PRENSA > HOMILÍAS

 Homilía para la Vigilia Pascual

 Corrientes, 19 de abril de 2014

 
  La historia de la humanidad junto a toda la creación, se concentran esta noche en “el amanecer del primer día de la semana”. Así también, todos los pasos que dimos desde la bendición del fuego nuevo hasta este momento, convergen en el gozoso anuncio de lo que sucedió aquel amanecer del primer día de la semana. En la mañana de ese primer día, la promesa de Dios se ha cumplido y una nueva, potente y definitiva luz brilla en las tinieblas. Amanece la aurora de un nuevo día, por eso “alégrese en el cielo el coro de los ángeles…, alégrese también la tierra inundada de tanta luz…, alégrese también nuestra madre la Iglesia, adornada con los fulgores de una luz tan brillante”, como acabamos de oír en el hermoso pregón pascual.
¿Qué sucedió esa madrugada en un sepulcro, en la afueras de la ciudad de Jerusalén, donde habían depositado el cuerpo de Jesús, a quien habían crucificado el día anterior? Los testigos afirman que a ese lugar se habían dirigido María Magdalena y la otra María para cumplir con los ritos de la sepultura, que no pudieron realizar el viernes, porque ya caía la tarde y la ley judía no les permitía hacerlo. Sin embargo, se encontraron con algo absolutamente inesperado: a un Ángel, sentado sobre la piedra que había servido para sellar el sepulcro, que les decía: “No teman, yo sé que ustedes buscan a Jesús, el Crucificado. No está aquí, porque ha resucitado como lo había dicho. Vengan a ver el lugar donde estaba y vayan en seguida a decir a sus discípulos: «Ha resucitado de entre los muertos, e irá antes que ustedes a Galilea: allí lo verán». Esto es lo que tenía que decirles”. Las mujeres, atemorizadas, pero llenas de la alegría –dice el relato del Evangelio– corrieron a dar la noticia a los discípulos.
Ésa es, mis queridos hermanos, la buena noticia que la Iglesia vive, canta y anuncia gozosamente a la humanidad: ¡Alégrense, Cristo ha resucitado, y vive para siempre! Por eso San Pablo dirá luego: “¿No saben ustedes que todos los que fuimos bautizados en Cristo Jesús, nos hemos sumergido en su muerte? Por el bautismo fuimos sepultados con él en la muerte, para que así como Cristo resucitó por la gloria del Padre, también nosotros llevemos una Vida Nueva.” Esa Vida Nueva que recibimos del Resucitado se manifiesta en signos tan simples como ricos de significado: la luz, el agua, la palabra, el pan, todos ellos vinculados íntimamente a la vida nueva que surge gloriosa del sepulcro ‘el amanecer del primer día de la semana’. Por eso, esta noche la Iglesia exulta dichosa: Aleluya, den gracias al Señor, porque es bueno, porque es eterno su amor.
Ese es el motivo por el cual toda la historia de la humanidad y la creación entera convergen expectantes hacia aquel amanecer del primer día de la semana, iluminados por la presencia de Jesús, muerto y resucitado. La Iglesia, como las primeras mujeres de aquella madrugada, se siente dichosa por el encuentro con él y ansiosa por comunicarlo a todo el mundo. La misión de la Iglesia y de cada uno de los bautizados, es anunciar que Jesucristo vive, que él es vida y esperanza nuestra. El encuentro con Jesús resucitado nos convierte en evangelizadores de esa buena noticia para la humanidad y para la creación entera.
El Papa Francisco, en su Exhortación Evangelii Gaudium (La Alegría del Evangelio), explica así la misión de cada bautizado: “Para ser evangelizadores de alma hace falta desarrollar el gusto espiritual de estar cerca de la vida de la gente (…) La misión es una pasión por Jesús pero, al mismo tiempo, una pasión por su pueblo. Cuando nos detenemos ante Jesús crucificado, reconocemos todo su amor que nos dignifica y nos sostiene, pero allí mismo, si no somos ciegos, empezamos a percibir que esa mirada de Jesús se amplía y se dirige llena de cariño y de ardor hacia todo su pueblo. Así redescubrimos que Él nos quiere tomar como instrumentos para llegar cada vez más cerca de su pueblo amado. Nos toma de en medio del pueblo y nos envía al pueblo, de tal modo que nuestra identidad no se entiende sin esta pertenencia”.
Y luego, un poco más adelante, aclara que “La misión en el corazón del pueblo no es una parte de mi vida, o un adorno que me puedo quitar; no es un apéndice o un momento más de la existencia. Es algo que yo no puedo arrancar de mi ser si no quiero destruirme. Yo soy una misión en esta tierra, y para eso estoy en este mundo. Hay que reconocerse a sí mismo como marcado a fuego por esa misión de iluminar, bendecir, vivificar, levantar, sanar, liberar. Allí aparece la enfermera de alma, el docente de alma, el político de alma, esos que han decidido a fondo ser con los demás y para los demás. Pero si uno separa la tarea por una parte y la propia privacidad por otra, todo se vuelve gris y estará permanentemente buscando reconocimientos o defendiendo sus propias necesidades. Dejará de ser pueblo”.
Queridos hermanos y amigos, el que se encuentra con Jesús y se esfuerza por conocerlo más, llega a la feliz convicción de que no existe en el mundo otra propuesta mejor que la que nos ofrece él. Salgamos, salgamos a ofrecer a todos la vida de Jesucristo –nos exhorta el Santo Padre–, si algo debe inquietarnos santamente y preocupar nuestra conciencia, es que tantos hermanos nuestros vivan sin la fuerza, la luz y el consuelo de la amistad con Jesucristo, sin una comunidad de fe que los contenga, sin un horizonte de sentido y de vida.
No importa lo que digan aquellos que necesitan descalificar permanentemente a la Iglesia por los pecados que cometemos los bautizados. Es cierto, hay mucha suciedad en la Iglesia, y eso nos duele a todos. Sin embargo, es muy superior la santidad que brilla en la mayoría de los fieles, esa santidad que consiste en admirables gestos de heroísmo en la vida cotidiana como, por ejemplo, el cuidado de los hijos, el amor y la paciencia en la vida matrimonial, el trabajo honesto y la integridad en el servicio de la función pública. Es importante saber que la Iglesia es el lugar para los que nos reconocemos pecadores y necesitados del perdón de Dios y de la gracia de la conversión. Los que se consideran perfectos se autoexcluyen porque no necesitan de Dios ni de los otros. Los demás estamos llamados a convertirnos todos los días, y a suplicar que la potencia de Jesús resucitado transforme profundamente nuestras vidas.
A la salida del templo nos vamos a saludar deseándonos felices pascuas. ¿Cuáles son los deseos de felicidad que queremos expresar en ese saludo? Los cristianos que vivimos en esta sociedad correntina, ¿somos testigos alegres y creíbles de la resurrección de Jesús? ¿Nos impulsa ese deseo irresistible de dar a conocer a Jesús, de hablar de él, y de entusiasmar a otros en el camino del discipulado y la misión? Preguntémonos si en el intercambio de nuestros saludos pascuales, nos deseamos realmente la felicidad que propone Jesús en las bienaventuranzas: la felicidad de la pobreza evangélica, de la mansedumbre, de los que tienen limpio el corazón, de los misericordiosos, de los que trabajan por la paz y la justicia…
Para concluir, nuestra mirada creyente se dirige a María, el primer fruto de Jesús resucitado. Contemplarla a ella nos da una confianza enorme, porque nos garantiza que la cruz de su Hijo es camino seguro para encontrarnos con Él, entre nosotros y con todos los hombres y mujeres de buena voluntad. Salgamos de esta celebración como aquellas discípulas en la mañana del primer día de la semana con el entusiasmo de compartir la buena noticia de la Resurrección de Jesús sobre todo con el testimonio de nuestras obras. Amén.

Mons. Andrés Stanovnik
Arzobispo de Corrientes


NOTA:
A la derecha de la página, en "Otros archivos", como HOMILIA VIGILIA PASCUAL, el texto completo en formato de word.



ARCHIVOS