que esa puerta nos abre el camino a la Iglesia. En realidad, no habría Cruz ni habría Virgen, sin Iglesia. En ella y por medio de ella, desde hace más de cuatro siglos, recibimos, celebramos y vivimos la fe. La Iglesia, es el regalo de la fe que nos da una familia, la Familia de los Hijos de Dios. Y la familia de la Iglesia es misionera, es decir, puerta abierta para todos. Somos nosotros los que tenemos que salir para invitar a otros a entrar por esa puerta. Por ello, retomemos con nuevo ardor la tarea de animar la vocación misionera de nuestras comunidades. Procuremos que toda la vida pastoral: las celebraciones litúrgicas; los encuentros de catequesis y de formación cristiana; la caridad pastoral y solidaria; la tarea educativa; y el compromiso ciudadano de los fieles laicos, sean iluminados y vividos desde una renovada experiencia de Iglesia, misterio de comunión misionera (Cf. Carta pastoral con motivo del Cincuentenario de la Arquidiócesis de Corrientes, 1 de abril de 201). La alegría y la esperanza que nos vienen de la fe en Jesucristo, son para llevarlas a todos los hombres y compartirlas especialmente con los más alejados, porque toda persona, lo sepa o no, está esperando las palabras de vida eterna que Jesús tiene para ellos (Cf. Instrumentum laboris del Sínodo de los Obispos sobre “La transmisión de la fe y nueva evangelización”, n. 167).
Tenemos que estar muy atentos para no perder la fe ante un mundo que avanza aceleradamente con un programa para construir una sociedad sin Dios, o peor aún, en contra de él. Por eso, es providencial la propuesta que nos hace el Santo Padre sobre el Año de la fe, que vamos a iniciar el próximo 11 de octubre y concluir en noviembre del año que viene. Durante ese año, el Papa nos invita a redescubrir el camino de la fe, para vivir con más alegría y entusiasmo el encuentro con Cristo. Necesitamos escuchar a Jesús y sentir gusto de alimentarnos con la Palabra de Dios y el Pan de la vida, ofrecido para fortalecer el camino del peregrino que descubre la dicha de ser su discípulo.
El Catecismo de la Iglesia Católica, en su versión para los jóvenes, define la fe con dos palabras: la fe es saber y confiar. Uno confía sólo cuando sabe. Si no sabe, desconfía. ¿Qué quiere decir ‘saber’? Por supuesto, aquí no se refiere a estar informado sobre muchas cosas, sino principalmente a tener la certeza de poder confiar. Por ejemplo, cuando a uno le preguntan por alguna cosa y responde diciendo «mirá, creo que sí», esa respuesta no es muy confiable. En cambio si uno responde diciendo, «mirá, es así”, esa respuesta es más confiable, porque inspira seguridad, uno sabe que en esa persona puede confiar. ¿Se dan cuenta qué importante es conocer la Palabra de Dios para poder creer y confiar en Jesús? Uno necesita saber para confiar. Para saber hay que enterarse, es decir, escuchar para poder decirle «sí, confío, a aquel que merece mi confianza». María, la Madre de Jesús, la que permaneció junto a él hasta el final y ahora acompaña a la Iglesia peregrina, es la que nos enseña qué es saber para confiar.
El Papa aprovecha dos grandes fechas para convocar el Año de la fe: la primera, se cumplen cincuenta años de la apertura del Concilio Vaticano II, y la segunda, los veinte años de la publicación del Catecismo de la Iglesia Católica. Lo hace con la intención –dice– de ilustrar a todos los fieles sobre la fuerza y la belleza de la fe, y de esa manera reanimarla, purificarla, confirmarla y confesarla (Cf. Carta Apostólica Porta fidei, n. 4). En otras palabras, nos motiva para saber más sobre la fe, para que conociéndola mejor, confiemos nuestra vida a Jesús y dejemos que la fuerza de su amor nos transforme y nos haga más semejantes a él. En la Carta pastoral para el Año de la fe decimos que la fe es un acto por el cual afirmamos que pertenecemos a Dios y que deseamos con todas nuestras fuerzas vivir conforme a su voluntad. Por eso, cuando esa ofrenda es auténtica, va acompañada de adoración y comunión, que son los momentos más sublimes y hermosos de la fe cristiana, como el que vivimos en la culminación de nuestro Encuentro del Pueblo de Dios.
Junto con San Luisito, patrono de esta comunidad que nos acoge, pongamos en las manos de la Virgen de Itatí los frutos espirituales de este Encuentro, y pidámosle la gracia de permanecer fieles a la Palabra de Dios, de dejarnos ‘podar’ para que demos más frutos todavía, para que con ella y con su Divino Hijo Jesús, seamos ‘puertas abiertas’ por donde todos puedan pasar y sentir las maravillas que Dios hace en su Iglesia. Amén.

Mons. Andrés Stanovnik OFMCap.
Arzobispo de Corrientes

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