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Homilía en la Fiesta de la Sagrada Familia

 Corrientes, 30 de diciembre de 2012

En la fiesta de la Sagrada Familia de Jesús, María y José, escuchamos el texto del Evangelio de San Lucas donde se relata el episodio de Jesús en medio de los doctores de la ley, o también como lo conocemos en el quinto misterio gozoso del santo rosario: “El Niño Jesús perdido y hallado en el templo”. Sobre este tema, el Papa hace un hermoso comentario en su último libro sobre la vida de Jesús, del cual tomaremos algunos pensamientos.
La familia de Jesús era una familia piadosa que observaba la ley, como se destaca en el texto evangélico que se acaba de proclamar. En ese tiempo, las familias que practicaban la fe de Israel, subían tres veces a Jerusalén. Para José, María y el niño resultaba un viaje largo y penoso que implicaba tres días de camino a pie para cubrir la distancia que los separaba de esa ciudad. Sin embargo, cuando el hombre descubre dónde está el verdadero tesoro, no le teme al esfuerzo, al contrario, sacrificarse por algo que vale la pena lo motiva aún más para dar todo de sí mismo. Esto lo sabe nuestra gente cuando toma la decisión de partir hacia el santuario. Peregrinar ya es una confesión de fe –leemos en Aparecida –, porque en esa decisión se manifiesta que Dios realmente cuenta en nuestra vida y que no podemos resistirnos ante su amor.
Esas peregrinaciones, en las que participaban María y José, eran una verdadera escuela de fe para los niños, adolescentes y jóvenes. Una familia piadosa educa en la fe a sus hijos desde la más tierna infancia. Así lo vemos en la familia de Jesús: “Jesús iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia delante de Dios y de los hombres”. Aprendía junto a sus padres y con la comunidad de peregrinos, caminando y rezando con ellos. La verdadera piedad ayuda a descubrir el lugar que uno debe ocupar en la vida y el servicio que está llamado a prestar a la sociedad. El hombre piadoso es aquel que sabe cuál es su lugar y qué debe hacer de su vida. Es un hombre fundamentalmente libre para amar. En este sentido, es importante que entendamos bien la actitud de Jesús adolescente, que decide sin consultar con nadie, quedarse en el templo.
Era normal en aquellas peregrinaciones que un niño de doce años caminara con los de su edad, pero por la noche debía estar con sus padres. Esto explica que María y José se hubieran percatado de la ausencia de su hijo después de una jornada de camino, como leemos en el Evangelio. Podemos suponer la angustia de esos padres, que debían desandar una jornada de camino para ir en busca de su hijo y encontrarlo, por fin, en el templo, al tercer día. Pero en el reencuentro y a la pregunta que toda madre haría: «Hijo mío, ¿por qué nos has hecho esto? Piensa que tu padre y yo te buscábamos angustiados», siguió la sorprendente respuesta del hijo: «¿Por qué me buscaban? ¿No sabían que Yo debo ocuparme de los asuntos de mi Padre?» Es impresionante esa respuesta, porque Jesús les dice a sus padres que él está precisamente donde es su lugar, con el Padre, en su casa . Él había aprendido la verdadera piedad, esa que hace crecer la conciencia del verdadero lugar y misión que cada uno tiene en la vida.
Jesús no está en el templo por rebelión a sus padres, sino justamente como quien obedece, con la misma obediencia que lo llevará a la cruz y a la resurrección. Jesús no es un jovencito contestatario y liberal. La libertad de Jesús, dice el Santo Padre en el libro que ya mencionamos, es la libertad de Hijo, y por ese motivo es la libertad de quienes son verdaderamente piadosos. Como Hijo, Jesús trae una nueva libertad, pero no la de alguien que no tiene compromiso alguno, sino la libertad de quien está totalmente unido a la voluntad del Padre, esa libertad que da a los hombres la alegría de poder vivir en amistad con Dios y con sus semejantes. El hombre que practica la piedad auténtica es aquel que alcanza esa nueva libertad y, al mismo tiempo, descubre que la auténtica obediencia hace al hombre más persona y más capaz de vincularse creativamente con los otros.
Los cristianos vemos en la familia de Jesús la opción que Dios hizo por la familia, en su maravillosa realidad natural del varón y la mujer, base necesaria e irreemplazable para la construcción de la familia humana. El hombre, creado a imagen de Dios, llevando en su cuerpo y en su espíritu las huellas de esa creación, se siente irresistiblemente atraído por el amor hacia él y hacia sus semejantes. Esa atracción, diseñada conforme a su propia imagen por el mismo Creador, adquiere en el amor conyugal la originalidad exclusiva en la donación recíproca entre un varón y una mujer, amor fecundo, fiel, abierto a la vida y a la educación de los hijos, fiel y exclusivo hasta la muerte.
Sin embargo, ese diseño natural de familia atraviesa por una grave emergencia. Hay alerta roja por el fenómeno cada vez más extendido de ausencia de la figura paterna y materna que padecen los hijos. Muchos de ellos crecen en un confuso entramado de relaciones parentales, lo cual trae como consecuencia un aumento de violencia en el ámbito de esa realidad familiar, que luego se desborda inevitablemente en episodios cada vez más frecuentes de violencia en el ámbito escolar y callejero.
Es urgente rescatar del asedio al que está sometido el matrimonio y la familia, si queremos construir una sociedad que progrese en paz y amistad social. Hay que estar atento a un pensamiento ajeno a la concepción cristiana, que sostiene la dialéctica del conflicto como clave para comprender el hombre y al mundo. Ante todo, ese modo de pensar busca enfrentar al ser humano consigo mismo: le hace pensar que puede hacer de sí mismo lo que le plazca, es libre y nadie tiene autoridad para imponerle nada, empezando por su cuerpo del que puede disponer a su libre arbitrio. Como ahora tiene la posibilidad de inventarse a sí mismo a partir de sí mismo, también se siente con derechos de inventar a sus semejantes conforme a sus propios caprichos. El trasfondo de la manipulación de las personas, ya se encuentren en estado de gestación inicial, ya en etapas más avanzadas, está allí. En el fondo hay un rechazo a las figuras fundamentales de la existencia humana: el padre, la madre y el hijo, afirmó hace poco el Papa Benedicto XVI . El debilitamiento y muchas veces ausencia total de estos lazos fundamentales de la existencia humana, es la causa principal que genera individuos violentos. El que siembra vientos, cosecha tempestades, advierte un antiguo adagio.
Si no conseguimos ser buenos creyentes, seamos al menos razonables: dejémonos iluminar por la sabiduría que nos da la razón. A propósito, un filósofo chino del siglo III antes de Cristo decía: «Si la familia está bien, el Estado estará bien; si el Estado está bien, la gran comunidad de los hombres vivirá bien» . Entendamos que la proliferación de las casas de juego es un atentado a la salud de las personas y a la familia. Entonces, si queremos vivir bien –¿y quién no lo desea?– cuidemos la familia. En el Año de la fe, los matrimonios y las familias cristianas, siéntase interpeladas a vivir la fe colocando realmente en el centro de sus vidas a Dios. El gran tesoro de la educación de los hijos en la fe consiste en la experiencia de una vida familiar que recibe la fe, la conserva, la celebra, la transmite y testimonia .
Contemplemos la familia de Jesús y aprendamos de ella lo que vale a los ojos de Dios y lo que para él carece de valor. Los ojos de la fe nos hacen ver aquello que para la Sagrada Familia era central: todos sus miembros estaban decididamente empeñados en hacer la voluntad de Dios y no cada uno la suya propia. Esa actitud interior los protegía de cualquier tentación de enfrentamiento y división. El amor de Dios siempre une a los hombres y dispersa las tinieblas de la enemistad y del odio. Las familias cristianas están llamadas a ser oasis de vida y de amor, de comprensión y respeto, de alegría y anhelos de compartir su experiencia con otras familias y estar siempre dispuestas a ir donde haya que curar y vendar las heridas que producen las separaciones en los adultos, pero sobre todo las secuelas, con frecuencia insalvables, que ello produce en los niños.
No dudemos, las familias, en las que el amor de Dios se halla como en su casa, son levadura para construir una sociedad nueva y fermento indispensable para la renovación de la comunidad eclesial. Nos acogemos al amparo de nuestra tierna Madre de Itatí y le pedimos que cuide a los matrimonios y familias, afianzándolos cada vez más en la fidelidad y el amor; pero de un modo especial nos dirigimos a Ella para que nos dé un corazón puro, humilde y prudente para acercarnos a todas aquellas personas que, por diversas circunstancias, fracasaron en su matrimonio; o no tienen una familia completa y sufren la ausencia del esposo o de la esposa, del padre o de la madre; o no valoran el sacramento, ni el compromiso civil; a los jóvenes que le temen al ‘para siempre’; y también a aquellos, que en su extravío, dañan gravemente las bases de la institución familiar, olvidando que el bienestar del presente y el futuro de la sociedad depende de cómo tratemos la familia. Es decir, de la valoración que le demos al matrimonio entre un varón y una mujer; de cuánto hagamos para favorecer la estabilidad del vínculo matrimonial; y de la protección que alcancemos a dar a los derechos fundamentales que tiene la familia para educar a sus hijos.
El Altar, en el que hoy depositamos nuestra ofrenda, es el lugar donde celebramos el amor de Dios que se entrega hasta el final por todos los hombres. Llevemos esta celebración al ‘altar familiar’, para que allí, la vida de cada uno de los miembros de la familia se manifieste como un servicio humilde y generoso al otro. Pero, al mismo tiempo, hagamos del ‘altar’ cotidiano de nuestro trabajo, un lugar donde se distinga nuestra misión sobre todo mediante el testimonio de una verdadera vida cristiana. Amén.



Mons. Andrés Stanovnik OFMCap.
Arzobispo de Corrientes

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