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 Homilía en la Misa de la Vigilia de Navidad

 Corrientes, 24 de diciembre de 2012

 Hoy celebramos con inmenso gozo el nacimiento de Jesús: Dios hecho hombre se ha unido definitivamente a nuestra frágil condición humana. La noche de la humanidad quedó atrás, porque «el pueblo que caminaba en tinieblas ha visto una gran luz; sobre los que habitaban en el país de la oscuridad ha brillado una luz»: esa Luz es la gran esperanza anunciada por el profeta Isaías, esperanza que se cumple en Jesús, luz que ilumina a todos los hombres (cf. Lc 2,32).
Unos pastores, que vigilaban por turnos sus rebaños durante la noche –hombres experimentados a distinguir ruidos y movimientos extraños en la oscuridad– escucharon la voz del Ángel que les dijo: «No teman, porque les traigo una buena noticia, una gran alegría para todo el pueblo: Hoy, en la ciudad de David, les ha nacido un Salvador, que es el Mesías, el Señor». Esos hombres seguramente no eran propensos a dejarse llevar por visiones y voces indescifrables, porque su trabajo les exigía ser más bien razonables y fríos para proteger bien sus rebaños. Sin embargo la voz del Ángel y la noticia que escucharon los ha conmovido profundamente y se pusieron en camino hacia la dirección que les había sido indicada.
¿Con qué se encontraron esos hombres en plena noche fría y al margen de la ciudad de Belén? La Palabra de Dios nos dice que los Pastores “fueron rápidamente y encontraron a María, a José y al recién nacido acostado en un pesebre”. Aparentemente nada extraordinario: una pareja joven con su primogénito recién traído al mundo y en circunstancias poco favorables, porque se encontraban de camino con dificultades para conseguir alojamiento a causa de la aglomeración que provocó el censo decretado por el emperador Augusto. El resto del mundo continuó con sus ocupaciones, menos ese grupo de hombres habituados a escudriñar la noche, que vieron algo diferente: no vieron sólo un matrimonio joven con su primera criatura envuelta en pañales, sino a “María, a José y al recién nacido acostado en un pesebre”. Ellos vieron y reconocieron esa “gran luz” anunciada por el profeta: El Emmanuel, Dios con nosotros (cf. Mt 1,23). Es importante destacar que los primeros que la vieron y creyeron en ella fueron unos pastores, hombres de poca significación en la escala social, pero con una fina capacidad para distinguir, por una parte, la luz en medio de las tinieblas y, por otra, también a las tinieblas que ocultan la luz.
Hay dos modos de ver los acontecimientos decíamos en el último Mensaje de Navidad: uno mira sólo la superficie, lo que se ve a simple vista y se puede tocar, medir o pesar; en cambio, el otro modo de ver va a lo profundo, al sentido de las cosas. La fe no inventa cosas, tiene otra mirada sobre ellas; ve más allá de los hechos, sin distorsionar la realidad. La fe es como un haz de luz que penetra los acontecimientos y les da un sentido nuevo. El que no tiene el don de la fe, tampoco goza de esa visión. En cambio, el que lo posee, alcanza a ver ‘más lejos’. María, José y los Pastores poseían el don de la fe, que les hizo ‘ver’ la promesa de Dios cumplida en ese Niño envuelto en pañales.
El mundo de entonces, como el de ahora, sigue su propio ritmo, seducido por luces falsas que encandilan pero no iluminan. La multiplicidad de ocupaciones, de imágenes y de voces no favorece el recogimiento y sosiego interior para poder escuchar y ver. Tantas veces optamos por lo que es más inmediato y más cómodo: una visión pragmática y materialista que nos hace caminar como con las ‘luces bajas’. Vemos sólo lo que está en el pequeño haz de luz que proyectamos nosotros y perdemos el horizonte amplio y trascendente que nos brinda la fe. María, José y los Pastores son los que esta noche nos enseñan a ver desde dentro: en ese niño frágil y confiado en los brazos humanos, se refleja el verdadero poder de Dios, muy diferente de la idea que la mayoría se hace sobre él.
Esto debe hacernos pensar y remitirnos al cambio de valores que hay en la figura de Jesucristo, en su mensaje –sugiere el Papa en su reciente libro sobre “La Infancia de Jesús”–. Ya desde su nacimiento –explica– él no pertenece a ese ambiente que según el mundo es importante y poderoso. Y, sin embargo, precisamente este hombre irrelevante y sin poder se revela como el realmente Poderoso, como aquel de quien a fin de cuentas todo depende. Así pues, el ser cristiano implica salir del ámbito de lo que todos piensan y quieren, de los criterios dominantes, para entrar en la luz de la verdad sobre nuestro ser y, con esta luz, llegar a la vía justa.
La fe nos da esa luz para ver la presencia y actuación de Dios en la historia de los hombres y en nuestra propia vida. Ella nos capacita para ver señales que nos llevan a confiar en el Amor de Dios, que se nos reveló en Jesucristo. Pero para ‘ver’ a Dios que se hace pequeño por amor al hombre, es preciso inclinarse y doblar la rodilla. La ‘puerta de la fe’ se puede atravesar si se está dispuesto a bajar los escalones de la soberbia. Sólo entonces se empieza a ver la verdad de Dios y a descubrir que los hombres podemos entendernos y ser capaces de convivir como hermanos. Entonces surge casi espontáneamente el deseo del diálogo y el encuentro; el afán por buscar la verdad y promover la justicia; el anhelo de trabajar por la unidad, la reconciliación y el perdón. Los que se disponen a entrar por la ‘puerta de la fe’ con esa disposición interior, ésos experimentan la alegría y la paz que sólo Dios puede dar.
La fe es una gozosa experiencia del encuentro con Dios. En el Año de la fe se nos invita a redescubrir la belleza de creer en Él y de contemplarlo cercano y comprometido con la historia de los hombres. Cada paso que damos, cada acontecimiento que vivimos, no son ajenos a Dios. Él se ha unido tan íntimamente a nuestra condición humana, al punto que nada de lo que nos sucede le resulta extraño. «María, José y el recién nacido acostado en un pesebre», es la gran señal de la cercanía de Dios al hombre: su amor indestructible por la humanidad. La fe nos da la certeza de esta realidad. Por su parte, la razón nos ayuda a entender que sólo un Dios que se ha acercado al ser humano hasta ‘ponerse en su lugar’, haciéndose semejante a él, puede ser comprendido y acogido por el hombre. ¡Dichosos aquellos que descubren la verdad de Dios y se dejan atraer por él!
La verdad de Dios emociona profundamente, cuando lo contemplamos pequeño, cercano y confiado en los brazos de María y de José. Él quiso para sí mismo una familia. La tradición correntina ha venido plasmando ese misterio con la confección del pesebre en sus hogares y en los espacios públicos. Ñandé Navidad Correntina Paraïté –una espléndida iniciativa que está haciendo historia en la comunidad– quiere rescatar algo que va mucho más allá del valor estético que, indudablemente, poseen esas elaboraciones de la artesanía popular. Los pesebres o nacimientos –como solemos nombrar a esas representaciones–, nos dejan un mensaje de gran trascendencia para comprender realidades muy profundas de la condición humana: el valor de la persona a la que Dios se ha unido definitivamente asumiendo su naturaleza; la familia, constituida por un varón y una mujer, y abierta generosamente a la vida; y la comunidad humana, llamada a ser una gran familia de naciones, fundada en el amor fiel y prodigioso que brilló en la humildad de Belén, que se consumó plenamente en la Cruz del Calvario, y cuyo poder invencible continúa irradiándose en la sublime humildad de la Eucaristía, profesada, celebrada y vivida en la Iglesia para el mundo.
Desde entonces, la Sagrada Familia de Jesús, María y José –y en ella tantas familias arraigadas en el amor de Cristo– es la ‘postal’ que mejor refleja la vida íntima Dios, que es unidad de Amor en la Trinidad. Por eso, nuestra gente creyente vive con alegría y convicción los valores de la vida y la familia. Pidamos la gracia de ‘ver’ más allá, más desde dentro, para descubrir al Niño Dios que desea encontrar en nosotros un pesebre acogedor; que nos invita a verlo en el rostro de nuestros familiares y amigos; a reconocerlo profundamente necesitado de amor en el rostro del que nos ha ofendido, en el delincuente y en el que piensa y vive de modo diferente; a buscarlo en la soledad del anciano, en la angustia del que padece hambre, del que busca trabajo y no lo consigue, del enfermo y de los que están solos. La luz para vernos en profundidad y reconocernos hermanos se encendió en la gruta de Belén. Esa luz nos hace sentir familia y más cercanos unos de otros. La contemplación del Niño Dios, que asumió nuestra condición humana– nos enseñe a hacernos cargo de las responsabilidades que tenemos en la propia familia, en la sociedad y en la función pública. Y que la celebración de la Navidad en el Año de la fe encuentre en cada hogar correntino la mejor disposición para el perdón sincero, la alegría de la fiesta y la paz del encuentro. Así sea.

Mons. Andrés Stanovnik OFMCap.
Arzobispo de Corrientes

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