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 Homilía para la Misa Crismal

 Iglesia Catedral, 27 de marzo de 2013

 La Misa Crismal tiene dos grandes momentos que le son propios: la renovación de las promesas sacerdotales y, a continuación, la bendición del óleo para el santo crisma, el óleo para los enfermos y el óleo para los catecúmenos, que servirán luego para ungir a los fieles. La renovación de las promesas hace referencia a nuestro ministerio sacerdotal en cuanto personas ungidas en el único sacerdocio de Cristo. En cambio, el momento de la bendición de los óleos y la consagración del crisma, nos recuerda que ejercemos nuestro ministerio en el único ministerio de Cristo.

1. Unidad y comunión en el Único Sacerdocio
Nuestra vida y ministerio sacerdotal se injerta en el único y mismo sacerdocio y ministerio de Cristo. Esa unidad y comunión se refleja de un modo especial en el día de hoy, cuando el obispo concelebra con su presbiterio y bendice los santos óleos. Por eso, nuestro sacerdocio jamás puede entenderse como una extensión o repetición del sacerdocio de Cristo. San Agustín lo resumió en una frase magistral: “cuando un ministro bautiza es Cristo quien bautiza” (SAN AGUSTÍN, Carta a Festo, n. 89.5). Y esto es así aun independientemente de la mayor o menor santidad del sacerdote. Sin embargo, el hecho de saber que es el mismo Cristo quien actúa a través nuestro, debe alentarnos a buscar siempre una relación más estrecha e íntima con Él, para que toda nuestra vida y ministerio refleje su corazón de Buen Pastor, que se desvive por su rebaño, aun por aquella única oveja de las noventa y nueve que corre el riesgo de perderse (Lc 15,4).
Cristo es el único que puede construir la unidad de vida y de ministerio en la persona del presbítero. Pero digamos, aunque sea de paso, que también en los cónyuges que viven el matrimonio sacramental y en la vida de los consagrados, el único que tiene el poder de construir la unidad de vida y de testimonio es el Señor, quien obra todo en todos (1Cor 12,6), como dice San Pablo. En el Año de la fe nos hace mucho bien pensar sobre nuestra vocación y misión sacerdotal, y hacerlo desde esa experiencia particular y única de inserción en Cristo, que se realizó el día de nuestra ordenación sacerdotal. Al renovar hoy las promesas sacerdotales, también nosotros necesitamos reavivar el inestimable don de creer, –como lo hicieron los discípulos de Jesús– y suplicarle con humildad e insistencia al Señor: «auméntanos la fe» (San Lucas, 17,5). Esa fe que nos haga ver la extraordinaria belleza y profundidad que tiene el sacerdocio de Cristo en el cual fuimos injertados para siempre.

2. Consagrados por la unción del Espíritu
Vayamos ahora al relato del Evangelio que escuchamos hoy: Jesús se levanta y lee el pasaje del profeta Isaías donde dice: «El Espíritu del Señor está sobre mí porque me ha consagrado por la unción». Ese estar ‘sobre mí’ es el resultado de la unción. El Espíritu no está sobre Jesús como separado de Él, sino que está como quien lo envuelve, traspasa e inunda todo su ser y su obrar  (Pastores dabo vobis, n. 19). De ese modo, por la unción del Espíritu, Jesús pertenece total y exclusivamente a Dios, participa de su santidad. Totalmente consagrado a Dios, es enviado para entregarse a la misión sin reservarse nada para sí mismo. Porque pertenece exclusivamente a Dios también puede entregarse íntegramente a los hombres. El día de nuestra ordenación sacerdotal, fuimos consagrados en la dinámica de esa unción, es decir, fuimos injertados en el Cuerpo de Cristo, que ha sido abierto por nosotros en la cruz. En consecuencia, el ungido por el Espíritu Santo ya no actúa por sí mismo, sino que actúa por la fuerza de esa unción. El hombre consagrado por la unción sacerdotal es alguien que perdió su privacidad, no tiene espacio propio o tiempo exclusivo para sí mismo, su persona ya no le pertenece, porque fue consagrada en su totalidad. En ella ya no hay lugar para otra cosa sino es para estar con el Señor y para ser enviada. Ese el hombre que ha sido ungido para siempre en el único sacerdocio de Cristo.
El Papa Francisco, que nos tiene a todos conmocionados con sus gestos y palabras, les dijo a un grupo de jóvenes que iban a ser ordenados diáconos en tránsito al presbiterado: “No sean diáconos de alquiler o funcionarios, porque la Iglesia no es una ONG, les deseo que en el servicio les vaya la vida. Acaban de recibir el diaconado y manifestaron públicamente su vocación de servicio y esto no sólo por un tiempo, sino para toda la vida. Que la existencia sacerdotal de ustedes sea servicio: servicio a Jesucristo, servicio a la Iglesia, servicio a los hermanos, especialmente a los más pobres y necesitados” (FRANCISCO, Papa, Carta de puño y letra a un grupo de candidatos al diaconado en tránsito al presbiterado).

3. Ungidos para el servicio
Es importante que ahondemos cada vez más en la conciencia de que ya no nos pertenecemos a nosotros mismos, sino que somos propiedad de Dios, instrumentos suyos para la vida y la salvación de los hombres. No sólo nosotros, sino todo el Pueblo de Dios al que servimos es un pueblo ‘consagrado’ a Él y ‘enviado’ por Él para anunciar el Evangelio que salva. Todos los miembros de ese Pueblo son hombres y mujeres ‘impregnados’, ‘marcados’ por el Espíritu Santo. También ellos pertenecen a Dios, son propiedad suya, llamados a ser santos, como Dios es santo. Reflexionar sobre esto nos debe llevar a tener un trato respetuoso, paciente y amable con todos, especialmente con aquellos con quienes compartimos responsabilidades pastorales en nuestras comunidades y son más cercanos a nosotros: diáconos permanentes, personas consagradas, miembros de los consejos, catequistas, fieles integrados en los diversos movimientos, asociaciones e instituciones. Que el poder del sacerdocio que nos fue conferido por la unción se distinga por el servicio.
Cuanto más nos adentramos en la mentalidad de ‘servidores’ y no de ‘dueños’, de ‘instrumentos’ y no de ‘autores’, descubrimos –como nos recordó el reciente Sínodo de la Evangelización– «que no somos nosotros quienes conducimos la obra de la evangelización, sino Dios». Y a continuación cita al Papa Benedicto XVI, quien en ese mismo espíritu señala que «La primera palabra, la iniciativa auténtica, la actividad verdadera viene de Dios y sólo si entramos en esta iniciativa divina, sólo si imploramos esta iniciativa divina, podremos también nosotros llegar a ser —con Él y en Él— evangelizadores» (BENEDICTO XVI, Meditación en la primera congregación general de la XIII Asamblea general ordinaria del Sínodo de los obispos, 8 de octubre de 2012) , es decir los ungidos por el Espíritu para la misión.

4. Renovamos nuestra consagración
La renovación de nuestras promesas sacerdotales son, ante todo, una respuesta a Dios que nos eligió, llamó y ungió para ser enviados a la misión. Lo hacemos ante Él, por eso le pedimos humildemente que Él nos ayude a hacerlo con un corazón sincero y deseosos de que en el servicio al Pueblo de Dios se nos vaya la vida, toda entera, sin reservas, aun en aquellas horas que estamos solos. En ese sentido nos pueden ayudar las palabas que pronunció el Papa Benedicto en su declaración de renuncia, cuando al final manifestó que su deseo “también en el futuro, era servir de todo corazón a la Santa Iglesia de Dios con una vida dedicada a la plegaria”.
Pero renovamos nuestras promesas sacerdotales también delante del Pueblo de Dios, porque a ellos fuimos destinados por la unción. Ellos esperan que nosotros les demos a Dios, les enseñemos a tratar con Él como un amigo trata con el amigo, para fortalecer la confianza y la seguridad que necesitan en las oscuridades de la vida. Cuanto más clara tengamos nuestra misión, más gozosa será nuestra respuesta y más fácil será perseverar en ella, porque Él mismo nos aseguró que su yugo es suave y ligero. Pero para que ese yugo sea suave y ligero, tiene que ser el suyo y no el que nos parece mejor a nosotros. Entonces la vida y ministerio sacerdotal se convierte en un servicio de entrega gozosa a la Iglesia y contagia a otros el deseo de vivirla.
Alegrémonos por haber sido elegidos y llamados para servir a la Iglesia y vivir en el mundo como sacerdotes de Cristo. Renovemos con gozo el ‘aquí estoy’ que pronunciamos cuando la Iglesia nos llamó a dar los primeros pasos en este ministerio. Sí, Señor Jesús, también hoy pronunciaré de todo corazón: ‘aquí estoy’. Pero necesito que vos estés firmemente conmigo, que tu Espíritu esté sobre mí y que todo mi ser y mi obrar esté totalmente inundado por Él. Que María Santísima, Madre de la Iglesia y de los sacerdotes, sostenga con ternura y firmeza la fidelidad de nuestras promesas sacerdotales. Amén.

Mons. Andrés Stanovnik OFMCap.
Arzobispo de Corrientes


NOTA:
A la derecha de la página, como HOMILIA, se encuentra el texto completo en formato de Word.


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