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Homilía en la Misa de la festividad de San Ignacio de Loyola
y del Bicentenario de la restitución de la Compañía de Jesús

Corrientes, 31 de julio de 2014


  Me alegro de poder compartir con ustedes y en especial con los hermanos jesuitas la fiesta de San Ignacio. Agradezco a Dios por la presencia y por la tarea apostólica que ellos realizan entre nosotros. El carisma de San Ignacio, presente en estos hermanos nuestros, enriquece enormemente nuestra Iglesia. A la conmemoración del santo fundador de la Compañía de Jesús, se añade otro acontecimiento importante: este año se cumplen dos siglos de la restitución de la Compañía de Jesús.
Recordemos, aunque sea someramente la razón del Bicentenario. Los jesuitas soportaron la supresión en diversos momentos y lugares durante su multisecular historia. La mayor supresión fue la que decretó el Papa en el año 1773 y que luego, en el año 1814, fue restituida por decreto de otro Pontífice. Así es como la Compañía de Jesús, suprimida por un papa y luego restituida por otro, hoy entrega a la Iglesia el primer Papa no europeo. Hoy podemos aplicar a la Iglesia el testimonio que dio san Pablo sobre la actuación de Dios en su propia vida: a pesar de sus muchas limitaciones y pecados, el Apóstol afirma: “sobreabundó en mí la gracia de nuestro Señor, junto con la fe y el amor de Cristo Jesús”. También en la historia de la Iglesia, la salvación de Dios actúa a pesar de sus infidelidades, con la sobreabundancia de su gracia, como lo podemos comprobar a diario en el ministerio del Papa Francisco.
No es el momento ahora para indagar sobre los motivos de la supresión. Digamos que esos motivos fueron harto complejos, donde no faltaron debilidades humanas, ambiciones de poder e intrigas políticas. En suma, temores ante una institución eclesial cuya prédica y actuación amenazaba enormes intereses del mundo político y económico de la época. Recordemos muy rápidamente la poderosa organización social, cultural, económica y religiosa que había alcanzado en nuestra región la Compañía con las misiones jesuíticas, en las que brindaron protección y, al mismo tiempo, promoción humana y cristiana a numerosas comunidades de aborígenes guaraníes, acosados por los esclavistas portugueses.
Así como hicimos alguna referencia a los motivos de la supresión, es justo que mencionemos las razones por las que se rehabilita la Compañía de Jesús. En el decreto de restitución se puede leer que entre los principales motivos se encuentran: educar en la piedad cristiana y en el temor de Dios –que es el principio de la sabiduría– y para instruir en las letras y en la ciencia a la juventud, y para adiestrarla en las buenas costumbres; para escuchar confesiones, anunciar la palabra de Dios y administrar libremente los sacramentos. Finalmente, la Providencia de Dios, que tiene sus propios caminos en beneficio de los hombres y de la creación, se manifestó mediante la autoridad de la Iglesia, restituyéndole a la Compañía de Jesús la plenitud de sus derechos y deberes, para responder a los grandes desafíos misioneros que la Iglesia vivía en esa época.
Hoy, la voz del papa jesuita nos impulsa con mucha fuerza a recuperar la frescura original del Evangelio, por la que toda acción evangelizadora es siempre nueva. Esa acción se realiza fundamentalmente, afirma el Papa Francisco –siguiendo la inspiración de Aparecida– en tres ámbitos. En la pastoral ordinaria, es decir, en la vida cotidiana de los cristianos que frecuentamos la comunidad y vamos a misa los domingos, incluidos los que conservan una fe católica intensa y sincera, aunque no participen frecuentemente en el culto. A nosotros nos dice que no huyamos de la resurrección de Jesús, que nada pueda más que su vida que nos lanza hacia adelante.
El otro ámbito de misión lo conforman las personas bautizadas que no viven las exigencias del bautismo, no tienen una pertenencia cordial a la Iglesia y ya no experimentan el consuelo de la fe. A ellos debemos mostrarle que la Iglesia tiene corazón de madre, desea acogerlos, devolverles la alegría del Evangelio y el fervor de comprometerse con él. Y el tercer ámbito evangelizador se dirige a los que no conocen a Jesús o que siempre lo han rechazado. Pero, añade, que debemos hacerlo con un estilo nuevo, no como imposición, sino como quien comparte una alegría y señala un horizonte bello. Este estilo nuevo está bien expresado en el lema que anima el Bicentenario de la Compañía: Jesús, memoria y pasión por servir.
En realidad, no podríamos entusiasmar a otros en el seguimiento de Jesús, si nosotros mismos no estuviéramos dispuestos escuchar de nuevo la invitación a seguirlo: “El que quiera seguirme, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz cada día y me siga”. Esa invitación de Jesús nos coloca en una encrucijada existencial de consecuencias fundamentales para nuestra vida. Encrucijada que escuchamos en la lectura del libro del Deuteronomio y que Dios dirige a su pueblo: “Hoy pongo delante de ti la vida y la felicidad, la muerte y la desdicha. Si escuchas los mandamientos del Señor tu Dios, y amas al Señor tu Dios, y cumples sus mandamientos, entonces vivirás y el Señor tu Dios te bendecirá”.
San Ignacio, como todos los santos y santas, nos recuerda lo esencial y lo único verdaderamente necesario: la adhesión total a Jesucristo y la pasión por servir. Por eso, San Ignacio coloca en el primer día de los Ejercicios a Jesucristo como principio y fundamento: Él es mi origen, mi identidad y mi destino. Él nos pide todo, pero al mismo tiempo nos ofrece todo. ¡No tengan miedo de Cristo! Él no quita nada y lo da todo. Quien se da a Él, recibe el ciento por uno, nos decía el Papa Benedicto. Los santos nos devuelven lo esencial. Que nuestra plegaria hoy sea: ¡Señor, dame tu Espíritu, para que siempre desee y elija lo que más me conduce a Ti!
Concluyo con una recomendación muy simple del Papa Francisco y reiterada por él en diversas ocasiones. Se trata de la práctica de tres palabras que fueron cayendo en desuso y que son muy sanadoras de los vínculos entre las personas: permiso, gracias y perdón. Qué distinta sería la vida de una pareja si entre ellos cultivaran los sentimientos de gratitud recíproca, de respeto mutuo y de sincera disposición para pedir perdón y para estar dispuestos a perdonar. Y si todos los que estamos participando de esta celebración, y los católicos y cristianos de cualquier denominación que habitamos en esta ciudad, empezáramos a entrenáramos todos los días a decir permiso, gracias y perdón, en poco tiempo cambiaría notablemente el trato que nos damos en nuestras comunidades eclesiales y en la convivencia familiar, social y política.
Queridos hermanos: el que se encuentra con Jesús crece en sentimientos de gratitud, de respeto y de perdón. ¡Señor, dame tu Espíritu, para que siempre desee y elija lo que más me conduce a Ti, para que aprenda a ver en mis hermanos tu rostro y los sirva como si fueras tú mismo! Amén.

Mons. Andrés Stanovnik OFMCap.
Arzobispo de Corrientes


NOTA: A la derecha de la página, en "Otros Archivos", el texto como HOMILIA SAN IGNACIO, en formato de word.


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