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 Homilía para el Miércoles de Ceniza

 Iglesia Catedral, 13 de febrero de 2013.

 
Hoy iniciamos el tiempo de Cuaresma. Empezamos esta etapa con esperanza, como sucede al comenzar una tarea o cuando emprendemos un viaje. El cristiano es una persona que espera, confía, cree y por eso se pone en camino. ¿Cuál es el principal motivo por el cual el cristiano se pone en movimiento? La respuesta es una sola: Jesucristo muerto y resucitado, Él es nuestra feliz esperanza (1Tm 1,1), Él es la puerta que se abre para que la atravesemos y nos encontremos con Dios.

La meta del hombre es Dios, no hay nada que pueda reemplazarlo. O nos ponemos en camino hacia él, o nuestra vida es un continuo dar vueltas sin ir a ninguna parte. Solo Dios puede responder a ese profundo anhelo de vida y de plenitud que llevamos dentro. Jesús es el único que puede darnos una respuesta satisfactoria a esa búsqueda. Los cuarenta días que nos separan de la Pascua –de allí el nombre de Cuaresma que se le da a este tiempo– son una peregrinación que iniciamos en la fe hacia el encuentro más personal e íntimo con Dios.

El color morado y el tono penitencial que caracteriza la Cuaresma nos ayudan a pensar en la seriedad y la importancia que estos días tienen para el cristiano. Es un tiempo exigente, porque nos hace pensar si estamos cumpliendo con la voluntad de Dios y con los compromisos que implica vivir como una persona creyente. Pero también es un tiempo para recordar todo lo bueno que Dios ha hecho por nosotros. Esa memoria nos llena de esperanza para no dilatar más nuestra conversión a Dios.

Para favorecer el clima espiritual de este tiempo de penitencia, conviene tomar algunas medidas que lo beneficien. Por ejemplo, una sabia tradición que recibimos de las generaciones que nos precedieron fue la de concluir el carnaval el día anterior al Miércoles de Ceniza. El ambiente exterior nos ayuda al recogimiento interior. Así como es saludable para el ser humano celebrar la vida y revestirla de colores, de música y de danza –dentro de los límites del buen gusto y el respeto que merece el cuerpo humano aun en medio de la fiesta–, así es también saludable detenerse a pensar en ese otro aspecto que tiene la vida, allí donde se muestra lo efímero y pasajero que es todo.

El engaño está en creer que la vida es solo diversión y que todo tiene que estar orientado a extenderla al máximo. Es cierto que Dios creó al hombre para ser feliz y por eso no hay ningún ser humano que no quiera serlo. Pero hay muchos que se dejan tentar con propuestas de felicidad, por así decir, a corto plazo. Esa es la falsa sabiduría que promueve la sociedad de consumo. La cultura cristiana choca con esa mentalidad que valora más el ser que el tener, que adora el dinero, el poder, el placer y la fama. El dogma incuestionable al que se rinde culto se basa en el tener y consumir. Tres siglos antes de Cristo Aristóteles afirmaba que la felicidad para la multitud son el placer y la diversión. Pero también aclaraba que eso lleva a los hombres a vivir una vida ‘digna de las bestias’ y los hace ‘semejantes a los esclavos’. Está claro que un hombre así no tiene pensamiento propio, no es libre para decidir por sí mismo, es incapaz de discernir entre el bien y el mal, y termina convertido en un individuo funcional sea para políticos inescrupulosos, sea para predicadores que ofrecen remedios para todo. En cambio, el amigo de Jesús, que aprecia la vida sobria y valora los gestos de solidaridad, se siente cada vez más libre para entregarse a todo lo que es bueno, verdadero y noble.

El beato Juan Pablo decía que «No es malo desear vivir mejor, pero es un error el estilo de vida que presume ser mejor, cuando está orientado al tener y no el ser, y quiere tener más no para ser más, sino para consumir la existencia en un placer como fin en sí mismo» (Centesimus annus, n. 36). Los cristianos debemos reaccionar decididamente frente a una cultura que despersonaliza a nuestra gente y la engaña porque no brinda respuestas verdaderas a la aspiraciones más hondas que tiene todo ser humano, por el sólo hecho de haber sido creado por Dios, aunque no siempre llegue a darse cuenta de ello. El testimonio alegre y convencido de las enormes ventajas que tiene la fe cristiana, es un servicio indispensable y sumamente beneficioso que los creyentes debemos brindar a la sociedad.

Vayamos ahora a nuestra celebración cuaresmal. Hoy empieza el tiempo de Cuaresma que abarca desde el Miércoles de Ceniza hasta el Jueves Santo antes de la Misa de la Cena del Señor. La razón de ser de este tiempo es la preparación del pueblo de Dios para la Pascua. El Año de la fe nos ubica en las realidades importantes de la vida. Dios en primer lugar. El tiempo de la Cuaresma es un tiempo para reconciliarse con Dios y para darle el lugar central en nuestra vida. «Vuelvan a mí de todo corazón» dice el Señor por boca del profeta Joel en la primera lectura. También San Pablo se dirige a los cristianos de Corinto, que se contagiaban muy rápido del libertinaje que reinaba en esa sociedad portuaria, y lo hace con palabras llenas de fervor: «déjense reconciliar por Dios (…) éste es el tiempo favorable». La clave para iniciar nuestra peregrinación penitencial está en la palabra ‘conversión’, que significa reconducir nuestra vida a Dios y vivirla iluminada y transformada por su Palabra.

Fijémonos ahora con más detalle en quién nos está llamando al encuentro: el profeta lo describe como un Dios bondadoso y compasivo, rico en amor y lleno de compasión por su pueblo. Pero para acceder por la puerta que nos lleva a ese encuentro, es preciso remover los obstáculos que nos impiden la entrada. En el Evangelio Jesús alerta a sus discípulos sobre esos obstáculos: «Tengan cuidado» les advierte. ¿Cuidado de qué? En breves palabras podríamos decir así: Hay que cuidarse de no hacer las cosas para que la gente las vea y las aplauda. ¿Dónde está el peligro? El peligro está en colocar el ‘yo’ en el centro de la propia vida, precisamente en el lugar que le corresponde sólo a Dios. Eso lo hacen los hipócritas, los que viven en la superficie de lo que se dice o no se dice, se sienten cómodos detrás de la apariencia. Una vida construida sobre la apariencia está lejos de la verdad. Allí no hay lugar para otros, porque la apariencia es inconsistente, no tiene realidad. Jesús dice que hay que tener mucho cuidado con eso, porque la recompensa que reciben los que se dejan llevar por ese camino es igualmente inconsistente y efímera. Hay otro camino que es mucho mejor: el de la verdad de Dios que se manifiesta en el amor, la bondad y la compasión, y a él debemos volver.

La ceniza, que en unos instantes más se colocará en nuestra frente, tiene un doble significado. Por una parte representa la caducidad de la vida que se expresa en una de las fórmulas que acompaña el rito: «Recuerda hombre que eres polvo y en polvo te convertirás». La otra fórmula: «Conviértete y cree en el Evangelio», que suele ser más habitual, nos invita a poner la esperanza y la confianza en Dios y abre nuestro corazón a los hermanos. A propósito, en la encíclica sobre la esperanza –uno de los grandes escritos de Benedicto XVI– leemos que “La grandeza de la humanidad –nosotros podemos traducir en grandeza de la familia, de una comunidad o de un pueblo– está determinada esencialmente por su relación con el sufrimiento y con el que sufre. Esto es válido tanto para el individuo como para la sociedad. Una sociedad que no logra aceptar a los que sufren y no es capaz de contribuir mediante la compasión a que el sufrimiento sea compartido y sobrellevado también interiormente, es una sociedad cruel e inhumana”, concluye el Santo Padre.

En estos días hemos escuchado muchos comentarios sobre la renuncia del Papa. Para comprender su decisión hay que ir a las palabras que él mismo pronunció, palabras que, además, son muy útiles para iluminar nuestra propia vida y también el tiempo de Cuaresma. El Papa declaró que “después de haber examinado ante Dios reiteradamente mi conciencia, he llegado a la certeza de que, por la edad avanzada, ya no tengo fuerzas para ejercer adecuadamente el ministerio petrino”. Y luego al final, aseguró que “también en el futuro quisiera servir de todo corazón a la Santa Iglesia de Dios con una vida dedicada a la plegaria”. En esas frases está la clave evangélica de la ofrenda total de su vida a Dios, como siempre lo ha hecho. Aprendamos también nosotros a examinar reiteradamente nuestra conciencia ante Dios para tomar las decisiones con el sincero deseo de hacer lo que Dios quiere. Entonces también nuestra vida, hecha ofrenda a Dios, estará casi naturalmente inclinada a la plegaria.

Iniciemos estos días de penitencia con la confianza puesta en Dios. En el camino del amor cristiano vivido en serio encontraremos dificultades y sufrimientos, pero la fe en Jesús nos da la certeza de que el mal no vence al bien y que la luz es más potente que las tinieblas. El cristiano es una persona conquistada por el amor de Cristo y movido por este amor está abierto de modo profundo y concreto al amor al prójimo –escribió el Papa en el Mensaje para esta Cuaresma–. Encomendemos a María de Itatí nuestro camino cuaresmal y pidámosle que nos abra la ‘puerta de la fe’ para entrar por ella y colocar a Dios en el centro de nuestra vida.

Mons. Andrés Stanovnik OFMCap
Arzobispo de Corrientes


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