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Homilía para el Domingo de Ramos
Iglesia Catedral, 24 de marzo de 2013.
La celebración del Domingo de Ramos en la Pasión del Señor es la puerta de entrada para la Semana Santa. Hoy la liturgia coloca delante de nuestros ojos dos grandes escenas, que a primera vista cuesta conciliar entre sí: por una parte, la entrada triunfal de Jesús a Jerusalén y, por otra, su pasión, crucifixión y muerte. Hemos evocado la primera escena con la bendición de los ramos y la solemne procesión hacia el templo, todo marcado por la alegría de la victoria; en cambio, la segunda, a la que asistimos mediante la lectura del relato de la Pasión del Señor, nos dejó pensando: la entrada triunfal de Jesús se convirtió en una vía dolorosa con un final trágico: la muerte y sepultura de aquel que fue aclamado como el bendito que viene en el nombre del Señor. Ambas escenas –esencialmente inseparables– constituyen la gran apertura que nos introduce en el clima espiritual de esta semana.
La Pasión de Jesús, que escuchamos relatado hoy en el evangelio de san Lucas, narra hechos reales, que sucedieron cuando Poncio Pilato era gobernador de Judea. Hay suficiente documentación y testimonios sobre estos sucesos, sin embargo, la fe nos da mayor claridad y amplía los horizontes sobre esos acontecimientos. Mediante el don inestimable de creer, la fe ilumina nuestra mente para ver en Jesús de Nazaret al Hijo de Dios, que se anonadó a sí mismo –como lo hemos oído en la segunda lectura– y tomó la condición de servidor y, haciéndose semejante a los hombres, se humilló hasta aceptar por obediencia la muerte y muerte de cruz. Por eso –continúa diciendo san Pablo– Dios lo exaltó y le dio el Nombre que está sobre todo nombre, para que el al nombre de Jesús, se doble toda rodilla en el cielo, en la tierra y en los abismos, y toda lengua proclame para gloria de Dios Padre: «Jesucristo es el Señor». El Apóstol explica el camino de descenso y ascenso que hizo el Hijo de Dios: camino de muerte y de resurrección. El ramo de olivo recoge el significado de las dos vías, que podríamos expresar así: una que desciende en el humilde servicio hasta la entrega total de la propia vida; y la otra que asciende con la promesa de la bienaventuranza para esta vida y la plenitud de la felicidad para la otra, que es la definitiva junto a Dios.
Esas dos escenas que eran difíciles de conciliar: la entrada triunfal de Jesús a Jerusalén y su crucifixión y muerte, se iluminan con la luz de la fe. Esa luz nos hace ver cómo Dios Padre, con amor infinito sostiene a su Hijo Jesús, mientras Él atraviesa el camino de humillación y de cruz, y lo lleva a la victoria sobre el pecado y la muerte. El mensaje de amor y de vida, que transmiten estos acontecimientos, renuevan la esperanza de que es posible vivir de otra manera y no sólo pensando en uno mismo. Recordemos –nos advirtió el Papa Francisco en estos días- que el odio, la envidia, la soberbia ensucian la vida. Es necesario vigilar sobre nuestros sentimientos, nuestro corazón, porque ahí es de donde salen las intenciones buenas y malas: las que construyen y las que destruyen.
La palma o el ramo de olivo que llevamos bendecido a nuestra casa nos recuerdan la alianza que tenemos con Jesús y con la Iglesia por el bautismo. La fe en Jesucristo, profesada y aclamada con alegría por las calles de nuestra ciudad, compromete nuestra vida en su totalidad. El que profesa públicamente su fe en Cristo y lo hace en comunión con sus hermanos en la Iglesia, debe vivir de acuerdo con las exigencias de esa profesión. La alegría que produce la fe al ver a Jesucristo que triunfa sobre el mal y la muerte, se tiene que traducir en la firme decisión de acompañarlo también en la vía dolorosa, que supone no vivir ya para nosotros mismos, sino para Él, que por nosotros murió y resucitó (cf. Rm 6,8-11). Si decimos «creo», debemos pedir humildemente que Dios nos dé la gracia de vivir conforme a la verdad, a la justicia y a la caridad.
El Papa Benedicto XVI nos dio un gran ejemplo de bondad y de buen trato con todos, creyentes y no creyentes, con los que lo difamaron y calumniaron, a todos se dirigía con palabras de amor y respeto, de perdón y esperanza. En el conmovedor abrazo que se dieron ayer el Papa Francisco y el Papa emérito Benedicto, celebramos la continuidad de la misma Iglesia, enriquecida ahora con estilos diferentes y gestos, que en el Papa actual sorprenden a todos y en muchos despiertan la fe y el deseo de cambiar y de ser mejores personas.
Dejémonos atraer por el amor de Jesús que hoy nos invita a vivir los misterios más grandes de nuestra fe. Hagamos nuestro el deseo del Papa Francisco cuando nos dice: “Yo quisiera que todos, después de estos días de gracia, tengamos el valor; sí, el valor, de caminar en presencia del Señor, con la Cruz del Señor, de edificar la Iglesia sobre la sangre del Señor que se derramó en la Cruz; y de confesar la única gloria: a Cristo crucificado. Para eso, participemos con alegría en las celebraciones centrales de esta semana, sobre todo del Triduo Pascual que se inicia el Jueves Santo con la Misa vespertina de la Cena del Señor; prosigue el Viernes Santo con la Celebración de la Pasión del Señor y, luego del Sábado Santo –día de recogimiento y de oración recordando a Jesús muerto en el sepulcro–, nos encontraremos para la solemne Vigilia pascual en la que celebraremos con gozo a Jesús, el Señor, a quien Dio exaltó y puso a su derecha. Que María Santísima junto a la Cruz del Señor, con su ternura de Madre nos acompañe en estos días y nos enseñe a vivirlos con intensidad y devoción.
Mons. Andrés Stanovnik OFMCap.
Arzobispo de Corrientes
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