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 Homilía en la Misa del inicio del Año de la fe y de la solemne traslación del madero de la Cruz

 Corrientes, 11 de octubre de 2012

 Hoy damos inicio al Año de la fe, proclamado por el Santo Padre el Papa Benedicto XVI. Unidos a él con filial afecto y en comunión con toda la Iglesia universal, nos disponemos humildemente a entrar por la ‘puerta de la fe’, para “iluminar de manera cada vez más clara la alegría y el entusiasmo del encuentro con Cristo”. Este tiempo de gracia se extenderá hasta el 24 de noviembre de año próximo, festividad de Cristo Rey. Nos adherimos de corazón a este providencial llamado que nos hace el Papa, levantando nuestra mirada hacia la Cruz de los Milagros y a la Virgen de Itatí. Con ellos la fe cristiana ‘entró’ en Corrientes y se arraigó profundamente en el alma correntina.
El mismo día en que el Papa celebra la apertura del Año de la fe, se nos brinda la providencial ocasión para realizar la traslación del madero de la Cruz. Recibimos esta coincidencia como una señal que nos viene de lo alto: la ‘puerta de la fe’ se abre para nosotros y nos hace ver el punto central del misterio que confesamos: Jesucristo es el Señor de la historia y del universo entero, y el crucifijo el signo distintivo del amor y de la paz, llamada universal a la conversión y a la reconciliación. En ese ‘lugar’ Jesús nos abraza y en ese abrazo ‘quema’ nuestra suciedad y nos transforma en hermanos suyos y con él Hijos del Padre que está en los Cielos.
La que estuvo más estrechamente unida a la pasión de Jesús fue su Madre. “Junto a la cruz de Jesús estaba su madre”, anota el evangelista Juan con extraordinaria sobriedad, sabiendo que en esas pocas y austeras palabras lo decía todo. Junto a la cruz, la primera discípula se convertía en madre de discípulos y así llega hasta nosotros, representada en la querida y venerada imagen de la Virgen de Itatí. Hace más de cuatro siglos, junto a la Cruz de su Hijo, es la puerta de la fe para innumerables generaciones de correntinos. Hoy nosotros queremos contemplarla con una mirada llena de amor y colocarnos junto a ella, para que nos conduzca suavemente pero con firmeza por el camino de la renovación espiritual, que nos propone la Iglesia en el Año de la fe.
Con ocasión de los dos grandes aniversarios: 50 años del Concilio Vaticano II y 20 años de la promulgación del Catecismo de la Iglesia Católica, el Papa nos invita conocer mejor nuestra fe para afianzarla. Para ello nos propone que profundicemos el Credo en sus dos versiones: el de los Apóstoles –que es el que habitualmente recitamos en la Misa dominical–, y el Niceno-constantinopolitano, menos conocido. A estos ‘credos’ se los llama también ‘símbolos’, porque recogen en pocas frases el resumen fiel de lo que creemos. Por eso, cuando la procesión que haremos a continuación con el Madero de la Cruz llegue a su destino, recitaremos juntos el Credo Niceno-constantinopolitano. Ese texto es un poco más extenso que el habitual y, por consiguiente, más explicativo de las verdades de fe que profesamos y que nos identifican como católicos.
Decíamos que el Año de la fe debe ayudarnos conocer más el contenido de la fe, para saber a qué nos adherimos y en quién confiamos cuando decimos “yo creo”, o “creemos” cuando los expresamos juntos. El Catecismo  (Catecismo joven de la Iglesia Católica (Youcat), n. 13) define la fe con dos palabras: la fe es saber y confiar. Confío en el otro si tengo certeza de que esa persona es confiable. Abraham creyó en Dios porque confió en él; le creyó porque su palabra le resultaba confiable y le inspiraba seguridad. ¿Se dan cuenta qué importante es conocer la Palabra de Dios para poder creer y confiar en ella? Uno necesita saber para creer; escuchar, ‘enterarse’ sobre la Palabra de Dios, para poder confiar en ella. Por eso, refiriéndose a Jesús, San Pablo se pregunta: «¿Cómo creer, sin haber oído hablar de él? ¿Y como oír hablar de él, si nadie lo predica? ¿Y quiénes predicarán si no se los envía?» (Rm 10,14).
En ese sentido, el Año de la fe se nos presenta como una extraordinaria ocasión para ponernos a reflexionar sobre los contenidos de la fe, siguiendo la sabia máxima de San Agustín: “creo para comprender y comprendo para creer mejor”. Con ese propósito, la Comisión arquidiocesana para el Año de la fe, elaboró un programa para ayudarnos a profundizar la fe en tres aspectos fundamentales: en la formación, en la celebración y en la misión. Esa comisión entregará oportunamente una serie de subsidios para facilitar la oración, el estudio y el intercambio, en vista de comprender mejor las verdades de nuestra fe, vivirlas con mayor entusiasmo y compartirlas con alegría y convicción en nuestros ambientes.
Al finalizar la Santa Misa, llevaremos el histórico madero de la Cruz de los Milagros a su lugar original, de donde había sido retirado para las refacciones del templo. Éste será el tercer traslado que acontece en el período que va desde 1588 hasta nuestros días. El primero tuvo lugar el 3 de marzo de 1730, a las tres de la tarde, con motivo de preservar la cruz de los ataques de tribus nómadas. La siguiente traslación se realizó en el año 1907 hacia la Iglesia Catedral, donde permaneció hasta el año 1911, por las mismas causas que originaron el traslado que se hizo en el año 2010: el deterioro que presentaba el templo. Todos estos movimientos fueron acompañados con gran fervor espiritual y numerosa concurrencia de fieles. La Cruz y el camino son figuras que expresan significados muy profundos de la condición humana: el hombre no está solo en el camino de la vida, Dios se hizo peregrino en Jesús y en la Cruz le entregó la llave de la verdadera sabiduría: Jesús nos hace pueblo de hermanos, peregrinos con él hacia la Casa del Padre. Podemos representar el Año de la fe –dijo el Papa esta mañana– como una peregrinación por los desiertos del mundo contemporáneo, llevando consigo solamente lo esencial: el evangelio y la fe de la Iglesia.
La procesión de antorchas por las calles de nuestra Ciudad quiere ser una manifestación pública de nuestra fe en Jesús crucificado, muerto y resucitado, y en la Iglesia peregrina, que vive y anuncia el Amor infinito de Dios por todos los hombres. Un gesto elocuente de la necesidad que tenemos de dar espacio a Dios en nuestra vida pública. Un fuerte llamado a mirar hacia las alturas, a elevarnos de la cotidianidad para dirigir los ojos al cielo, hacia la comunión con Dios, que jamás aleja de lo cotidiano, sino que lo orienta y lo hace vivir de un modo aún más intenso. Una alerta de la urgente necesidad que tenemos de “nivelar hacia arriba”, hacia los valores espirituales, en todos los aspectos de nuestra convivencia ciudadana. El signo de la Cruz, aún en los momentos más agitados de nuestra historia, fue siempre señal de armonía y punto de referencia para la pacificación de los ánimos.
Por otra parte, la señal de la cruz es una expresión sencilla y profunda, que recoge en sí todo el misterio cristiano. Recuperemos el profundo significado que tiene persignarse, o trazar la cruz sobre otra persona: por ejemplo, sobre la frente del esposo, de la esposa, de los hijos, de los amigos. La cruz es el signo más puro y más bello del amor auténtico. El matrimonio, como unión de amor fiel e indisoluble entre un hombre y una mujer, se funda en la gracia que viene de Dios Uno y Trino, que en Cristo nos ha amado con un amor fiel hasta la cruz.
En ese signo de vida, de amor y de libertad, se arraiga y edifica el amor humano en todas sus expresiones: amor conyugal, amor filial y de amistad; amor en el servicio al prójimo y especialmente al pobre, al enfermo y al pecador; amor en el ejercicio de la función pública y en el trabajo realizado a conciencia; amor al estudio y amor a la tierra y el ambiente que compartimos. Si se suprime este signo se secan también las fuentes que riegan la visión trascendente de la vida. Por eso, persignarse por la mañana al comenzar la jornada y de noche al concluirla, es una hermosa y sencilla señal de fe. Con esa señal profesamos que Dios es Padre que nos creó y nos cuida con amor; es Hijo que nos redimió en la Cruz y así nos reconcilió con Dios; y es Espíritu Santo que nos ilumina, fortalece y santifica. Con ello expresamos que queremos vivir en amistad con Jesús y en paz con nuestros semejantes.
Entremos en el Año de la fe con la palabra consoladora de Jesús que escuchamos en el Evangelio: «Nos se inquieten. Crean en Dios y crean también en mí». Encomendemos el Año de la fe a nuestra tierna Madre de Itatí, para que nos enseñe a profesar la fe que recibimos, a celebrar la fe que aprendimos y a vivir la fe que celebramos. Imitemos su docilidad y obediencia a la acción del Espíritu Santo, para que nuestra fe –como dijo el Papa–, siempre actúe por el amor, un amor que se experimenta siempre como más grande porque tiene su origen en Dios. Amén.

Mons. Andrés Stanovnik OFMCap.
Arzobispo de Corrientes


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